Los siete dolores de María Santísima en Casas Altas. Se puede decir que, desde el principio del cristianismo, la espada que atravesó el alma de María —según las palabras de Simeón (Lc. 2,35)— ha …Más
Los siete dolores de María Santísima en Casas Altas.

Se puede decir que, desde el principio del cristianismo, la espada que atravesó el alma de María —según las palabras de Simeón (Lc. 2,35)— ha provocado compasión tierna de los buenos cristianos. Y es que, al recordar la pasión del Redentor, los hijos de la Iglesia no podían menos de asociar al dolor del Hijo de Dios los sufrimientos de su benditísima Madre.

Parece como si el Stabat Mater del devoto franciscano Jacapone de Todi († 1306) hubiera resonado desde los albores de la cristiandad en el corazón de los fieles. De esta bellísima secuencia, que se recita en, la misa de esta festividad, escribió Federico Ozanam: "La liturgia católica nada tiene tan patético como estos lamentos tristes, cuyas estrofas caen como lágrimas, tan dulces, que en ellos se descubre un dolor divino consolado por los ángeles; tan sencillos en su latín popular, que las mujeres y los niños comprenden la mitad por las palabras y la otra mitad por el canto y el corazón". Y, ¡por qué no pensar que lo que se hizo estrofa y versos en la fervorosa Edad Media, no estaba ya latente, desde que murió Jesús, en la ternura compasiva de los amantes hijos de la Virgen!

Los Padres de la Iglesia demuestran, efectivamente, que no pasó desapercibido el dolor de María. San Efrén (en su Lamentación de María), San Agustín, San Antonio, San Bernardo y otros cantan piadosamente los padecimientos de la Madre de Dios. Y, ya en el siglo V, vemos cómo el papa Sixto III (432-440), al restaurar la basílica Liberiana, la consagra a los mártires y a su Reina. según lo indica un mosaico de dicha iglesia, en el que celebra a María como "Regina Martyrum".

Con todo, hay que admitir que la devoción —más concreta— a los Dolores de María fue extendida especialmente por los servitas, Orden fundada por siete patricios de Florencia (su fiesta se celebra el 12 de febrero bajo el título de "Los siete Santos Fundadores") a mediados del siglo XIII. La historia nos cuenta cómo, en los duros tiempos de Federico II, se reunían estos piadosos varones para sus actos religiosos en la ciudad de Florencia, y cómo poco a poco fue surgiendo la Orden de los Siervos de la Virgen o Servitas, cuyo principal cometido era el meditar en la pasión de Cristo y en los dolores de su Madre. San Felipe Benicio († 1285; su fiesta se celebra el 23 de agosto), superior general de dicha Orden, fue uno de los más destacados propagadores de esta devoción, popularizando por todas partes el "hábito de la Dolorosa" y su escapulario.

En el siglo XVII se dio principio a la celebración litúrgica de dos fiestas dedicadas a los Siete Dolores, una el viernes después del Domingo de Pasión, llamado Viernes de Dolores, y otra el tercer domingo de septiembre. La primera fue extendida a toda la Iglesia, en 1472, por el papa Benedicto XIII; y la segunda en 1814, por Pío VII, en memoria de la cautividad sufrida por él en tiempos de Napoleón. Esta segunda fiesta se fijó definitivamente para el 15 de septiembre.

De la raigambre de la devoción a la Virgen Dolorosa entre el pueblo cristiano —singularmente los fieles de estirpe hispánica— es un índice la frecuente utilización del nombre Dolores en la onomástica femenina así como la profusión de las representaciones de la Dolorosa en el arte y la repetición del tema en la poesía popular —saetas— y en la literatura, en general.

La fiesta de este día hace alusión a siete dolores de la Virgen, sin especificar cuáles fueron éstos. Lo del número no tiene importancia y manifiesta una influencia bíblica, ya que en la Sagrada Escritura es frecuente el uso del número siete para significar la indeterminación y, con más frecuencia tal vez, la universalidad. Según esto, conmemorar los Siete Dolores de la Virgen equivaldría a celebrar todo el inmenso dolor de la Madre de Dios a través de su vida terrena. De todos modos, la piedad cristiana suele referir los dolores de la Virgen a los siete hechos siguientes: 1º la profecía de Simeón; 2º la huida a Egipto; 3º la pérdida de Jesús en Jerusalén, a los 12 años; 4º el encuentro de María con su Hijo en la calle de la Amargura; 5º la agonía y la muerte de Jesús en la cruz; 6º el descendimiento de la cruz; y 7º la sepultura del cuerpo del Señor y la soledad de la Virgen.

Sin duda que la piedad cristiana ha sabido acertar al resumir en esos siete hechos-clave los momentos más agudos del dolor de María. Porque, ¿no es cierto que son como hitos que señalan la trayectoria ascendente de los insondables sufrimientos de la Madre de Dios? En efecto, si las enigmáticas palabras de Simeón (He aquí que éste está destinado para caída y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción, y una espada atravesará tu misma alma, para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones (Lc. 2, 34-35), tuvieron que entristecer el semblante de María, ¿que no habremos de pensar que ocurriría en la huida a Egipto, ¡Su hijo, tan tierno, arrojado por el vendaval del odio a tierras lejanas! Y, en cuanto a la pérdida de Jesús en Jerusalén, a los doce años, ¿quien es capaz de profundizar en el abismo de incertidumbre y en la agonía de una Madre privada de su Hijo?

Pero donde los dolores de la Virgen rebasaron toda medida fue en el drama del Calvario y, especialmente, al pie de la Cruz. Detengámonos en su contemplación con el alma transida de compasión amorosa, como hacían los santos.

Entre los personajes que asistieron de cerca a la tragedia del Gólgota destaca la figura de la Virgen. De su presencia en el Calvario nos habla San Juan en su Evangelio con palabras sencillas pero impregnadas de un intenso dramatismo: Estaban en pie —dice— junto a la Cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena... Podemos representarnos la escena sin necesidad de hacer grandes esfuerzos de imaginación: Jesús acaba de recorrer las calles de Jerusalén con su cruz a cuestas. Durante el lúgubre desfile, el populacho le ha injuriado y escarnecido o, cuando menos, ha contemplado su paso con estupor y desconcierto. Porque, ¿no era Aquél el que hacía unos días había entrado en la ciudad santa en medio de aclamaciones? ¿No tendrían razón los escribas y fariseos al decir que era un vulgar impostor y un blasfemo?

Jesús, según asegura la tradición, se encontró con su Madre bendita en la calle que el pueblo cristiano llamó "de la amargura". ¿Qué se dirían con la mirada el Hijo y la Madre? Tal vez sólo las madres que tienen la inmensa desdicha de asistir a sus hijos antes de ser ajusticiados pueden sospechar algo de lo que pasaría por el alma de la Virgen.

Pero la comitiva siguió avanzando. Y después de muchos tropezones e incluso caídas de los que llevaban sudorosos sus cruces —y entre ellos iba como un vulgar facineroso Jesús—, llegaron al Calvario. La Virgen caminó también, deshecha en el dolor, en pos de su Hijo. Era el primero y el más sublime de los Viacrucis.

Ya está en el lugar de la crucifixión. Es Él. Los sayones le quitan sus vestiduras. La Virgen contemplaría aquella túnica inconsútil que con tanto cariño había tejido para su Hijo...

Unos momentos después suenan unos martillazos terribles. En un remolino instantáneo de recuerdos desfilarían ante la Virgen las escenas de Belén y de Nazaret, cuando las manecitas de su Niño le acariciaban con perfume de azucenas o le traían virutas para encender el fuego... Pero todo aquello quedaba muy lejos. Ahora tenía ante sí la realidad brutal de los pecados de los hombres horadando aquellas sacratísimas manos, pródigas en repartir beneficios.

Unos momentos más, y la cruz —su Hijo hecho cruz— era levantada entre el cielo y la tierra. En medio del clamor confuso de la multitud, María escucharía el respirar fatigoso y jadeante de su Hijo, puesto en el mayor de los suplicios. ¡Ella que había recogido su primer aliento en el pesebre de Belén y había arrimado tantas veces su virginal rostro al corazón de su Niño Jesús, palpitante de vida!

Las tres horas que siguieron, mientras Jesús derramaba gota a gota por la salud del mundo la sangre que un día recibiera de María, fueron las más sagradas de la historia del mundo. Y, si hasta las piedras se abrieron —como señala el Evangelio— ante el dolor del Hijo y de la Madre, ¿cómo podremos nosotros, los causantes de aquella "divina catástrofe" (como dice la liturgia), permanecer indiferentes en la contemplación de este divino espectáculo? Eia, Mater, fons amoris, me sentire vim doloris faic, ut tecum lugeam. (¡Ea! Madre, fuente de amor, hazme sentir la fuerza de tu dolor, para que llore contigo). Así exclama el autor del Stabat Mater. Y es que se necesita que la gracia sobrenatural aúpe y levante el corazón humano para que pueda siquiera rastrear la intensidad de los sufrimientos de Cristo y de su Madre.