La verdadera doctrina católica sobre la INSPIRACIÓN BÍBLICA.

1. EL HECHO DE LA INSPIRACIÓN.

El hecho o la realidad de la divina inspiración es una verdad de fe, dogmáticamente definida por el Concilio Vaticano en estos términos: «La Iglesia considera como sagrados y canónicos [los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento], no porque, elaborados por sola la industria humana, hayan sido luego aprobados con su autoridad, ni sólo porque contengan sin error la revelación, sino porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tiene por autor a Dios, y como tales han sido entregados a la Iglesia» (Denz. 1787).

En esta definición se distinguen dos partes: en la primera se reprueban dos explicaciones erróneas o deficientes de la inspiración; en la segunda se propone la doctrina católica. Es error creer que la inspiración consiste en la subsiguiente aprobación de la Iglesia. La Iglesia, sin duda, ha aceptado y aprobado los libros canónicos; pero tales libros no son inspirados porque los acepte la Iglesia; antes al contrario, la Iglesia los acepta porque son inspirados. Es también error pensar que la inspiración consiste en la mera exención de error o en la fidelidad en transmitir la divina revelación. Pudo, por ejemplo, San Lucas haber escrito su Evangelio por su propia iniciativa y con solos los recursos humanos, tal cual de hecho lo escribió, es decir, tan inmune de todo error y tan fiel en reproducir los hechos y los dichos de Jesucristo; sin embargo, tal libro no estaría divinamente inspirado. La divina inspiración postula la total exención del error; pero no es la misma inerrancia: es algo previo, de que ella se deriva.

La explicación positiva del Concilio incluye dos elementos: un acto, la inspiración del Espíritu Santo, y un efecto, el ser Dios autor de los libros sagrados. Comenzando por el efecto, como más claro, es evidente que, en la mente del Concilio, Dios es autor de los libros canónicos en sentido propio y pleno, es decir, que es autor tan propia y verdaderamente como lo es cualquier escritor de sus propios libros. De ahí que para justificar la denominación de autor es menester que el acto de la inspiración o la acción inspiradora de Dios sea tal, que en virtud de ella Dios deba ser considerado como verdadero autor del libro. La acción inspiradora de Dios debe ser, a su modo, lo que es la actividad del escritor en la composición de un libro. Mayores precisiones dará la teología al estudiar la naturaleza íntima de la inspiración.

2. NATURALEZA DE LA INSPIRACIÓN.

Son orientadoras estas palabras de Pío XII en la Encíclica Divino affiante Spiritu: «Nuestra edad... suministra nuevos recursos y subsidios de exegesis. Entre éstos parece digno de peculiar mención que los teólogos han explorado y propuesto la naturaleza y los efectos de la inspiración bíblica mejor y más perfectamente que como solía hacerse los siglos pretéritos. Porque, partiendo del principio de que el escritor sagrado, al componer el libro, es órgano o instrumento del Espíritu Santo, con la circunstancia de ser vivo y dotado de razón, rectamente observan que él, bajo el influjo de la divina moción, de tal manera usa de sus facultades y fuerzas, que fácilmente puedan todos colegir del libro nacido de su acción la índole propia de cada uno y, por decirlo así, sus singulares caracteres y trazos» (n.19).

Conviene, pues, precisar la noción de instrumento o causa instrumental. Santo Tomás ha sabido concretarla y hacerla visible en un ejemplo trivial. Es la azuela, con que el carpintero labra un banco. En la azuela, dice, existen dos acciones: una propia o nativa, que es la de cortar; otra, añadida o recibida de fuera, que es la de fabricar artificiosamente un banco. En la primera actúa según su propia forma o naturaleza; en la segunda actúa como instrumento movido por el agente principal. Pero, añade atinadamente, la acción instrumental no se ejerce sino ejerciendo la acción propia: cortando, la azuela hace el banco. No andan por un latió la acción de cortar y por otro la de hacer el banco, antes la acción de hacer el banco se ejerce precisamente ejerciendo la de cortar. Y en esto consiste esencialmente el que la azuela obre como instrumento.

Aunque movido y regido por otro, el instrumento deja huella de sí y de sus propiedades características en la obra producida. Será muy diferente la letra de un mismo escribiente según emplee una pluma fina o una recia, según use lápiz rojo o lápiz azul. Y muy diferente será el timbre de la melodía según que el artista toque el violín o la trompa.

Por fin, no se insistirá bastante, por sus enormes consecuencias, en la coextensión entre la acción de la causa principal y la acción de la causa instrumental. En un escrito no hay una sola letra, ni siquiera el más mínimo trazo o perfil, que no sea producido a la vez por el escribiente y por la pluma. El más ligero son de un instrumento músico no se produce sin la acción combinada o subordinada del instrumento y del artista.

No será difícil la aplicación de estos principios a nuestro caso. El hagiógrafo, al redactar su obra, ejerce dos acciones: la normal de escribir y la de producir un libro revestido de autoridad divina tal, que sea propiamente palabra de Dios. La primera acción es propia: la ejerce desplegando sus nativas actividades literarias; la segunda es instrumental: la ejerce movido y dirigido por la acción de Dios. Mas estas dos acciones no andan cada una por su camino, sino que la acción instrumental se ejerce ejerciendo la acción propia. El hagiógrafo escribe un libro divinamente inspirado, precisamente en cuanto ejerce sus nativas actividades de escritor, si bien impulsadas y gobernadas por la divina inspiración.

Pero, no obstante ser subalterna y subordinada, la acción del hagiógrafo no pierde ni merma su natural eficacia. Por esto imprime su sello característico y deja su huella personal en el libro inspirado. Dios pudiera haber escrito por si mismo el libro inspirado; mas, desde el momento en que se ha dignado servirse del hombre como de instrumento connatural, se ha allanado a las limitaciones del instrumento humano y hasta ha condescendido con sus naturales deficiencias que no sean el error o el pecado. Tal es la condescendencia divina, que tanto ponderaba San Juan Crisóstomo, y que Pío XII recuerda en la mencionada Encíclica (n.20).

Por fin, toda la producción literaria del hagiógrafo es a la vez obra suya y obra de Dios. Nada produce el instrumento que no sea movido por el agente principal, y nada produce Dios que no sea mediante la acción subordinada del instrumento. Si el hagiógrafo produjera algo, bajo cualquier aspecto, que no fuera al mismo tiempo obra de Dios, o si Dios produjera algo que no fuera a la vez obra del hagiógrafo, en aquello el hagiógrafo dejaría de ser instrumento de Dios. Y entonces, o el hagiógrafo no necesitaba de la divina inspiración, o la divina inspiración para nada necesitaba del instrumento humano. O, lo que sería peor, el hagiógrafo se convertiría en un instrumento ciego y mecánico.

Para acabar de entender la naturaleza de la divina inspiración sería necesario conocer el modo misterioso como Dios asume, toca y pone en acción las facultades del hagiógrafo. Este contacto de la mano de Dios es el carisma de la divina inspiración, que Pío XII recuerda en la misma Encíclica (n.20). Las magníficas enseñanzas de Santo Tomás sobre el carisma de la profecía podrán, en lo posible, esclarecer el misterio.

En medio de las variadas formas que presenta y los múltiples elementos que comprende la profecía, hay un factor constante, que Santo Tomás considera esencial y común a todos los verdaderamente profetas. Tal es la lumbre profética: luz sobrenatural que Dios infunde en la mente del hagiógrafo para que juzgue de las cosas con plena certidumbre divina. Esta luz podrá ir acompañada de revelaciones propiamente dichas, previas o concomitantes; pero semejantes revelaciones no son esenciales al carisma de la inspiración; y aun cuando se den, serán algo previo o accesorio, no el acto formal de la inspiración. Con la lumbre profética, sin más, se da perfecta la inspiración; sin la lumbre profética, por más que se multipliquen las revelaciones, no se da el carisma de la divina inspiración.

Esta lumbre o ilustración es, además, según el Doctor Angélico, una fuerza, una moción que activa y pone en movimiento las facultades del hagiógrafo. Y esta moción, aunque recibida en la inteligencia, entraña en sí la tendencia a la manifestación externa o la palabra, hablada o escrita. La idea lleva al acto. Dado el maravilloso engranaje de nuestras facultades, puede bastar el impulso dado a la inteligencia para determinar la producción de la palabra. Si a esta moción, mental en su principio, verbal en su término, se añade la moción de la voluntad, se obtiene una noción, en cuanto cabe, adecuada de la inspiración hagiografía.

En función del carisma profético, que él llama virtud o energía sobrenatural, describe así León XIII el proceso de la divina inspiración: «[Dios] con su virtud sobrenatural, de tal modo excitó y movió [a los hagiógrafos] a escribir, de tal modo los asistió mientras escribían, que todo aquello, y sólo aquello, que El ordenaba, lo concibiesen ellos rectamente con su inteligencia, y fielmente lo quisiesen escribir, y convenientemente lo expresasen con infalible verdad» (Enc. Providentissimus Deus). Sustituyendo el término de virtud por el de gracia, reproduce así Benedicto XV el pensamiento de León XIII: «Dios, con la gracia que confería, ilustró la mente del escritor, para que en nombre de Dios propusiese la verdad a los hombres; movió además su voluntad y la impulsó a escribir, y, por fin, le asistió especialmente y sin interrupción hasta terminar el libro» (Enc. Spiritus Paraclitus).

Esta gracia o virtud sobrenatural, es decir, el carisma profético, es lo que establece el misterioso contacto entre el agente principal y el instrumento, y lo que, con su triple influjo en la mente, en la voluntad y en la palabra del hagiógrafo, determina y explica todo el proceso de la divina inspiración y la producción del libro divinamente inspirado.

3. PROPIEDADES DE LA INSPIRACIÓN.

Son dos principalmente: la extensión universal y la absoluta infalibilidad.

Extensión universal. La divina inspiración se extiende y alcanza: a) a los libros enteros con todas sus partes; b) al elemento histórico lo mismo que al religioso; c) a todas las afirmaciones, aun las incidentales; d) a todas las proposiciones, aunque no sean afirmaciones. Escribe Pío XII en la mención ada Encíclica: «Ya el sacrosanto Concilio Tridentino pronunció con decreto solemne que deben ser tenidos por sagrados y canónicos los libro enteros con todas sus partes, tal como se han solido leer en la Iglesia católica y se hallan en la antigua edición Vulgata latina» (n.1). La Pontificia Comisión Bíblica declaró que «todo lo que el hagiógrafo afirma, enuncia, insinúa, debe retenerse como afirmado, enunciado, insinuado por el Espíritu Santo» (Denz. 2180). León XIII escribió severamente: «Ni se ha de tolerar la actitud de aquellos que... no tienen re paro en conceder que la inspiración divina se extiende exclusivamente a las cosas de fe y costumbres» (Enc. Providentissimus Deus) . Esta doctrina católica es una consecuencia lógica de los principios establecidos anteriormente sobre la instrumentalidad de la actividad humana del hagiógrafo. Si siempre actúa el hagiógrafo como instrumento de Dios, siempre proporcionalmente actúa Dios como causa principal. Existe perfecta coextensión entre la actividad instrumental y el hagiógrafo y la actividad principal de Dios.

Absoluta infalibilidad. En la Escritura no hay ni puede haber error alguno. Es inerrancia, de hecho; y es infalibilidad, de derecho. Tal es la constante doctrina de la Iglesia, para cuya inteligencia son necesarias algunas aclaraciones.

Verdad es la conformidad o ajuste de una afirmación con la realidad objetiva. Error es la disconformidad o desajuste de una afirmación con la realidad objetiva. Es digno de notarse que la verdad o el error sólo se hallan en los juicios o afirmaciones, y que en todo juicio o afirmación hay necesariamente o verdad o error. Además, la conformidad o disconformidad no debe medirse matemáticamente, sino apreciarse de un modo humano y moral. En la Escritura especialmente deben tomarse en cuenta no solamente los géneros literarios, las frases hechas, los idiotismos, los artificios literarios, sino también la mentalidad oriental y el genio popular. Nadie puede justamente maravillarse escribe Pío XII «de que también entre los sagrados escritores, como entre los otros de la antigüedad, se hallen ciertas artes de exponer y narrar; ciertos idiotismos, sobre todo propios de las lenguas semíticas; las que llaman aproximaciones, y ciertos modos de hablar hiperbólicos, más aún, a veces hasta paradojas para imprimir las cosas en la mente con más firmeza...» (ib., n.20).

En este sentido debe afirmarse la más absoluta verdad en la Sagrada Escritura, sin admitir en ella el más ligero error.

Es digna de reflexión la actitud del Magisterio eclesiástico ante ciertas hipótesis aventuradas de algunos escritores católicos que, sin admitir propiamente error en la Escritura, atenuaban o mermaban su absoluta verdad.

Algunos, invocando la autoridad del mismo León XIII, propusieron la teoría de las apariencias históricas, análogas a las apariencias físicas.

Benedicto XV negó resueltamente semejante analogía o paridad, contraria enteramente a la intención de su predecesor. Y Pío XII recuerda en su Encíclica y hace suyas las palabras de Benedicto XV (n.3).

Otros admitían en las narraciones bíblicas una verdad solamente relativa, cual se halla en las leyendas populares, que, sin serlo, pasan por verdaderas. Contra semejante hipótesis escribió el mismo Benedicto XV: «Ni disienten menos de la doctrina de la Iglesia los que piensas que las partes históricas de la Escritura se apoyan no en la absoluta verdad de los hechos, sino sólo en la que llaman relativa y en la común opinión del vulgo» (Enc. Spiritus Paraclitus).

Más curiosa es la teoría del vestido literario, aplicada a las narraciones bíblicas. Benedicto XV expone y reprueba esta teoría en estos términos: «El pensamiento de éstos es que lo único que Dios intenta y enseña en la Escritura es lo que atañe a la religión; lo demás, que pertenece a las disciplinas profanas y que sirve a la enseñanza revelada como cierto vestido externo de la divina verdad, se permite solamente y se deja en manos de la humana fragilidad del escritor... Tales fantasías de opiniones...» (ib.).

Mayor boga alcanzó la teoría de los géneros literarios. Si con tal denominación se hubieran admitido los distintos géneros literarios comúnmente reconocidos, no hubiera en ello ninguna novedad ni tampoco dificultad. Pero se trataba de ciertos géneros literarios dentro del género histórico, es decir, de historias en apariencia, pero destituidas de verdad histórica. Habla de nuevo Benedicto XV: «Ni carece la Escritura santa de otros recriminadores... Contra los cuales Jerónimo, si ahora viviera, lanzaría ciertamente aquellos aceradísimos dardos de su palabra, por cuanto, dando de mano al sentir y al juicio de la Iglesia, se acogen a las narraciones a sobre haz históricas o pretenden hallar en los libros sagrados ciertos géneros literarios, con los cuales no puede compaginarse la verdad íntegra y perfecta de la divina palabra» (ib.). Con estas palabras Benedicto XV confirma el decreto de la Comisión Bíblica de 23 de junio de 1905 (Denz. 1980).

Más inofensiva parece la teoría de las citas implícitas, según la cual, si se admite error en la Escritura, todo él recae no en el hagiógrafo, sino en los documentos que él aduce, sin mencionarlos y sin aprobar o hacer suyo todo cuanto en ellos se contiene. La Comisión Bíblica, si no reprobó en absoluto semejante hipótesis, le puso prudentes limitaciones, enseñando que no es lícito apelar a las citas implícitas «a no ser en el caso en que, salvos siempre el sentir y el dictamen de la Iglesia, se demuestre con sólidos argumentos: 1) Que el hagiógrafo cita realmente dichos o documentos ajenos. 2) Que no los aprueba ni hace suyos, de suerte que con razón pueda juzgarse que no habla en nombre propio» (Denz. 1979).

Estas dos últimas teorías han reaparecido recientemente con otros nombres. Sus nuevos patrocinadores se apoyan precisamente en la Encíclica Divino afflante Spiritu, que, según ellos, modifica, atenúa, mitiga o explica, si no rectifica, las declaraciones de los precedentes Pontífices. El Papa dicen nos remite a los métodos históricos del antiguo Oriente para explicar a su luz la historia bíblica. Ahora bien añaden, los antiguos historiadores orientales, por una parte, componían narraciones sólo en apariencia históricas o matizaban sin reparo los hechos históricos con pormenores imaginarios, y, por otra parte, transcribían sin previo aviso documentos incoherentes y aun contradictorios, dejando a los lectores el trabajo de aquilatar la verdad de los hechos. ¿Es ésta en realidad la mente del Romano Pontífice? La gravedad del caso exige un atento examen.

Ante todo, no hay en toda la Encíclica una sola palabra de aprobación de semejantes teorías. Tampoco hay una sola palabra que suene a rectificación o mitigación de las enseñanzas dadas por los anteriores Pontífices. Véase si suenan a mitigación estas declaraciones de Pío XII: «Esta doctrina [sobre la absoluta infalibilidad de la Biblia], que con tanta gravedad expuso nuestro predecesor León XIII, también Nos la proponemos con nuestra autoridad y la inculcamos, a fin de que todos la retengan religiosamente» (n.4). Y ya al principio de la Encíclica, después de afirmar que León XIII «reprobó justísimamente aquellos errores», los de «algunos escritores católicos» que «osaron coartar la verdad de la Sagrada Escritura tan sólo a las cosas de fe y costumbres» (n.1), añade: «Nos... juzgamos que había de ser oportunísimo confirmar e inculcar... lo que nuestro antecesor sabiamente estableció y sus sucesores añadieron para afianzar y perfeccionar la obra» (n.4).

A pesar de ello, como apoyo de las nuevas teorías, aducen sus patrocinadores: 1) la mayor libertad que Pío XII concede a los exegetas; 2) lo que enseña sobre la condescendencia divina; 3) el consejo que da de estudiar las fuentes y los métodos de la historia antigua; 4) la defensa que hace de las soluciones nuevas. Es necesario aquilatar el valor de estas razones.

1) Sobre la libertad concedida a los exegetas dice el Pontífice: «Entre las muchas cosas que en los sagrados libros... se proponen, son solamente pocas aquellas cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la Iglesia, ni son muchas aquellas de las que haya unánime consentimiento de los Padres. Quedan, pues, muchas, y ellas muy graves, en cuyo examen y exposición se puede y debe libremente ejercitar la agudeza y el ingenio de los intérpretes católicos. Esta verdadera libertad de los hijos de Dios, que retenga fielmente la doctrina de la Iglesia..., es condición y fuente de todo fruto sincero y de todo sólido adelanto de la ciencia católica». Dos puntos principalmente contiene esta proclamación de la libertad: señala el campo en que deba ejercerse; prescribe las normas a que debe atenerse. El campo en que puede explayarse es inmenso: son todos los problemas sobre que no haya recaído decisión alguna del Magisterio eclesiástico o no exista unánime consentimiento de la tradición patrística; pero no lo son las enseñanzas de la Iglesia o la doctrina comúnmente admitida por los Santos Padres. Las normas o cautelas son: «que retenga fielmente la doctrina de la Iglesia», «colocados en firme los principios».

2) Sobre la condescendencia de Dios escribe el Pontífice: «Ninguna de aquellas maneras de hablar de que entre los antiguos, particularmente entre los orientales, solía servirse el humano lenguaje para expresar sus ideas, es ajena de los libros sagrados, con esta condición, empero: que el género de decir empleado en ninguna manera repugne a la santidad y verdad de Dios. . Porque así como el Verbo sustancial de Dios se hizo semejante a los hombres en todas las cosas, excepto el pecado, así también las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se hicieron semejantes en todo al lenguaje humano, excepto el error; lo cual, en verdad, lo ensalzó ya con sumas alabanzas San Juan Crisóstomo, como una sincatábasis o condescendencia de Dios próvido» (n.20). Nótese: primero, que la condescendencia divina se aplica no a los géneros históricos, sino al lenguaje humano; segundo, que en todo caso tal condescendencia exceptúa el error y todo cuanto repugne a la santidad y verdad de Dios. Semejante condescendencia no justifica las nuevas teorías.

3) Sobre el estudio de las fuentes antiguas dice Pío XII: «El intérprete, con todo esmero, y sin descuidar ninguna luz que hayan aportado las investigaciones modernas, esfuércese por averiguar cuál fue la propia índole y condición de vida del escritor sagrado, en qué edad floreció, qué fuentes utilizó, ya escritas, ya orales...» (n. 10). «Es absolutamente necesario que el intérprete se traslade mentalmente a aquellos remotos siglos del Oriente, para que, ayudado convenientemente con los recursos de la historia, arqueología, etnología y otras disciplinas, discierna y vea con distinción qué géneros literarios, como dicen, quisieron emplear y de hecho emplearon los escritores de aquella edad vetusta» (n.20). Consejo sapientísimo, dado ya por los Pontífices anteriores. Mas ¿con qué finalidad lo da? «El exegeta católico, a fin de satisfacer a las necesidades actuales de la ciencia bíblica, al exponer la Sagrada Escritura y mostrarla y probarla inmune de todo error, válgase también prudentemente de este medio, indagando qué es lo que la forma de decir o el género literario empleado por el hagiógrafo contribuye para la verdadera y genuina interpretación... Así es que, conocidas y exactamente apreciadas las maneras y artes de hablar y escribir en los antiguos, podrán resolverse muchas dificultades que se objetan contra la verdad y fidelidad histórica de las Divinas Letras» (n.21). Y el resultado ha respondido, en parte a lo menos, a las esperanzas. Añade el Pontífice: «Por la exploración... de las antigüedades orientales... felizmente ha acontecido que no pocas de aquellas cuestiones que... suscitaron contra la autenticidad, antigüedad, integridad y fidelidad histórica de los libros sagrados los críticos ajenos a la Iglesia o también hostiles a ella, hoy se hayan eliminado o resuelto... De aquí ha resultado que la confianza en la autoridad y verdad histórica de la Biblia, debilitada en algunos un tanto por tantas impugnaciones, hoy entre los católicos se haya restituido a su entereza» (n.23).

Acerca de la verdad histórica de los once primeros capítulos del Génesis, la Pontificia Comisión Bíblica escribió el 16 de enero de 1948 una carta al Emmo. Card. Suhard, arzobispo de París. Como no todos hubieran interpretado acertadamente este importante documento, Su Santidad Pío XII, en la reciente encíclica Humani generis, de 12 de agosto de 1950, ha dado de él la genuina interpretación, la cual esclarece admirablemente todo el problema de la verdad histórica de la Biblia. Dice el Romano Pontífice:

«Del mismo modo que en las ciencias biológicas y antropológicas, también en las históricas hay quienes audazmente traspasan los límites y las cautelas establecidas por la Iglesia. Y de modo peculiar es deplorable la manera demasiadamente libre de interpretar los libros históricos del Antiguo Testamento. Los fautores de esa tendencia, para defender su causa, invocan indebidamente la carta que ¡a Pontificia Comisión Bíblica envió no ha mucho al arzobispo de París. Esta carta advierte claramente que los once primeros capítulos del Génesis, aun cuando propiamente no concuerden con los métodos históricos usados por los egregios historiadores griegos y latinos o por los peritos de nuestro tiempo, ello no obstante pertenecen al género histórico en un sentido verdadero, que los exégetas deberán ulteriormente investigar y determinar; y que los mismos capítulos, en lenguaje sencillo y figurado y acomodado a la mentalidad de un pueblo menos culto, contienen, por tina parte, las verdades principales en que estriba el logro de nuestra eterna salud, y por otra, una descripción popular de los orígenes del linaje humano y del pueblo escogido. Mas si los antiguos hagiógrafos sacaron algo de las tradiciones populares (lo cual ciertamente puede concederse), nunca debe olvidarse que ellos obraron así ayudados por el soplo de la divina inspiración, que los preservaba inmunes de todo error al escoger y juzgar aquellos documentos. Mas lo que en los Sagrados Libros proviene de las narraciones populares, de ninguna manera debe equipararse a las mitologías u otras producciones parecidas, las cuales proceden más de una imaginación desenfrenada que de aquel amor a la sencillez y a la verdad, que tanto brilla en los Sagrados Libros aun del Antiguo Testamento, de suerte que nuestros hagiógrafos deben ser tenidos como manifiestamente superiores a los antiguos escritores profanos» (n.38-39).

4) Sobre la equidad en juzgar las soluciones nuevas dice Pío XII: «El intérprete católico..., sinceramente devoto a la santa Madre Iglesia, por nada debe cejar en su empeño de emprender una y otra vez las cuestiones difíciles no desenmarañadas todavía, no sólo para refutar lo que opongan los adversarios, sino para esforzarse en hallar una explicación sólida, que de una parte concuerde con la doctrina de la Iglesia, y nominalmente con lo por ella enseñado acerca de la inmunidad de todo error en la Sagrada Escritura, y de otra satisfaga también debidamente a las conclusiones ciertas de las disciplinas profanas. Y por lo que hace a los conatos de estos estrenuos operarios de la viña del Señor, recuerden todos los demás hijos de la Iglesia que no sólo se han de juzgar con equidad y justicia, sino también con suma caridad; los cuales, a la verdad, deben estar alejados de aquel espíritu poco prudente, con el que se juzga que todo lo nuevo, por lo mismo de serlo, debe ser impugnado o tenerse por sospechoso» (n.25). Consiguientemente, es injusto y temerario atacar, por ser nueva, una solución si concuerda con la doctrina de la Iglesia, sobre todo en lo que enseña sobre la ausencia de todo error en la Sagrada Escritura. Tales soluciones nuevas aprueba el Pontífice, no las nuevas teorías que atenúan la verdad de la Escritura.

4. CRITERIO DE LA INSPIRACIÓN.

Criterio es el distintivo o contraseña de la verdad, esto es, la señal que sirve de norma segura para discernir lo verdadero de lo falso. Se busca ahora el criterio universal de la divina inspiración, un criterio que sirva para conocer con toda certeza cuáles son, todos y solos, los libros inspirados por Dios.

Las verdades reveladas por Dios, entre las cuales se halla el hecho de la divina inspiración, se conocen por dos conductos distintos: la divina tradición y la Sagrada Escritura. Divina tradición es la doctrina de Jesucristo confiada o entregada a los Apóstoles y transmitida por ellos oralmente a sus sucesores en la función docente, es decir, al Magisterio eclesiástico, y providencialmente conservada en los escritos de los Santos Padres.

La divina tradición puede servir, y de hecho sirve, de criterio para conocer con toda certeza cuáles sean los libros inspirados. Tanto el Magisterio eclesiástico, Romanos Pontífices y Concilios, como los Santos Padres en sus escritos, enseñan con toda precisión cuáles son en concreto los libros inspirados por Dios, todos ellos y solos ellos, y declaran, además, que el criterio para discernir los libros inspirados de los apócrifos es el Testimonio de los Apóstoles, transmitido de generación en generación y conservado en la Iglesia. Tal es la tesis católica, tan clara como segura.

La Escritura, en cambio, no sirve, ni puede servir, como criterio universal de la divina inspiración. No sirve, porque no existe en toda la Escritura una declaración que .comprenda todos los libros inspirados. Ni puede servir, sin petición de principio; pues para conocerse con certeza de fe por la Escritura cuáles sean los libros inspirados, debería presuponerse ya la divina inspiración de la Escritura, que es precisamente lo que se trata de demostrar.

De ahí el conflicto o atolladero en que se halla el protestantismo para asentar y afianzar la tesis fundamental de la divina inspiración de la Escritura. Rechazando el Magisterio eclesiástico, instituido por el mismo Jesucristo (Mt 28,18 20; Me 16,15...), y recusando la tradición apostólica, proclamada por San Pablo (1 Cor 11,2; 2 Tes 2,15; 3,6), y no hallando en la Escritura el testimonio deseado, se han visto en la precisión de inventar otros criterios de la inspiración bíblica: la sublirnidad de las mismas Escrituras, una revelación individual del Espíritu Santo, los sentimientos piadosos que despierta la lectura de la Biblia... Mas, prescindiendo de la ineptitud manifiesta de semejantes criterios y de los resultados contradictorios que han dado, subsiste la dificultad insoluble de que tales criterios no constan en la Escritura y que, por tanto, no pueden servir para conocer con certeza de fe cuáles sean en definitiva los libros divinamente inspirados. De lo cual resulta, finalmente, que la divina inspiración de la Escritura, base y clave de todo el sistema protestante, no puede ser objeto de la fe. Contradicción palmaria: el objeto primordial de la fe y base de todo el sistema de la fe no puede ser conocido con certeza de fe, no puede ser objeto de la fe. Esta contradicción fundamental señala con el dedo la falsedad del sistema protestante, basado todo él en una evidente contradicción.

______________________________

Fuente: Sagrada Biblia Bover-Cantera, 4ª Ed. 1957, págs. 6-15.