La confesión sacramental

LA CONFESIÓN SACRAMENTAL

1. Uno de los temas doctrinales más maltratados actualmente en algunos sectores eclesiásticos -junto a otros desórdenes y errores dogmáticos, morales y disciplinares, y como consecuencia de ellos- es todo lo que se refiere a la noción de pecado y a la naturaleza del sacramento de la Penitencia. Dentro de este ambiente, se advierte en ocasiones que algunos sacerdotes, sobre todo entre los jóvenes, están cada día menos atentos al ministerio de la confesión y entre los cristianos en general, en no pocos lugares, se da una grave disminución de la frecuencia con que reciben este sacramento.
2. Algunos propugnan una noción de pecado en la que desaparece todo su sentido de ofensa a Dios, reduciéndolo a su aspecto de ofensa y separación de los demás hombres, especialmente en su realidad comunitaria. Según esas teorías erróneas, Dios no puede ser ofendido por un nombre, y por tanto sólo es pecado aquello que daña (desune) a la comunidad eclesial. Este daño es, además, frecuentemente reducido al terreno socio-económico: el pecado social.
3. Otros, aun conservando la idea de ofensa a Dios, afirman que la persona humana se encuentra sometida a unos condicionamientos psicológicos y sociológicos tales que, en la práctica, es imposible cometer un pecado mortal, que se daría sólo -según esas falsas teorías- en el caso de la pertinacia consciente y libre en el mal, o en una lúcida opción final en el instante de la muerte.
4. Unido a esto, la reducción de lo sobrenatural a lo meramente natural -cfr. guión nº 7 de ref avH 10/70- hace que se silencie o niegue la realidad ontológica de la pérdida de la gracia santificante, por lo que de modo inmediato se sigue el silenciar o negar la distinción entre pecado mortal y pecado venial.
5. Entre los factores que han determinado esta situación, pueden señalarse los siguientes:
a) la disolución de los principios morales en el relativismo ético de distintas culturas y de diversos momentos históricos, que provoca que muchos no sepan ya qué es pecado y qué no lo es, en particular por lo que se refiere al sexto mandamiento, llegándose incluso a perder el verdadero y propio sentido del pecado, como ofensa a Dios;
b) los errores sobre la naturaleza de los sacramentos, que pretenden reducir a simples ritos, encaminados a manifestar ante la comunidad las disposiciones personales y que, por tanto, conducen al desprecio teórico y práctico de la confesión auricular y secreta, que es calificada como una práctica individualista, apta sólo para tranquilizar artificial-mente conciencias inmaduras. El perdón del pecado provendría de la reconciliación con la comunidad a través de un acto penitencial comunitario, en el que todos reconocen genéricamente su condición de pecadores, sin necesidad de manifestar en concreto el número y especie de sus pecados;
c) otros, aun considerando el aspecto de ofensa a Dios que todo pecado lleva consigo (n. 3), con frecuencia niegan que haga falta la confesión para comulgar en caso de tener, conciencia de pecado mortal (bastaría el acto de contrición, y además –dicen- esa conciencia procedería muchas veces de inmadurez), o desaconsejan la confesión frecuente, afirmando que no debe hacerse más que una vez al año, y esto únicamente en el caso de haber cometido claramente pecados mortales;
d) esa negación del valor o de la necesidad de la confesión auricular responde también a un intento -planteado de manera más o menos consciente- de hacer fácil la vida cristiana, no presentando en su integridad las exigencias personales, que quedan de algún modo encubiertas en el anonimato de la comunidad: exige menos esfuerzo considerarse incluido en una responsabilidad colectiva, y siempre desagrada a la soberbia humana reconocer y manifestar los propios pecados. También para algunos sacerdotes resulta más cómodo -aunque no responde a una actitud de verdadero servicio- dedicarse a otros quehaceres, en lugar de oír las confesiones de los fieles.
Por todo esto, conviene recordar algunos puntos fundamentales de la doctrina de la Iglesia sobre el sacramento de la Penitencia.
6. Cristo prometió este sacramento cuando dijo a los Apostóles: Amen dico vobis, quaecumque alligaveritis super terram, erunt ligata et in coelo; et quaecumque solveritis super terram, erunt soluta et in coelo (Mat. XVIII, 18); y más tarde, después de la Resurrección, el Señor instituyó la Penitencia con estas palabras que nos relata San Juan:Accipite Spiritum Sanctum; quorum remiseritis percata, remittuntur eis; et quorum retinueritis, retenta sunt (Ioan. XX, 23). De las palabras de Jesús, se deduce que este sacramento fue instituido ad modum iudicii, a modo de juicio en el que los Apóstoles y sus sucesores debían juzgar los pecados de los cristianos y, gracias a la potestas clavium, dar sentencia sobre ellos, remitiendo o reteniendo, según las disposiciones del penitente (cfr. Conc. de Trento, ses. XIV,De Poenitentia, c, 5, Dz. 899).
7. De su institución a modo de juicio se deduce que el único ministro válido de este sacramento es el sacerdote que tiene la facultad de absolver, pues estas palabras van dirigidas sólo a los Apóstoles y sus sucesores (cfr. ibid., c.6, Dz.902). Pero, para que el sacerdote pueda constituirse en juez de los pecados del penitente, necesita de la potestad de jurisdicción, de tal modo que es nula la absolución impartida por el sacerdote a un fiel sobre el que no tenga potestad ordinaria o delegada (cfr. ibid. c.7, Dz. 903).
8. El sacramento de la Confesión es necesario con necesidad de medio para perdonar los pecados cometidos después del Bautismo. Y el Magisterio de la Iglesia es tajante a este respecto: "Para los caídos después del Bautismo, el sacramento de la Penitencia es tan necesario, como el mismo Bautismo para los aún no regenerados" (Conc. de Trento, ses. XIV, De Poenitentia. c.2, Dz. 895). Y la razón es muy sencilla, pues la remisión de los pecados es efecto de la gracia, y ésta se obtiene por los sacramentos: no se la comunica el hombre a sí mismo, sino que Dios nos la da a través de los sacramentos que Él ha instituido.
La Iglesia, preocupada por el bien de las almas, ha concretado este mandato divino en el precepto de la confesión anual: "Si alguno dijere que la confesión de todos los pecados, cual la guarda la Iglesia, es imposible y una tradición humana que debe ser abolida por los piadosos; o que no están obligados a ello una vez al año todos los fieles de Cristo de uno y otro sexo, conforme a la constitución del gran concilio de Letrán, y que, por ende, hay que persuadir a los fieles de que no se confiesen en el tiempo de Cuaresma, sea anatema" (Conc. de Trento, ses. XIV, De Poenitentia, can, 8, Dz. 918).
Este precepto se refiere sólo a los pecados mortales no perdonados antes, directamente, y obliga -como se ve en las palabras del concilio- a todo bautizado, desde que tiene uso de razón (cfr. San Pío X, decr. Quam singulari, 8-VII-1910, Denz-Schön.3530ss.).
El precepto de la Iglesia establece, por decirlo así, el mínimo imprescindible para poder llevar una vida cristiana. Pero para poder alcanzar la meta a la que todos los cristianos estamos llamados -la santidad-, es necesaria, de ordinario, la confesión frecuente, cuya práctica ha sido recomendada vivamente por el Magisterio de la Iglesia como un medio insustituible que purifica el alma y la llena de gracia y fortaleza.
9. La necesidad de la penitencia y la utilidad de la confesión frecuente no resultan difíciles de ver, conociendo los efectos que este sacramento produce en el alma del cristiano:
a) Reconcilia al hombre con Dios (cfr. Conc, de Trento, ses. XIV, De Poenitentia, c.3, Dz. 89b), es decir, produce la gracia santificante y remite la mancha que el pecado había dejado en el alma. Perdona todos los pecados mortales, su culpa y el reato de pena eterna; pero no borra todas las reliquias que el pecado deja en el alma, es decir, el apegamiento desordenado a las criaturas, aunque la sanación de la gracia en la voluntad hace que ésta sea más firme y decidida en su lucha contra las tentaciones. La pena temporal, en cambio, "como enseñan las Sagradas Escrituras, no siempre se perdona toda" (Conc. de Trento, ses.VI, De Iustificatione, c.14, Dz. 807): depende de la intensidad de la contrición y de las disposiciones personales del penitente;
b) perdona los pecados veniales de los que se tenga contrición al menos virtual (cfr. S.Th., III, q.87, a.l)y restituye todas las virtudes y los méritos que, in caritate facta, con el pecado se habían perdido;
c) produce un particular auxilio divino para evitar los pecados, especialmente aquellos de los que el sujeto se ha confesado: es la gracia sacramental propia de este sacramento.
Por todo esto, se ve que la confesión frecuente es muy conveniente para aumentar la gracia habitual, para luchar contra los pecados y, especialmente, para evitar el pecado venial ya arraigado.
10. Para la integridad del sacramento y para la plena remisión de los pecados, Jesucristo, al instituir la Penitencia, estableció como quasi-materia de este sacramento los actos del penitente: contrición, confesión y satisfacción de los pecados:
a) la contrición es un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con el propósito de no volver a pecar (cfr. Conc. de Trento, ses, XIV, De Poenitentia, c.4, Dz.897-898). Por tanto, es un dolor interno; no tiene por qué tener unas manifestaciones sensibles; sobrenatural: tanto por su origen –causado por Dios-, como por sus motivos -que han de ser sobrenaturales- y por su fin -conseguir la remisión de los pecados-; sumo: como referido al sumo mal que es el pecado, que impide-la consecución del fin último; y, por último, la contrición ha de ser universal: debe abarcar todos y cada uno de los pecados mortales para que la confesión sea válida.
La contrición perfecta reconcilia con Dios ya antes de recibir efectivamente el sacramento, pero esta reconciliación no debe atribuirse a la contrición sin el deseo de recibir el sacramento: la contrición perfecta no exime de la confesión oral de los pecados, porque sería contradictorio un auténtico dolor de los pecados y el rechazo del precepto divino de confesarlos; y, por otra parte, en cuanto que -además de ofensa a Dios— el pecado es también ofensa a la Iglesia, debe ser perdonado por la Iglesia misma, a través de su representante autorizado, el sacerdote. Pero nadie puede estar seguro de que su contrición sea tan perfecta que perdone realmente sus pecados, y, por eso, en el caso de que se vaya a comulgar, hacerlo sin confesión sería exponerse a un sacrilegio;
b) la confesión sacramental fue instituida, y es necesaria para la salvación, por derecho divino. Y "si alguien dijere que el modo de confesarse secretamente con solo el sacerdote, que la Iglesia Católica observó desde el principio y sigue observando, es ajeno a la institución y mandato de Cristo, y una invención humana, sea anatema" (Conc. de Trento, ses. XIV, De Poenitentia, can. 6, Dz.9l6).
También por derecho divino, la confesión ha de seríntegra: se han de confesar todos los pecados mortales después de hacer un diligente examen: también los ocultos, y los internos, y las circunstancias que mutan la especie del pecado: lo único que excusa de la integridad es la imposibilidad (cfr. ibid. Can. 7 Dz.917).
La práctica de la confesión secreta también se ve como muy conveniente porque manifestando el penitente al ministro de Dios el estado de la propia alma sin ocultar nada, evita sin embargo la difamación y el escándalo. Por otra parte, lo mismo que el pecado es radicalmente personal, conviene que lo sea también el sacramento que lo perdona.
Sólo en casos muy especiales, cuando es realmente imposible la confesión individual de los pecados, el sacerdote puede impartir la absolución general a un grupo de penitentes -sin necesidad de que éstos manifiesten entonces el número y la especie de sus pecados-, con una exhortación que les mueva a hacer un acto de contrición; pero en la próxima confesión tienen obligación de acusarse de aquellos pecados (cfr. S.C. Pro Doctrina Fidei, Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impertiendam, I-II, AAS. 63. 1972. p.511);
c) la satisfacción es el cumplimiento de las penas que el sacerdote impone en la absolución de los pecados, en conformidad con la gravedad" de los mismos y según las disposiciones del penitente (cfr. Conc. de Trento, ses. XIV,De Poenitentia, c.8, Dz. 905). Cuando el sacerdote impone las penas a los que se confiesan de sus pecados, lo hace en virtud de la potestas clavium; desliga de los pecados y liga al penitente con unas penas para saldar la pena temporal debida por aquellos (cfr, ibid.,can. 15, Dz. 925). También se puede satisfacer -estando en gracia- con penas espontáneamente tomadas por nosotros y llevando bien las contrariedades de la vida presente (cfr. San Pío V, Bula Ex omnibus afflictionibus, l-X-1567, Dz. 1059 y 1077).
11. Para justificar los errores anteriores -en éste como en otros muchos campos-, hay quienes pretenden apoyarse en un vago y genérico espíritu postconciliar, hecho de tópicos y de ignorancia de lo que de hecho ha declarado el concilio Vaticano II. Por el contrario, en los textos del último concilio se encuentran, entre otras, las siguientes referencias expresas a la naturaleza del pecado y a la confesión sacramental:
a) el pecado es primariamente una ofensa a Dios: "juntamente con las consecuencias sociales del pecado, se ha de enseñar a los fieles la naturaleza propia de la penitencia, por la que se detesta el pecado en cuanto es ofensa a Dios" (Const. Sacrosanctum Concilium, n. 109.);
b) por tanto, en el sacramento de la Penitencia se consigue, en primer lugar, una reconciliación con Dios: "Los fieles que se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa que le han inferido, y a la vez se reconcilian con la Iglesia, a la que han causado una herida con su pecado" (Const. dogm. Lumen Gentium, n. 11). "Por el sacramento de la Penitencia, los Presbíteros reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia" (Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 5);
c) los presbíteros deben dedicar generosamente su tiempo a oír las confesiones de los fieles: "Tengan en cuenta los párrocos que el sacramento de la Penitencia contribuye eficacísimamente a fomentar la vida cristiana; por eso, han de estar fácilmente dispuestos a oír las confesiones de los fieles" (Decr. Christus Dominus. n. 30; cfr. Decr.Presbyterorum Ordinis, n, 13).
12. Por otra parte, muchos de esos errores y desórdenes no son nuevos, y han sido más de una vez reprobados expresamente por la Iglesia. Entre otras declaraciones del Magisterio, hay que tener en cuenta las siguientes:
a) la contrición perfecta sólo perdona los pecados mortales si va acompañada del deseo de recibir el sacramento de la Penitencia: "Aunque sucede a veces que la contrición perfecta reconcilia al hombre con Dios antes de recibir el sacramento de la Penitencia, tal reconciliación no puede atribuirse a la contrición sin el deseo del sacramento, que va incluido en ella" (Conc. De Trento, ses, XIV, De Poenitentia. c.4, Dz. 898);
b) por derecho divino es necesaria la confesión íntegra de los pecados mortales cometidos después del Bautismo: "Por la institución del sacramento de la Penitencia entendió siempre la Iglesia que fue también instituida por el Señor la confesión íntegra de los pecados, y que es por derecho divino necesaria a todos los que han caído después del Bautismo… Consta, en efecto, que los sacerdotes no hubieran podido ejercer este juicio sin conocer la causa, ni guardar equidad en la imposición de las penas, si los fieles declarasen sus pecados sólo en general y no en especie y uno por uno. De aquí se deduce que es necesario que los fieles refieran en la confesión todos los pecados mortales de que tienen conciencia después de diligente examen" (ibid., c.5, Dz. 899; cfr. Dz.437, 574 a, 699, 724, 726, 916, 917);
c) quien está en pecado mortal, no puede recibir la Comunión sin haberse confesado antes: "Y para que tan gran Sacramento (la Eucaristía) no sea recibido indignamente, y por tanto para muerte y condenación, este santo Concilio establece y declara que aquellos a quienes grave conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se consideren, deben necesariamente hacer previa confesión sacramental, siempre que haya un confesor" (Conc. De Trento, Ses. XIII, De Eucharistia, can. 11, Dz.893, cfr. Dz.880);
d) es bueno, aunque no necesario, acusarse también de los pecados veniales: cfr. Conc., de Trento, ses, XIV, De Poenitentia, c.5, Dz, 899; cfr, también Dz.748, 917, 1539 y Denz-Schön. 3818;
e) respecto a la confesión auricular secreta, declara el Concilio Tridentino: "Habiendo sido siempre recomendada por aquellos santísimos y antiquísimos Padres, con unánime sentir, la confesión secreta sacramental que usó desde el principio la Santa Iglesia y ahora también usa, manifiestamente se rechaza la vana calumnia de aquellos que no se avergüenzan de enseñar que es ajena al mandamiento divino y un invento humano" (ibid., c.5, Dz. 901);
f) es un grave abuso impartir una absolución general, fuera de los casos excepcionales en que la Iglesia lo permite (cfr. S.C. Doctrina Fidei, Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impertiendam, XIII, AAS, 63, 1972, p. 514).
13. Estas circunstancias nos hacen sentir de modo especial la necesidad de dar doctrina -la doctrina que siempre ha enseñado la Iglesia- sobre el sacramento de la Penitencia, que es además un punto fundamental de la acción pastoral de la Iglesia en la dirección espiritual, para la formación de una recta conciencia cristiana. Es preciso también vivir y presentar a los demás el cristianismo en la plenitud de sus exigencias personales, sin hacer -sería una traición a la verdad y un grave daño a las almas- concesiones a lo fácil, con una disminución arbitraria de las obligaciones que lleva consigo:
a) en el apostolado personal de cada uno, y en los medios de formación, se ha de insistir con especial frecuencia en el valor sacramental de la confesión auricular, en su necesidad, etc.;
b) por su parte, los sacerdotes deben predicar con especial frecuencia sobre la necesidad y el valor de la confesión auricular y del modo de hacerla, y han de poner los medios para desempeñar, de modo cada vez más intenso y continuo, esta parte fundamental de su ministerio.

LA CONFESIÓN SACRAMENTAL

A) Los sacramentos

"Los sacramentos están destinados a dos cosas: a ser remedio contra el pecado y a perfeccionar al alma en lo que respecta al culto de Dios" (S. Th. III, 63,1).
Así pues, los sacramentos tienen una eminente función positiva: santifican nuestra vida, la orientan hacia Cristo y nos incorporan a El, nos santifican en Cristo para gloria de Dios. No sólo son remedio para nuestra debilidad, sino que son invitación y don del amor divino. Por ellos tomamos parte en la acción cultual de la Iglesia, la glorificación de Dios.
Y todo esto, no sólo se hace a la medida de nuestra buena voluntad, sino con la medida de plenitud objetiva -ex opere operato- de los méritos de Cristo.

B) La Confesión como sacramento
"Jesucristo fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación" (Rom. IV, 25). La confesión nos hace participar en la Pasión de Cristo y, por sus merecimientos, en su Resurrección. En cada confesión se obra una resurrección, un re-nacimiento en la vida de la gracia, tanto más hondo y completo cuanto más profunda y dolorosa fue la confesión.
Así pues, el sacramento de la penitencia, respecto del culto, restablece al pecador "en su prístino estado" (S.Th., III, 63,6). La satisfacción sacramental del penitente se incorpora de una manera muy particular a la satisfacción del sacrificio de Cristo: por eso es un acto de culto en un sentido muy profundo.
Además, en la confesión, el alma recibe luces de Dios y un aumento de sus fuerzas: gracias especiales para combatir las inclinaciones confesadas, para evitar las ocasiones que se temen, para no reincidir en las faltas cometidas.
Y, como consecuencia de todo, el alma sale de la confesión inundada de paz: "Si alguno es una nueva criatura en Cristo, acabóse lo que era viejo: y todo viene a ser nuevo, pues que todo ha sido renovado; y todo ello es obra de Dios, el cual nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo"...(II Cor., V, 17-18).

C) La Confesión frecuente
"Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros" (I Io., 1,8). A la luz de este hecho y de la doctrina anterior se comprende fácilmente que "la mejor devoción es una confesión contrita" (cn VI-62, p.24), que “una de las mejores devociones es confesarse bien”(cn VI-64, p. 5) (del Padre).
Confesión frecuente, o por devoción, que se reitera precisamente por estas dos razones: como remedio de los pecados veniales y de las faltas de las que ninguno estamos libres; y por el encuentro personal o identificación con Cristo que el sacramento supone, materializa por así decirlo. "Toda la formación espiritual de los Supernumerarios -como la de los otros socios del Opus Dei- va encaminada a simplificar su vida interior de hijos de Dios. El conocimiento de esta filiación... les mete en el alma un afán de desagravio y de santidad, que les lleva a cultivar expresamente, en su vida interior, el aborrecimiento del pecado venial"(Instr.sg, n. 48).

a) No es estrictamente necesaria
En términos de necesidad absoluta -de medio o de precepto- confesarse frecuentemente por las razones antedichas, ni es el único remedio que Dios nos ha proporcionado (están también los restantes sacramentos, sobre todo la Eucaristía, y los sacramentales), ni el precepto eclesiástico obliga a confesarse más que a los cristianos conscientes de estar en pecado mortal, "al menos una vez al años, o antes, si espera peligro de muerte o si ha de comulgar" (Cat. de Trento).
Recomendamos a los católicos las prácticas de piedad que parecen convenientes a las necesidades de su alma -la confesión semanal o la comunión frecuente-, para que las adopten si lo desean. Pero no las imponemos, porque no tenemos derecho”. (Carta, Sacerdotes iam, 2-II-1945. n.36)

b) Es lícita
El Concilio de Trento recoge la tradicional doctrina sobre la penitencia, expuesta por Santo Tomás con las siguientes palabras: "(El sacramento de) la penitencia existe también propiamente para los pecados veniales, en cuanto que son voluntarios -pues propiamente hablamos de arrepentirse (poenitere) al referirnos a lo que voluntariamente hicimos. Sin embargo, no fue instituido principalmente en razón de ellos, sino de los mortales" (S.Th., III, 84, ad 3).
Y, puesto que con frecuencia caemos en faltas y pecados veniales, toda esta doctrina, que propiamente se aplica a la confesión por devoción, ha de aplicarse a la confesión frecuente.

c) Es conveniente
Dios nos llama a la santidad: ha instituido un sacramento remedio de nuestra debilidad, aplicación concreta y personal de los méritos de la pasión de Cristo con el que nos hemos de identificar; y también de hecho somos débiles pero libres, de modo que sin una conversión interior o apertura voluntaria a Cristo con rechazo de lo que nos separa de El, no llegaremos a esa identificación: pues bien, Dios, de hecho, consagra esa actitud de conversión -de los males saca bienes- haciéndola materia del sacramento.
Podemos esquematizar así las razones de conveniencia:

a) evitar los estados habituales de tibieza
"Como Dios, que es rico en misericordia (Eph. 11,4) sabe bien de qué barro hemos sido hechos (Ps. CII,l4), preparó un remedio de vida para los que después del Bautismo se hubiesen entregado a la servidumbre del pecado y al poder del demonio: el sacramento de la Penitencia, por el que se aplica a los caídos después del bautismo el beneficio de la muerte de Cristo" (C. de Trento, DZ. 894).
“... como es tan bueno, en el sacramento de la penitencia perdona nuestros pecados y nos da la fuerza necesaria para volver de nuevo a la lucha, para no pecar” (obr.II-68, p.9).
“... la falta de amor de Dios y amor a las almas; que haga una buena Confidencia y una buena confesión, para volver a su fervor” (Instr.sm, n.108").

b)"salir del anonimato" con un encuentro personal y objetivo con Cristo.
En el sacramento el creyente queda libre de toda inseguridad subjetiva sobre la realidad de su encuentro personal con Cristo. Es la presencia operante de Dios que nos asegura su real acción salvadora y santificadora (opus operatum).
"¿Ves esta escena sorprendente? -Domine, si vis potes me inundare! ... ¿Y tú y yo, después de contemplar esta conversación enternecedora, no podremos acercarnos a Chisto, seguros de que nos espera con los brazos abiertos?... Tú, que tantas veces sientes el deseo de repetir las palabras de Pedro, que era la fe personificada, “peccator sum”, soy un pobre pecador; tú, en el fondo de tu corazón, ves que te hace falta... "Anda, preséntate al sacerdote..." ¿Lo ves? Piensa en cambio en la esterilidad de aquellos que no quieren obedecer, que dicen que no pueden obedecer. Y quizás en esos momentos tienen razones, pero lo que en el fondo les sucede es que no quieren ser limpios, que no quieren poner les medios para recibir la gracia" (cn X-65, p.56-57).

c) la eficacia de la palabra de Cristo -Buen Pastor-aplicada personalmente a nuestra situación concreta.
Jesús llama una a una a sus ovejas. Ego redemi te et vocavi te nomine tuo. "No es una mera excitación y amonestación saludable (la confesión), sino palabras que realizan y confieren la salvación, dirigiéndose a nuestra libre voluntad para darnos un nuevo ser. El ministro y el signo sacramental no son más que instrumentos por los que obra el verdadero operante, que es Cristo: virtute praesens" (cfr. Mediator Dei, AAS 39 (1947) p.528).
Es sugestivo considerar (Io. XXI, 15 ss.) que Jesucristo pide a Pedro un triple arrepentimiento, obligándole a contestar reiteradamente "Señor, tu sabes que te amo"; no le reprende directamente de la falta cometida, sino que le impulsa a amar, insistiendo en que esos actos de amor sean frecuentes. Esto encaja perfectamente con la manera de ser humana (voluntad débil que fortifica sus actos con el impulso de hábitos, de instancias repetidas). Lo que nos obliga a la confesión frecuente no es una ley externa, sino el apremiante amor de Cristo, el deseo de crecer en santidad.
Así pues, la llamada personal que Dios nos hace (vocación, vocación cristiana) pide una respuesta de fidelidad, que Dios nos facilita sacramentalmente en lo concreto: “Desde que te entregaste al Señor has corrido bastante. Sin embargo, ¿no es verdad que quedan aún tantas cosas, tantos puntos de soberbia, de desconocimiento de tu pobreza personal; que aún hay rincones de tu alma sin limpiar; que aún admites quizás ideas y pensamientos que no están dentro del camino divino, que has escogido en la tierra?” (cn II-62,p,7)•

d) Falsas razones en contra de la confesión frecuente
No es la primera vez, en este tiempo, que se alzan voces contra esta práctica tradicional en la Iglesia. Aparte de las razones "personales" que puedan tener para no agradarles la práctica de la confesión frecuente, se aducen las siguientes razones "objetivas":
a) el peligro de rutina.
La desvalorización subjetiva junto con los modos corrompidos de hacer, son riesgos inherentes al uso reiterado de toda cosa buena. Pero sería absurdo privarse de esa cosa buena por el peligro real de que la minoremos con nuestros defectos. El perjuicio de omitir la confesión frecuente es siempre mayor que el causado por no aprovechar plenamente todos sus bienes. Más aun, muchas veces vienen ventajas de iterar la confesión de los pecados: así Benedicto XI ("Inter cunctas", constitución de 17-II-1304) aprueba la costumbre de confesar los pecados ya perdonados en anteriores confesiones: "Aunque... no sea necesaria, juzgados saludable que se repita la confesión de los mismos pecados propter erubescentiam, quae magna est paenitentia pars..." (D. B. 476)
b) Se realza el sacramento de la Penitencia si lo hacemos servir sólo para lo esencial que fue instituido.
Esta objeción es el calco de la anterior, pero desde el punto de vista del objeto. La contestación del Magisterio es tajante: "(sobre) la declaración del sínodo (de Pistoia) acerca de la confesión de pecados veniales, que dice ser optativa, pero que no debe frecuentarse tanto, para que no se vuelvan despreciables tales confesiones: (doctrina) temeraria, perniciosa, contraria a la praxis -aprobada por el S.C. de Trento- de los santos y de los piadosos" (D.B. 1539).
c) Los conflictos que la confesión frecuente desencadena en los escrupulosos, o el mismo hecho de fomentar la escrupulosidad o la desconfianza en la misericordia de Dios al aconsejar arrepentirse y confesar multitud de veces las mismas cosas.
Praxis de todos los confesores sensatos ha sido y será siempre desaconsejar la confesión frecuente en estos casos, mientras dure la situación. Mejor todavía harán al aprovechar esta circunstancia del deseo de reiterar la confesión para formar al penitente en el enfoque positivo con que debe acercarse al sacramento de la reconciliación.
d) La desvalorización de los otros sacramentos (principalmente de la Eucaristía) y de los sacramentales, que tienen una función directa de remedio del pecado venial, mientras que la Penitencia sacramental no.
Recuérdese la distinción de Santo Tomás antes apuntada (pág. 2: S.Th. III, 84, ad 3) y cómo subraya que la confesión existe también propiamente para los pecados veniales. Además, precisamente todos los sacramentos y sacramentales se centran en la Eucaristía, a la que realzan y preparan. Luego la verdad es justamente la contraria: la confesión frecuente refuerza el fruto, y la disposición previa, respecto a la Eucaristía.

D) Conclusión

Sigue vigente el criterio perenne del Magisterio:
Pío XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-43:
"Esto mismo sucede con las falsas opiniones de los que aseguran que no hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente de los pecados veniales, cuando tenemos aquella más aventajada confesión general que la Esposa de Cristo hace cada día con sus hijos, unidos a ella en el Señor por medio de los sacerdotes que están para acercarse al altar de Dios. Cierto que... estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y muy loables maneras; pero para progresar cada día con más fervor en el camino de la virtud queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo, con el que aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, sé desarraigan las malas costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del sacramento. Adviertan pues los que disminuyen y rebajan el aprecio de la confesión frecuente entre los jóvenes clérigos, que acometen una empresa extraña al Espíritu de Cristo."
Pío XII, Enc. Mediator Dei. 3-IX-43, ap. IV, A):
"Y ya que ciertas opiniones que algunos propagan sobre la frecuente confesión de los pecados son enteramente ajenas al Espíritu de Jesucristo y de su inmaculada Esposa, y realmente funestas para la vida espiritual, recordamos aquí lo que sobre ello escribimos con gran dolor en Nuestra Encíclica Mystici Corporis, y una vez más insistimos en que, lo que allí expusimos con palabras gravísimas, lo hagáis meditar seriamente a vuestra grey y, sobre todo, a los aspirantes al sacerdocio y al clero joven, y lo hagáis dócilmente practicar".
Pío XII, Exhort. Menti Nostrae sobre la santidad de vida sacerdotal, 23-IX-50:
"Que no ocurra, nunca, amados hijos, que precisamente el ministro de este sacramento de reconciliación se abstenga de él... Aunque ministros de Cristo, somos, sin embargo, débiles y miserables: ¿cómo podremos, pues, subir al altar y tratar los sagrados misterios, si no procurarnos purificarnos lo más frecuentemente posible?"
Pablo VI, Exhort. 23-IV-66:
"La ascética católica y la práctica de nuestra religión, la frecuencia especialmente del sacramento de la penitencia... nos recuerdan continuamente este deber y esta necesidad de reforma: esto es, de revigorizar en nosotros la gracia de Dios, de estar vigilantes sobre nuestra fragilidad, de deplorar nuestras faltas, de reconfirmar nuestros propósitos, de reparar cada año, cada día, cada hora nuestra incurable caducidad y poner nuestras almas en condiciones siempre buenas y siempre nuevas".
En estas palabras de Pablo VI es bien ostensible la idea de fondo de todo lo anteriormente expuesto: el sacramento de la penitencia alimenta y fortalece en el penitente una disposición habitual de contrición, de arrepentimiento, que se traduce de inmediato en una práctica más decidida de las virtudes cristianas.