Propuesta para el Sínodo: Predicar la VERDAD

InfoCatólica
Bruno M.

La Iglesia tiene como misión predicar la verdad: Id pues y enseñad a todas las gentes (cf. Mt 18,29). Si este encargo del mismo Cristo no se cumple, no sirve para nada el Sínodo, ni tiene sentido la Iglesia, ni merece la pena que yo escriba y los lectores lean este artículo.
Proclamemos la verdad, enseñemos la verdad, disfrutemos de la verdad, no luchemos contra la verdad. El gran peligro del Sínodo es avergonzarse de la verdad, porque es el gran peligro de los católicos hoy. Nada hay peor que eso, puesto que avergonzarse de la verdad es lo mismo que avergonzarse de Cristo.
Digo esto tan básico porque, cuando iba a celebrarse el Sínodo extraordinario del año pasado, me llamó la atención un pobre obispo, ¡Dios le perdone!, que dijo algo así como “no estamos aquí para volver a repetir lo mismo”. Es una de esas frases escalofriantes que uno lee dos veces, para comprobar que ha leído bien y que realmente provienen de los labios de un obispo católico. Como diría San Pablo, sin embargo, oportet haereses esse (cf. 1Co 11,19), que podríamos traducir libremente así: conviene que haya quien diga barbaridades para que quede claro que son barbaridades y haya ocasión de reafirmar la verdad contraria.
Aquel pobre obispo no parecía recordar que la misión del apóstol cristiano es, precisamente, así de humilde: os transmití lo que a mi vez recibí (cf. 1Co 15,3). El cristiano no está llamado a transmitir sus elucubraciones, descubrimientos, aportaciones y genialidades, sino lo que ha recibido. En ese sentido, todos en la Iglesia estamos aquí únicamente para volver a repetir lo mismo, porque hay un solo Maestro, una sola Verdad y una sola Fe. Cuando un cristiano se empeña en rodearse de maestros por afán de novedades, apartando los oídos de la verdad (cf. 2Tm 4,3-4), se ha convertido en sal sosa, que ya no sirve para nada más que para echarla fuera y que la gente la pisotee (cf. Mt 5,13). Cumplamos el mandato de San Pablo a Timoteo: hazte fuerte en la gracia de Cristo Jesús, y lo que has oído de mí, a través de muchos testigos, esto mismo confíalo a hombres fieles, capaces a su vez de enseñar a otro (2Tim 2,1-2). Esto es perseverar en escuchar la enseñanza de los apóstoles (Hch 2,42).
La absurda idea de que lo importante es cómo decimos las cosas, hallar formas nuevas de expresarlas o, peor aún, cambiarlas para que se ajusten a lo que desea cada época viene de no creerse que llevamos este tesoro en vasos de barro. Lo importante es el tesoro, no el pobre cacharro en que lo llevamos, por mucho que sea nuevo y reluciente o lo pintemos de todos los colores del arco iris. Primero asegurémonos de que el tesoro sigue ahí y luego pidamos a Dios que nuestro barrillo no lo oculte demasiado, porque si el tesoro no está, el barro no sirve para nada.
La frase del obispo me pareció especialmente sangrante por ser él quien era, ya que las Iglesias locales de su país y las naciones cercanas son el mejor ejemplo de que, en buena parte de la Iglesia, la verdad sobre el matrimonio lleva medio siglo sin enseñarse,más allá de loables excepciones. La doctrina matrimonial católica está prácticamente ausente de los púlpitos. En muchos seminarios, se considera normal rechazar esa doctrina y extraño y rígido mantenerla. Multitud de sacerdotes piden sin rubor que se cambie y, en la práctica, enseñan a los fieles a no guiarse por ella. Los cursillos prematrimoniales se limitan a hablar de las mismas vaguedades y lugares comunes que los libros de autoayuda de los paganos. En innumerables confesionarios, me consta, se ha estado diciendo durante décadas a los cristianos que no pasaba nada por tener relaciones prematrimoniales (siempre que hubiese “amor”), o por usar anticonceptivos (siempre que hubiese “amor y que “en conciencia” se considerase necesario o conveniente) o por “rehacer la vida” con alguien que no es el cónyuge (siempre que el “amor” se hubiese acabado). En ocasiones, incluso algunos obispos han negado la doctrina moral católica en público y han instituido políticas diocesanas en su contra. Cuando se publicó la Humanae Vitae, conferencias episcopales enteras descubrieron con horror que reafirmaba la doctrina anterior de la Iglesia y explicaron a los cristianos “adultos” que ellos no tenían por qué cumplir esos preceptos si de verdad de verdad les molestaban (que es lo que, tristemente, entendían por “en conciencia”).
¿Cuál ha sido la consecuencia de eso? La previsible: los cristianos han abandonado en masa la doctrina matrimonial católica y viven en su mayoría como vive el mundo. Las encuestas muestran una y otra vez que apenas se diferencian en su vida familiar de los que no son cristianos. Ante eso, con una desvergüenza de proporciones cósmicas, los mismos que durante años han socavado la doctrina católica en la mente de los fieles, despeñando a las ovejas que tenían que guiar, pretenden ahora que es imposible vivir la moral católica, que es demasiado dura, un “mero ideal”, algo solamente “para héroes”, “de otra época” y “siempre lo mismo”, y que no debemos entrar en “una guerra ideológica, dado que no podemos ganar”, ya que el mundo tiene a sus disposición “gigantescos medios económicos” y también “cuenta con los medios de comunicación".
¿Alguien imagina lo que sucedería en una empresa en la que las bonificaciones se dieran a los que no venden o llegan tarde todos los días, se felicitara a los departamentos cuyos productos son defectuosos y se publicasen anuncios en los que se asegura que las compañías competidoras lo hacen todo mejor? ¿O en un ejército en el que los oficiales estuvieran animando constantemente a las tropas a tirar el fusil y huir al oír el primer disparo, en el que los generales consideraran que cada derrota es una victoria y en el que los soldados valientes en lugar de ser condecorados son degradados? ¿Y si, además de todo eso, en un consejo de administración o de guerra para determinar futuras estrategias o responsabilidades, lo que se propusiese fuera dejar de fabricar buenos productos, de vender o de luchar, porque eso es sólo “para héroes”, “un mero ideal” o “siempre lo mismo”? No hace falta ser un genio para darse cuenta de que el resultado sólo podría ser el desastre.
Sin embargo, esto que tan claro tenemos todos en cualquier actividad mundana, por alguna razón no está claro para muchos, sobre todo clérigos, cuando se trata de la Iglesia. Aunque parezca mentira, piensan que lo que hay que hacer es continuar con la estrategia autodestructiva o, a ser posible, acelerarla. Salvando su posible buena fe o ignorancia, esta postura tan ajena al sentido común sólo se explica teológicamente: las tinieblas odian la luz, rechazan el “escándalo de la predicación que termina en el escándalo de la Cruz”, como dijo hace tiempo el Papa Francisco. Ancho y espacioso es el camino que lleva a perdición y muchos son los que van por él (cf. Mt 7,13).
Si la Iglesia ha sobrevivido es únicamente por la gracia de Dios y la promesa de Cristo, porque hemos hecho todo lo posible por destruirla. A pesar de los pesares, en todas las naciones antiguamente cristianas, incluso en aquellas en las que la destrucción endógena de todo lo católico está más avanzada, ha permanecido un resto fiel a la fe y a la moral de la Iglesia, unos pocos que no han doblado su rodilla ante Baal (cf. Rm 11,4), que no han recibido la marca [de la bestia] sobre su frente y en su mano (Ap 20,4), es decir, en su pensamiento y en su conducta.
Debemos señalar con toda claridad que no estamos hablando de abstrusas cuestiones teológicas o de nimiedades, sino de una elección fundamental entre la fe católica que hemos recibido e ideologías suicidas y extrañas al Evangelio. Es evidente que no podemos seguir así. El mismo Cristo nos lo advirtió: Un reino dividido contra sí mismo, no puede subsistir. Es esencial que elijamos y que el Sínodo elija: ¿Qué unión puede haber entre la luz y las tinieblas? (2Co 6,14). Si no se predica la verdad en la Iglesia, se hacen imposibles la fe, la esperanza y la propia caridad, que están basadas en ella.
A lo largo de esta serie de artículos, hablaremos sobre diversos asuntos concretos que podría tratar el Sínodo, pero de nada servirá todo eso si no queda clara cuál es la misión fundamental del Sínodo: predicar la verdad sobre la familia con claridad, sin miedo ni complejos. Y esa verdad no ha cambiado, porque Cristo no ha cambiado: Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre. No os dejéis llevar por doctrinas diversas y extrañas (Hb 13,8-9). Atenerse fielmente a esa verdad es lo que ha faltado durante décadas y no otra cosa. De esa falta de fe en la verdad que hemos recibido vienen nuestros principales problemas en éste y en todos los ámbitos, porque, como siempre ha entendido la Iglesia, no hay nada más pastoral que la verdad, enseñada con amor y misericordia. No se enciende una luz y se oculta, sino que se pone en el candelero, para que ilumine a cuantos hay en la casa (cf. Mt 5,11). Si ocultamos la verdad, estamos ocultando a Cristo.

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