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Testimonio: Ex combatiente de las Malvinas recibe el amor de Dios

El padre Aldo Trento es un popular misionero italiano en Paraguay, volcado en la acogida de enfermos. Ya contamos en ReL su conversión desde la extrema izquierda a la fe. A veces escribe en Tempi.it testimonios como este que traducimos del italiano.

- Padre, me han dicho que en la calle Asunción Flores, cerca del Tribunal de Justicia Electoral, hay un hombre cubierto de moscas, tumbado en la acera. ¿Qué hacemos?

- Hija mía, vayamos enseguida a recogerlo y lo traemos a casa.

- Pero, padre, está todo ocupado… ¿dónde lo ponemos?

- No te preocupes. En este momento, lo primero que nos pide el Señor es sacar de la calle a su hijo; después la Providencia nos indicará dónde ponerlo.

Llamo a Sor Sonia que me acompaña con la furgoneta a ese lugar; con nosotros viene Irma, la responsable de la casa de ancianos, y una enfermera.

Llegados al lugar el espectáculo es terrible: lleno de llagas, borracho, está cubierto con sus propios excrementos. El olor es insoportable. Le preguntamos su nombre y de dónde viene.

- Me llamo Eduardo, soy argentino, ex combatiente del conflicto de las Islas Malvinas [la inútil guerra entre Inglaterra y Argentina de los años ochenta, ndr].

Sólo me ha podido decir estas palabras.

Olor a Cristo
Lo agarramos con delicadeza y mucho cariño, como se alza la Hostia en la Misa; con gran esfuerzo hemos conseguido ponerlo en el asiento de delante, junto a Sor Sonia. El olor ha invadido el automóvil, un hedor insoportable. Pero, a pesar de ello, pienso dentro de mí: este olor es sagrado, es el olor de Cristo.

El Papa no has dicho que nosotros sacerdotes debemos oler a oveja, aunque en estos momento huelo a orina y excrementos… Olores que, sin duda alguna, forman parte también de la vida de un sacerdote.

Mientras volvemos a casa, Eduardo nos pregunta:

- Pero vosotros, ¿por qué hacéis esto por mí?.

Esta pregunta me ha conmovido. Y le he respondido:

- Porque tú eres Jesús crucificado y abandonado.

Eduardo ha mirado la cruz de madera que llevo en el pecho, la ha agarrado y ha dicho: «Jesús, Jesús, Jesús».

Agua y comida a la mesa

Finalmente, una vez en casa, con la ayuda de otra enfermera le hemos hecho entrar, le hemos quitado los vestidos sucios y llenos de excremento, lo hemos lavado, afeitado y puesto un pijama. La ducha le ha despertado y le ha permitido empezar a hablar y caminar.

Nos miraba con afecto cuando le hemos dado de comer una menestra de verdura y carne con pan. ¡Quién sabe cuántos años llevaba sin comer sentado a una mesa!

Antes de irme le he besado la cabeza, saludándole con afecto. Cuando nos hemos ido, nos ha saludado diciendo:

- Os agradezco las sonrisas que me habéis regalado.

Nos hemos mirado y, con lágrimas en los ojos, hemos vuelto al hospital donde nos esperaban otras personas necesitadas y abandonadas. Pero en nuestra mente volvía continuamente su gratitud.

El padre Aldo, acompañando a uno de sus ancianos

Un cambio radical
Unos días más tarde he vuelto para verle. He tenido que preguntar a la enfermera cual, entre las personas recogidas, era Eduardo. Al oír mi voz me ha reconocido, se ha levantado de la silla, me ha dado la mano y sonriendo, con su voz potente de militar, me ha dicho: «Padre, soy yo, ¡Eduardo!». No daba crédito a mis ojos por el cambio que había tenido desde esa tarde en la que lo habíamos recogido de la acera.

Me ha abrazado con mucho afecto y ha querido que me sentara a su lado. Ha querido confesarse porque tenía una gran necesidad de pedir perdón al Señor y de sentir, después de tantos años, las palabras más bellas que un hombre puede escuchar de un sacerdote: «Yo te absuelvo de todos tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Su “Amen” ha sido un lloro convulso.

Por fin ha podido experimentar la paz del perdón, la serenidad ha sustituido al odio que lo atormentaba, ese odio contra los generales que habían inventado una guerra absurda para recuperar unas islas, contra los ingleses que habían matado a sus hermanos y también contra la vida por haberle quitado todo.

¡Que potencia el sacramento de la confesión!

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