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El aceite de la vida

INFOVATICANA
25 septiembre, 2016

Un excelente largometraje que puede ser visto como una perentoria llamada de atención a nuestra triste sociedad, volcada en la defensa de la muerte como óptimo remedio contra las adversidades inherentes a la propia existencia.

José María Pérez Chaves– Desde la sección de cine de Infovaticana, pretendemos acercar el séptimo arte a todos nuestros lectores, de manera que puedan disfrutar semanalmente y en familia de la película que aquí recomendamos cada sábado. Nuestro propósito con ello, sin embargo, además del ya mencionado, no es el neto análisis técnico de los filmes que vamos sugiriendo, sino también el vivo deseo de ayudar en su profundización y de descubrir, de esta forma, toda la enjundia que encierran y los valores que nos transmiten, los cuales, muchas veces, nos alientan en nuestra vida cristiana. En este sentido, el largometraje que hoy nos ocupa, pese a sus más de veinte años de antigüedad, es un potente y actual revulsivo para la sociedad de nuestro tiempo, que se ha convertido, como vaticinó el papa san Juan Pablo II en su conocida encíclica Evangelium Vitae (1995), en una lúgubre preconizadora de la funesta cultura de la muerte.

Lorenzo es un niño que, de repente, se ve azotado por una rara enfermedad que le causa graves trastornos en su comportamiento. Cuando sus padres lo ponen en manos del especialista, este les indica que padece ALD, o adrenoleucodistrofia, una dolencia que lo abocará irremediablemente a la muerte. Tras este aciago diagnóstico, empero, estos no se resignarán a ver cómo su hijo es consumido por dicho mal, sino que comenzarán una espinosa lucha por encontrar el remedio que lo sane. Pero, en esta pugna, se enfrentarán con la incomprensión de las personas que los rodean, que no entienden su terquedad, y con la ciencia médica del momento, que se siente incapaz de hallar un resultado viable. La fuerza que uno y otro manifiestan en este combate, sin embargo, y pese a los esporádicos desánimos que los acechan, la encuentran en la esperanza de devolverle la salud a su hijo Lorenzo.

Antes de este film, su autor, George Miller, nunca había demostrado interés alguno por el género melodramático, pues, más bien al contrario, había centrado su carrera en la acción y en la comedia de terror (Mad Max. Salvajes de autopista y Las brujas de Eastwick, respectivamente, por ejemplo). Sin embargo, tras conocer la historia real del empeño de la familia de Lorenzo por librar a este de la enfermedad que lo atenazaba, decidió alterar su acostumbrado formato y ofrecer al mundo un relato íntimo y esperanzador de la lucha de unos padres por la vida de su hijo. El resultado, como hemos dicho, es un excelente largometraje, que hoy, además, puede ser visto como una perentoria llamada de atención a nuestra triste sociedad, volcada en la defensa de la muerte como óptimo remedio contra las adversidades inherentes a la propia existencia.

Ciertamente, la actualidad de nuestros días nos lleva a conocer noticias tan luctuosas como la eutanasia de menores en Bélgica o la intención de ampliar en Holanda esta misma práctica, factores que, como aseverase el citado san Juan Pablo II en su mencionado escrito, crean y consolidan “verdaderas y auténticas estructuras de pecado contra la vida”. De este modo, donde debería reinar el esfuerzo por erradicar el mal causado por una enfermedad y su consecuente alegría, gobiernan la desilusión, la eficiencia (entendida como la validez de una persona en base a sus capacidades, mermadas por el padecimiento) y la desesperanza. Esta dolorosa situación se agudiza, porque hoy la conciencia moral de cada uno está sometida, “a causa también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal: el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida”.

Este desconcierto moral al que aludía el papa se agrava cuando, al revés del dictado de la naturaleza humana, son los mismísimos progenitores quienes reclaman la muerte de su propio vástago; de este modo, el amor primero y más sagrado que conoce una persona cuando viene a este mundo, el de sus padres, se ve quebrado para siempre por una torpe resolución teñida de bondad (el manido deseo de no verla sufrir). Por supuesto, y como afirmaba el pontífice, la sociedad se sirve de los omnipresentes y persuasivos mass media para propagar su cultura de la muerte, por lo que, en muchas ocasiones, un matrimonio afligido no contempla con respecto a su hijo otra vía al margen de la que aquella le ofrece: “En nombre del progreso y la modernidad, se presentan como superados ya los valores de la fidelidad, la castidad y el sacrificio, en los que se han distinguido y siguen distinguiéndose innumerables esposas y madres cristianas”.

Al respecto, y como contraposición a esta desnaturalizada imagen de la maternidad que hoy se nos propone a modo de ejemplo, es obligado destacar el papel de Susan Sarandon, la madre de Lorenzo, que se desgasta por la salud de su propio hijo y que le devuelve el aliento a su marido cuando este lo ha perdido (atención al cruce de palabras que mantienen aquella y Nick Nolte en referencia a esto); sin duda, ella encarna el elogio y el agradecimiento del papa a todas las mujeres que entregan la vida por su prole: “A este heroísmo cotidiano pertenece el testimonio silencioso, pero, a la vez, fecundo y elocuente, de todas las madres valientes, que se dedican sin reservas a su familia, que sufren al dar a luz a sus hijos y, luego, están dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier sacrificio, para transmitirles lo mejor de sí mismas […]. Os damos las gracias, madres heroicas, por vuestro amor invencible; os damos las gracias por la intrépida confianza en Dios y en su amor; os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida”.

De esta forma, El aceite de la vida es un testigo cinematográfico de la esperanza y del arrojo cristianos; una muestra de lo que debe ser la auténtica civilización del amor, caracterizada por“tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida, realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos”, que manifiestan el grado más elevado del afecto, que es dar la vida por la persona amada, y un revulsivo, por ende, y como decíamos al principio de este texto, que aguijonea las adormecidas conciencias de nuestro tiempo, sometidas al ominoso yugo de la cultura de la muerte.

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