10 consejos de un místico a una seglar para vivir santamente

Carta del autor a una señora devota, en la cual le da algunos consejos muy necesarios para el aprovechamiento de su alma y de cualquiera que los guardare. Especialmente es de provecho para personas ocupadas que no pueden vacar libremente a la oración y contemplación.

El crecido amor que desde sus tiernos años tengo a vuestra merced en el Señor, hermana carísima, y la devoción y celo que he sentido en su alma de aprovechar en la virtud y dejar cosas que la traen desasosegada y con poco gusto, me han forzado a hacer lo que por la suya con tantas veras me manda. Y deseoso de darle un modo de gobierno espiritual breve y sin las dificultades que de ordinario se hallan en los libros que tratan de oración; de todo lo que he leído, he procurado recoger algunos consejos importantísimos para el fin que pretendemos. De ellos son generales, y que se presuponen en cualquiera estado de vida virtuosa; de ellos especiales, y que solamente sirven para quien en particular trata de componerse con Dios, y ir siempre ganando tierra y aprovechando en el servicio suyo. Comenzando, pues, por lo general (que es el orden que guarda naturaleza en sus obras), sepa vuestra merced que, según experiencia ha enseñado a todos los Santos, ninguno puede perfectamente servir a Dios si no trabaja primero en desasirse de todo en todo y desenredarse del mundo. El Apóstol lo dijo bien claro en la segunda carta que escribió a su discípulo Timoteo (2 Thim., 2): Ninguno, dice, militando a Dios y llevando su sueldo y pagas, se implica y enreda en negocios seculares, porque a sólo Aquel desea agradar al cual se dedicó. Por tanto, conviene que en ninguna manera permitamos que nuestro corazón, que es el bocado más sabroso para Dios, ande solícito por alguna criatura del mundo, sino en cuanto nos fuere de provecho para despertar en nuestra alma el fuego del divino amor; porque la muchedumbre y variedad de las cosas caducas y perecederas, rumiadas y pasadas por la memoria, no solamente perturban la paz del alma quieta y pacífica, sino que del todo la destierran de nosotros. Es necesario que, sacudida de nuestros hombros la pesadísima carga de las cosas terrenas, sin tardanza alguna corramos a Aquel que saludablemente nos convida, y en quien sólo se halla la refección cumplida de las ánimas y de la paz suma que sobrepuja todo sentido. Venid a Mí, dice Él, todos los que trabajáis y estáis cargados, que Yo os recrearé (Math., 11). Bendita sea voz de tanta piedad y de tan inefable caridad, que convida a los enemigos, exhorta a los culpados y atrae a los ingratos. Despierte vuestra merced, hermana carísima, al amor de tanta benignídad, al sabor de tanta dulcedumbre, al olor de tanta suavidad; que cierto que quien estas cosas no siente enfermo está, mentecato y vecino a la muerte. Quien tiene a Cristo, ¿qué tiene más que buscar, esperar ni desear en esta vida? Mas ¡ay!, que teniendo en Él todos los bienes y llamándonos al descanso seguimos el trabajo, convidándonos al solaz buscamos el dolor, prometiéndonos el gozo apetecemos la tristeza. Miserable enfermedad, por cierto, embaimiento perjudicial que nos tiene insensibles y peores que los simulacros o ídolos, que teniendo ojos no vemos; orejas, y no oímos; razón, y no diferenciamos entre lo dulce y amargo, entre lo bueno y lo malo, y entre la luz y las tinieblas. Levantemos ya los ojos de nuestro entendimiento a nuestro Dios, y veamos el estado mísero en que estamos postrados y caídos; que, quien éste no conociere, nunca tratará de levantarse. Acudamos con confianza al trono de su gracia, para que alcancemos misericordia en el tiempo que tanta necesidad tenemos de ella. Ya la vida nos llama, la salud nos espera, y los trabajos y tribulaciones que de todas partes nos cercan (y a vuestra merced en especial, que desde su niñez no le han faltado), en cierta manera nos fuerzan a entrar al convite del Rey soberano. Suba su corazón a la celestial y pacífica Jerusalén, hermana mía, y suspire por su verdadera patria; levante sus deseos y pensamientos a su Madre, no a la de acá de la tierra, que aunque se le dé toda y lo que tiene no puede llenar el más pequeño vado de su alma, sino a la Soberana y Celestial, que ésa llamó San Pablo por excelencia Madre nuestra. Mas porque estos deseos suelen entibiarse fácilmente, y por nuestro descuido y negligencia venimos a faltar en lo comenzado, y muchas veces, por no saber el orden que se ha de tener en estas cosas del espíritu, se están algunas personas sin comenzarlas toda la vida, me determiné en esta epístola darle algunos consejos que, si los guardare y cumpliere con sentimiento y devoción, fío de Dios la levantará a cosas mucho mayores. Y cuanto a lo primero y general, se le asiente en su corazón el fin para que fue criada, que fue para conocer a Dios, y conociéndole amarle, y amándole poseerle, y poseyéndole gozarle pata siempre. Y esto presupuesto, lo que particularísimamente le aconsejo es la honestidad en todas sus obras, la templanza en sus palabras, la prontitud en obedecer a su Padre espiritual, la frecuencia en la oración y el huir la ociosidad y disoluciones que nacen de ella, la pureza y continuación en confesar sus pecados, la humildad para con todos, y, finalmente, el huir de las conversaciones que le pueden acarrear poco o ningún provecho. Estas son margaritas preciosas y resplandecientes, que a su poseedor hacen grato a Dios y a los ángeles. Y cuando le pluguiere a aquel Señor que del vientre de su madre la apartó y llamó por su gracia, descubrir en su alma la imagen de su hijo Cristo Jesús, sacándola de la miserable servidumbre de Egipto, en que ahora está, a la libertad de que gozan los hijos de Dios, podrá ejercitarse en cosas de mayor momento, de las cuales le envío con ésta un memorial de diez apuntamientos para que, como en un salterio de diez cuerdas, que es instrumento usado en el templo de Salomón para las divinas alabanzas, se ejercite cada día y se haga diestra en esta música del Cielo, que conforma el alma con Dios y la hace un espíritu con Él.

Consejo primero

Lo primero, pues, que á vuestra merced le importa mucho es ordenar siempre su alma de tal suerte con Dios, que todas las obras que hiciere, así espirituales como corporales, y todos los servicios, especialmente los más humildes, los haga con tanto fervor de caridad como si corporalmente administrase y sirviese en ellos a Cristo, el cual sólo ha de ser fin y blanco de todas sus acciones, según que lo tiene mandado a su esposa en los Cantares. Donde dice: Ponme por blanco sobre tu corazón y sobre tu brazo.

Consejo segundo

Sea el segundo consejo que, desatada y suelta de todas las criaturas, con tanto conato del entendimiento y fervor del deseo atienda al servicio de su Criador, que, casi olvidada de todas las cosas inferiores, en todo lo que hiciere, dijere y pensare, de día y de noche y en todo tiempo, tenga siempre a Dios en la memoria, pensando y creyendo que verdaderísimamente está en su presencia y que de todas partes Su Majestad la mira. Y no es mucho que todos los cuidados que vuestra merced tiene deje por éste, al ejemplo de aquel que, en medio de los de su reino, decía que jamás se apartaba Dios de su memoria (Psal. 15). Esto ha de pensar con gran reverencia, con temor y amor, y no sin mucha discreción: unas veces, postrándose a los pies de la inmensa Majestad, llorará con corazón amargo sus pecados, y pedirá perdón de ellos. Otras veces, traspasada con el cuchillo de la compasión de la pasión sacratísima del Hijo de Dios, y arrodillada ante su cruz divina y preciosa, con amorosas lágrimas pensará en el discurso de su vida, y comporná la propria si va torcida, a imitación de la de Jesucristo, que es la vara y regla con que se ajustan y labran las piedras que se han de asentar en la celestial Jerusalén. Otras veces, revolviendo los inmensos beneficios de Dios en su alma, se ocupará toda en sus alabanzas. Contémplele en sus criaturas, y, reconociendo en ellas su potencia, su sabiduría, su bondad y su clemencia, devotísimamente le alabe en todas sus obras. Otras veces, atraída con el deseo de la Patria celestial, con suspiros encendidos anhele por verse junta con Aquel que es gloria de todos sus escogidos. Al fin procure, como dijo el Profeta (Mich., 6), hacer juicio de sí misma, amar la misericordia con los prójimos y andar solícita con su Dios, de manera que jamás se olvide de Él.

Consejo tercero

El tercer consejo sea que guarde el corazón tras siete llaves, de suerte que para solos los ejercicios espirituales haya entrada y puerta abierta para sólo su Esposo celestial, como se escribe de la Reina soberana (aunque por palabras muy oscuras): Esta puerta cerrada estará, y nunca se abrirá, porque sólo el Príncipe y Rey del Cielo entrará por ella (Ezechi., 44). Y yo tengo para mí que, como el corazón sea la fragua donde se forjan todos los bienes y los males, aquel sólo aprovechará mucho en la virtud que, fuera de Dios, a ninguna criatura diere lugar en él. Tome el consejo del Sabio, que con espíritu de Dios dice (Prov., 4): Con toda guarda guarda tu corazón, porque de él procede la vida.

Consejo cuarto

El cuarto consejo sea que por amor de su altísimo Esposo, Cristo, sufra de muy buena gana todas las persecuciones de este mundo, y aun, si es posible, las desee y reciba con hacimiento de gracias, deleitándose tan solamente en las pasiones de Cristo; porque las demás nos sirven de purgatorio de nuestros pecados, y, recibidas con igualdad de corazón, son muy gananciosas para el alma. Y quien tan buena ocasión tiene, como vuestra merced, para hacerse rica de estas verdaderas riquezas, no es justo que la pierda por gozar las que el tiempo engañosamente le ofrece y promete, las cuales todas vienen al talle que dijo el otro poeta, con cabellos en la frente, y la cabeza pelada y hecha calavera. Y advierta, hermana, que ofreciéndosele trabajos, como se le ofrecerán, considerando que ha ofendido a su Criador, de nadie se queje, ni a nadie, sino a Él.

Consejo quinto

El quinto que, perseverando en el temor de Dios, huya cuanto pudiere las blanduras y regalos halagüeños de este siglo, las honras, los favores y el aire delgado de la vanagloria, que son peste del alma, y a ejemplo de aquel Señor que, siéndolo de todas las cosas, por nuestro amor tomó forma de vilísimo siervo, sujetándose en ella voluntariamente al poder de los hombres, se humille a sí misma, sintiendo de sí bajamente y juzgando a todos por señores suyos. Y crea que de esta manera alcanzará tranquilidad y paz perpetua con todos, y jamás padecerá escándalo.

Consejo sexto

El sexto, que guarde con diligencia los sentidos del cuerpo, de manera que ni quiera ver, ni oir, ni tocar sino aquello que entendiere ser de provecho para su alma. Especialmente ha de tener mucha cuenta con la lengua, que, según sentencia de Santiago (Iacob., 1), vana es la religión de aquel que no sabe refrenar su lengua. Y aquel es perfecto que a nadie ofendió con sus palabras. Salomón dijo (Prov., 18) que la muerte y la vida estaban en manos de la lengua: dijo verdad; porque a muchos más tienen muertos las malas palabras que las espadas afiladas. El Profeta pedía a Dios que pusiese guardas a su boca y una puerta de media vuelta que no dejase respiradero en ella, y él mismo pide que se la abra cuando hubiere de hablar (Psal. 50). Así que, señora, hable poco y preguntada, y cosas de provecho, y entonces, con temor, brevemente y con voz baja. Y por que le quede poco tiempo para tratar con los hombres, procure cuanto pudiere la soledad y hurte los ratos que pudiere al mundo y a su cuerpo para vacar a sólo Dios en la oración, ante cuya Majestad ha de estar atenta, devota y humilde.

Consejo séptimo

El séptimo, tenga por especialísima devota a la Reina del Cielo, y en todas sus necesidades, peligros y aprietos, como a segurísimo refugio, se convierta a Ella pidiéndole su favor y amparo, el cual jamás negó a los miserables pecadores la que es Madre de misericordia. Por lo cual le aconsejo que ningún día se le pase sin hacerle algún particular servicio, como será rezar el Rosario, la Corona o su Oficio menor. Mas, para que este servicio le sea acepto y esta devoción agradable, procure cuanto le fuere posible imitar su pureza, limpieza y honestidad con las demás virtudes.

Consejo octavo

El octavo, que si alguna merced Nuestro Señor la hiciere, o descubriéndole sus secretos, o si en la oración se le ofrecieren luchas, tribulaciones o tentaciones, procure de guardar secreto en todo con todos, excepto en las cosas dificultosas y de que tuviere duda si son o no de Dios (que al fin el ángel de tinieblas se suele transfigurar en ángel de luz); que, en tal caso, licencia tiene de comunicarlas con su confesor, que ha de ser santo, discreto, piadoso y docto, más por experiencia de bien obrar que por elocuencia de palabras.

Consejo noveno

El nono, que no falte en las confesiones, que de ordinario serán de quince en quince días, o más a menudo, según el consejo del sabio confesor, a cuya disposición se ha de dejar, así en esto como en lo que toca a la sagrada Comunión, que en estas dos cosas se ha de mirar el aprovechamiento de cada uno, y conforme a él alargar o acortar la mano. Y porque yo ando con cuidado de ponerla en este particular, y hacer tratado especial en gracia de las ánimas devotas y que frecuentan estos divinos sacramentos, concluyo con decir lo que San Agustín y Santo Tomás: Que si la devoción se aumenta y el fervor del espíritu crece comulgando, comulgue si quiere cada día.

Consejo décimo

El décimo, y que a vuestra merced mucho importa, es que destierre de su alma toda frialdad de pereza y tristeza, en la cual está escondido el camino de la confusión, que lleva a los hombres a la muerte: ya sabe, hermana, que el espíritu triste seca los huesos y consume la virtud, y que los servicios de siervo triste nunca fueron gratos a su señor, a lo menos el nuestro. Y a todos nos manda que con alegría le sirvamos. Y cuando, con la divina gracia, hubiere hecho bien todas las cosas, reconociéndose por pecadora y sierva sin provecho, se juzgue por indigna de todo beneficio de Dios. Aunque no ha de obrar con desconfianza, sino con una robustísima fe y esperanza firme, que llamando a las puertas de la divina misericordia la han de abrir, y buscando ha de hallar, y pidiendo con perseverancia, con fervor de espíritu y humildad profunda le han de dar en esta vida los bienes de gracia y en la otra los de gloria.

Fray Juan de los Angeles.

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Fuente: Obras místicas del R. P. Fr. Juan de los Angeles. Casa Editorial BaillyI Baillere. Tomo 1. 1912. Págs. 28-29.