Lo permanente y lo mudable en la Iglesia

Lo variable y lo invariable en la Iglesia. Aspecto teológico del problema.

El problema de "Lo variable y lo invariable en la Iglesia" es complejo, espinoso y candente.

COMPLEJO, porque se entremezclan en él cosas de origen muy distinto y naturaleza muy diversa. En la Iglesia se dan cita elementos divinos y humanos, necesarios y contingentes, santos y no santos. En ella ha puesto la mano Dios, dándole el carácter sobrenatural, necesario y santo, y la han puesto también los hombres, quienes, a su vez, le dan las características humanas, contingentes y no santas. Es preciso distinguir bien lo que viene de Dios y es divino, de lo que es cosecha del hombre y es humano.

ESPINOSO, ya que con él queda planteada la cuestión de la reforma o de las reformas en la Iglesia. Queda fuera de duda, desde luego, que no se llamarán a capítulo de reforma los elementos fundacionales que, por venir inmediatamente de Cristo, son del todo invariables. Nadie tiene poder ni derecho a sentirse reformador ante ellos. Pero los que no son fundacionales, sino añadidos, ¿hasta qué punto y en qué grado de necesidad conectan con lo fundacional, a efectos de poder o no poder cambiar?

CANDENTE. No sólo hoy; ha sido candente siempre. La Iglesia tiene conciencia de su inconmovilidad y de su firmeza. Sabe que se asienta sobre base segura y sobre roca firme; tan firme y tan segura como la palabra de Dios. Pero también tiene conciencia de poseer parte flaca; siente la incomodidad de las rémoras; advierte la arena humana que se introduce entre sus rodillos divinos; ve que la actuación de quienes obran en su nombre no se ajusta siempre debidamente a lo que Dios y las almas requieren. Se pierden energías; hay actuaciones ineficaces y, a veces, incluso nocivas. De ahí la palabra "reforma", que se oye hoy, se oyó ayer y se viene dejando oir intermitentemente hace veinte siglos; los veinte que la Iglesia lleva existiendo. La reforma es muchas veces postulada e impuesta desde arriba, siendo la autoridad legítima quien la inicia y la impone. Otras viene de abajo, por vía de profetismo popular, sancionado en definitiva, como es obvio, por aquellos a quienes Dios ha dado la última palabra.

No sería acertado afirmar que un problema tan complejo y difícil como éste se pueda llegar a conocer perfectamente contemplándolo a una sola luz o estudiándolo sólo desde un punto de vista. Para comprenderlo y apreciarlo bien deben escucharse muchas voces. La primera y principal la de la teología. Luego hablarán también la psicología, la sociología, la historia.

Aquí vamos a ocuparnos de él desde el punto de vista teológico. Y lo haremos detallando los cuatro puntos siguientes : I. Dos sentidos de la palabra "Iglesia".—II. Lo variable y lo invariable en la "Iglesia-comunidad".—III. Lo variable y lo invariable en la "Iglesia-sociedad".—IV. Los fallos de la Iglesia.

I DOS SENTIDOS DE LA PALABRA "IGLESIA"

Con el término "Iglesia" se significan muchas cosas. Unas veces, el lugar destinado a la oración y al sacrificio. Otras, la sociedad religiosa fundada por Jesucristo, con todo cuanto la integra: elemento jerárquico o rector, elemento regido y laical. Medios utilizados para llegar al fin para cuya consecución la fundó el Señor: poderes de orden, de régimen, de magisterio; sacramentos. Otras, la parte rectora de esta sociedad; la Iglesia en este caso es la jerarquía, y estar con la Iglesia es estar en comunión con los jerarcas. Otras, en fin, la comunidad de todos cuantos de una manera u otra están vitalmente unidos a Cristo; en cualquier tiempo, anterior o posterior a la redención, y en cualquier lugar, tierra, purgatorio o cielo.

Prescindimos aquí totalmente de la Iglesia tomada en el primer sentido. Nos ocuparemos sólo de las que aparecen en segundo y cuarto lugar, y de la que está en el tercero también, pero no en cuanto es una acepción del término Iglesia, distinta de la segunda, sino en cuanto es parte de la misma acepción segunda. Más claramente, hablaremos de la Iglesia-comunidad de vida sobrenatural, obtenida por la incorporación a Cristo (cuarto sentido), y de la Iglesia-sociedad, fundada por Cristo para que los hombres obtengan aquella incorporación (tercer sentido); sociedad de la que la Jerarquía (segundo sentido) es elemento principal.

I) IGLESIA-COMUNIDAD.—La llamamos así porque está constituida por los hombres en cuanto poseen los mismos elementos sobrenaturalmente santificantes. Es la congregación de los re- dimidos, que están unidos vitalmente a Cristo. Todos le tienen a El por cabeza; todos tienen al Espíritu Santo por alma; en todos inhabita la Trinidad; todos tienen la gracia y las virtudes que de ella dimanan.

Cristo posee sobre los hombres una capitalidad de poder y de gobierno, de la que hace participantes sólo a determinados miembros de su Cuerpo Místico. Pero no es ésta la capitalidad a la que ahora hacemos referencia, ni los dones que de ella se derivan son los que aquí nos preocupan. Nos referimos a la capitalidad de influjo vivificador, en virtud de la cual está dispuesto a dar a los redimidos, que son todos los hombres, el "sensus" y el "motus" sobrenaturales. De la cabeza descienden a los miembros la sensibilidad y el movimiento, la capacidad perceptiva y el movimiento vital. Cristo comunica a los hombres el conocimiento de lo sobrenatural y el movimiento de la caridad, y previamente, la gracia, de la que nacen la caridad y el conocimiento (De Veritate, q. 29, a. 3; In II Sent. dist. 13, q. 2, a. 1; Sum. Teol. III, 8, a. 1; q. 69, a. 5).

Ninguno de estos dones es privativo de un sector especial de la humanidad. La gracia santificante es para todos, como para todos son el conocimiento y el amor sobrenaturales. Un simple fiel puede poseer todo esto tan perfectamente como un jerarca. Ante la santidad no hay distinciones. Pueden tenerla en la tierra todos los hombres; la poseyeron muchos antes de efectuarse la redención, y la poseen muchos también después. La tienen asimismo los bienaventurados del cielo. Todos han sido redimidos y todos se santificaron, se santifican y se glorifican por obra y gracia del único redentor.

Porque los elementos a que nos estamos refiriendo no son discriminadores sino comunes, hemos llamado Iglesia-comunidad a la reunión de los hombres que los poseen, y precisamente por poseerlos.

2) IGLESIA-SOCIEDAD.—En cambio, los que constituyen esta Iglesia discriminan y diferencian a unos hombres de otros. En ella hay distribución de dones y de oficios. Dones y oficios puestos al servicio de todos, pero que no los tienen todos. La Iglesia de que empezamos a hablar se nos presenta como la reunión de cuantos profesan una misma fe, obedecen a un mismo régimen y utilizan unos mismos sacramentos.

Es la sociedad constituida y fundada por Jesucristo, y contiene todos los elementos necesarios a una sociedad. Hay en ella elemento-rector y elemento-pueblo. Cada uno tiene su nombre. El rector se llama clerecía; el pueblo, laicado.

Los dos son de institución divina, con añadiduras eclesiásticas. Cuando los clérigos, parte selecta y elevada de esta sociedad, tienen características clericales de origen divino, se convierten en jerarquía. La jerarquía fue establecida por el mismo Cristo, y posee los dos poderes clásicos de orden y de jurisdicción; este último con sus dos manifestaciones de régimen y de magisterio. La jerarquía de orden consta de obispos, sacerdotes y ministros; la de jurisdicción solamente de obispos y de Papa.

En el transcurso de los años fueron añadiéndose a todo esto detalles que ya no procedían de Cristo, sino que eran institución eclesiástica. En el orden aparecieron la tonsura y las órdenes menores; en el régimen, los cardenales, los vicarios, los arciprestes, los párrocos, con la división de los territorios de su rectorado y de su administración.

También el elemento popular de la Iglesia-sociedad, o el laicado, es de institución divina. Los hombres se hacen pueblo eclesiástico por la consagración bautismal. No nos referimos ahora a la gracia santificante, que, aunque suele conferirse en el bautismo-sacramento se puede recibir antes de administrarlo, ya que basta su simple deseo para obtenerla. La gracia incorpora a la Iglesia-comunidad. Para la incorporación a la Iglesia-sociedad es absolutamente necesario el sacramento bautismal. Este sacramento produce el carácter, que es la sigilación cristiana (Sum. Teol. III, q. 63, a. 1, 6). Y el carácter es un auténtico poder sagrado (Ib. a. 2). El cristiano se introduce, pues, en la sociedad religiosa a través de una consagración.

Pero no basta lo dicho. Una sociedad no se constituye sólo por el elemento rector y el elemento regido. Hay en ella, además, algunas instituciones mediante las cuales pueden los que rigen y los regidos alcanzar el fin para el que la sociedad se instituyó. También en la sociedad religiosa de que hablamos existen estas instituciones. Son el sacrificio y los sacramentos, en los que volvemos a apreciar elementos de origen divino y elementos de origen simplemente eclesiásticos. Los de origen divino son la esencia de los sacramentos y del sacrificio, su materia y su forma. Los de origen eclesiástico, todo lo demás, ritos, ceremonias, oraciones complementarias, lengua. Todo el aparato litúrgico, salvo lo esencial ya nombrado.

3) RELACIONES ENTRE LAS DOS IGLESIAS Y SU REPERCUSIÓN EN EL PROBLEMA DE LO VARIABLE Y DE LO INVARIABLE DE CADA UNA.—La Iglesia-sociedad está en la tierra solamente. En el cielo hay personas que han sido papas, obispos y sacerdotes; pero allí no cuentan en la actualidad el poder pontificio y el poder sacerdotal. Allí cuentan sólo la gracia glorificadora, la visión divina y el amor de Dios. Un simple fiel será quizá en el cielo persona más cualificada que un gran jerarca. La jerarquía celeste de los hombres no es jerarquía social sino de santidad.

En la tierra sí hay jerarquía social, porque aquí está la Iglesia-sociedad. También está la Iglesia-comunidad. En el cielo sólo está ésta, pero aquí tenemos las dos. Y surge inmediatamente la pregunta: ¿cómo se ordenan y se relacionan entre sí?

Quede antes de nada establecido firmemente que hoy no hay en la tierra Iglesia-comunidad al margen de la Iglesia-sociedad; no hay gracia santificante ni incorporación a Cristo fuera de la Iglesia católica, apostólica, romana. Si bien en determinados casos, ante la imposibilidad invencible de pertenecer a ésta de manera visible y consciente, por tener ignorancias imposibles de superar, basta la pertenencia invisible, y de deseo implícito. Hemos subrayado el hoy, porque en otros tiempos existió en la tierra la incorporación a Cristo sin incorporación a la sociedad cristiana. Nos referimos a los tiempos anteriores a la redención, cuando los hombres se santificaban por los méritos previstos del redentor y no se había fundado todavía la Iglesia social.

La unión que hoy se da en ambas Iglesias hace que un mismo individuo sea sujeto de las dos. Nadie pertenece a la primera sin pertenecer a la segunda; aunque pueda pertenecer a la segunda sin pertenecer a la primera. O lo que es lo mismo, nadie puede estar incorporado a Cristo sin estar incorporado a la sociedad por El fundada; pero sí puede estar incorporado a ésta sin estar incorporado a Cristo o sin tener gracia y aún sin tener fe. Y es natural tratándose de fines y de medios. Nadie llega a aquéllos sin pasar por éstos; pero muchos pueden quedarse en éstos sin llegar a aquéllos. La sociedad religiosa es medio para llegar a Cristo. Nadie llega a El sin pasar por ésta; pero se puede pertenecer a ésta sin incorporarse a El.

La Iglesia-sociedad no tiene razón de fin sino de medio. Fue instituida para que los hombres se santificaran en el mundo y se salvaran. Por eso, su razón de ser está en la Iglesia-comunidad; la razón de ser del medio está en el fin. Y porque el fin es más importante que los medios, y no es para éstos, sino éstos para él, la Iglesia-comunidad es más importante que la social. La misión de ésta es obtener aquélla, o lo que es lo mismo, santificar a los hombres incorporándolos a Jesucristo.

La santificación del hombre es un criterio de solución para el arduo problema de lo variable y de lo reformable en la Iglesia-sociedad. Los cambios tendrán que ser dictados por el bien de las almas, para el que precisamente fue instituida. Hemos advertido que se trata sólo de un criterio; no del único. Otro criterio puede ser el origen. Lo que es de origen divino no puede cambiar y sí lo que es de origen eclesiástico. Lo que Dios instituyó no se opone al fin de la institución; tampoco es remora para obtenerlo. En Dios no hay fallo, equivocación ni vejez. Lo que es de institución eclesiástica no tiene tantas garantías. Puede haber, por ejemplo, instituciones que fueron buenas y eficientes, y que hoy estén gastadas o envejecidas, siendo, por lo mismo, inoperantes. Pueden ser también inoperantes por equivocadas, porque la Iglesia no es infalible ni indefectible en todo. Pero sobre estas cosas volveremos luego.

De momento basta hacer constancia de la relación que hay entre las dos Iglesias; una es medio y otra es fin. El medio es para el fin y no viceversa. La Iglesia-sociedad está al servívicio de los fieles para santificarlos y hacer de ellos y en ellos la Iglesia-comunidad. La mejor obtención de ésta pide cierta movilidad en determinadas estructuras de aquélla.

4) UNIVERSALIDAD Y CAPACIDAD DE VARIACIÓN.—Creemos necesario poner de relieve también el detalle de la universalidad de las dos Iglesias, porque, como el anterior de las relaciones de medio y fin, proyecta mucha luz sobre el problema de las variaciones, de los cambios y de las reformas.

La iglesia-comunidad es universal. Todos los hombres están llamados a incorporarse a Cristo, a vivir su vida divina, a salvarse por El. La voluntad salvadora de Dios es universal (I ad Timot. II, 4); también lo son la redención efectuada por su Hijo ¡(Ib.; ad Colos. I, 20), y la capitalidad vital de Cristo (Ad Colos. I, 18, 20). Dios quiere que todos vayan a El y no nos ha dado otro medio para lograrlo que Cristo, que es el camino, la verdad y la vida (Joan. XIV, 6). Vino precisamente para darnos la vida (Joan. X, 10), de la que está lleno. Está lleno de gracia y de verdad (Joan. I, 14), y todos los hombres están llamados a participar de esta verdad y de esta gracia (Ib. 16).

También es universal la Iglesia-sociedad. En la actual economía no tienen los hombres otro camino de santificación que el de incorporarse a Cristo. Y hoy a Cristo se llega sólo por la Iglesia-sociedad. Es medio único, y por lo tanto necesario, para obtener la gracia santificante. Y como la gracia santificante está destinada a todos, para todos será también el único medio de su obtención. No será necesario que advirtamos de nuevo que en ocasiones basta ligarse a este medio por un deseo implícito.

Añadamos el detalle de que lo sobrenatural sólo es incompatible con lo que se le opone, que son el mal y el error; lo demás lo conserva, elevándolo y perfeccionándolo. Y sacaremos la consecuencia de que las dos Iglesias, dones sobrenaturales destinados a todos los hombres, serán compatibles con todo cuanto en todos ellos hay, salvo sus pecados y sus errores, y de que tendrán capacidad de acomodación a todo lo bueno y verdadero. No hay temperamento, ni psicología, ni cultura, ni ordenamiento social a los que no se puedan acomodar la verdad y la gracia divinas de la Iglesia-comunidad y los poderes y el culto de la Iglesia-sociedad.

El carácter y destino universal de las dos Iglesias las hace compatibles con todas las culturas legítimas, primitivas o desarrolladas, latinas, griegas, nórdicas u orientales; con todas las formas políticas y sociales justas; con todas las maneras auténticas del vivir humano. Esto dice la teología y esto confirma la historia. Y nada de esto se hace sin cambios y sin variación.

II LO VARIABLE Y LO INVARIABLE EN LA IGLESIA-COMUNIDAD

Ya sabemos qué Iglesia es ésta. Está constituida por los hombres que poseen los dones sobrenaturalmente vivificantes que son Cristo-cabeza, el Espíritu Santo-alma, la gracia que de la cabeza se comunica a los miembros, el conocimiento y el amor sobrenaturales, a través de los cuales se manifiesta la vida de la gracia, de Cristo y del Espíritu Santo.

La vida divina gira toda ella alrededor de la gracia; sus manifestaciones más específicas son el conocimiento sobrenatural y el amor de caridad. Por eso, cuando se habla del influjo vital ejercido por Cristo sobre los miembros que se le incorporan, se dice que es una comunicación de gracia y de verdad. San Juan dice que apareció lleno de estas dos cosas y que las participamos quienes nos unimos a El (I, 14, 16). ¿Qué inmovilidad y qué virtud de adaptación tienen la verdad revelada y la gracia santificante?

1) LA DOCTRINA.—La doctrina que nos incorpora a Cristo está en la revelación, y es divina e inmutable. Las verdades reveladas ocupan en el orden sobrenatural el lugar que en el orden natural tienen los primeros principios. No varían ni pueden variar. Lo revelado tiene todavía más firmeza que lo naturalmente evidente (Sum. Teol. I, q. 1, a. 5).

Esto no quiere decir, sin embargo, que la doctrina de la Iglesia sea totalmente estacionaria. La revelación quedó clausurada con la muerte del último apóstol, y nada nuevo se le añade; tampoco se rectifica nada. Pero se explícita mucho. Crece por movimiento de dentro a fuera. Crece y aumenta "in eodem sensu", según fórmula afortunada de Vicente de Lerins, que hizo suya el Concilio Vaticano.

En la labor de explicitar y desentrañar la virtualidad revelada intervienen factores que no gozan de la invariabilidad ni de la firmeza de la revelación, como son las verdades naturales, filosóficas o científicas, las estructuras sistemáticas, los métodos, el lenguaje. De todo ello se sirve el hombre para explicarse y explicar lo que Dios le reveló.

Entre las verdades naturales hay algunas que conectan necesariamente con lo revelado, de suerte que un cambio de sentido en ellas implicaría también un cambio de sentido en la palabra de Dios. Y como esto segundo no se puede dar, no se da tampoco lo primero. La doctrina católica garantiza la invariabilidad de determinadas verdades de orden filosófico-especulativo, como la de los principios de razón suficiente, de causalidad y de finalidad, por ejemplo (Humani Generis, A. A. S., XXXXII, 1950, 572) y de orden especulativo-moral, como la de la libertad, sin la que es inexplicable el dogma de la justificación.

Hay otras, sin embargo, que no tienen esta conexión necesaria, y no gozan, por lo tanto, de la invariabilidad refleja de la revelación. Aunque cambien, lo revelado permanece firme (Humani Generis, ib.).

Además de las verdades están las estructuras mentales y las sistematización con que las presentamos, el uso de nociones, términos y lenguaje determinado. Nada de esto posee la firmeza de lo divino; aunque sería muy ligero quien dijera que por no poseer tal firmeza puede cambiar al soplo de cualquier viento. En principio todo está sujeto a posibles cambios. Lo único que no cambia es la verdad; su expresión sistemática y su expresión verbal pueden cambiar. La Iglesia no liga necesariamente la revelación a un sistema filosófico ni a una expresión verbal determinada; pero advierte gravemente que hay nociones y términos tan consagrados por el uso común de los siglos y de los doctores que supondría grave peligro deshacerse de ellos. (Humani Generis, A. A. S. XXXXII, 1950, 566-7.)

Otras nociones y otros términos, en cambio, pueden cambiarse con más facilidad, aunque para hacerlo deba haber siempre razón que lo justifique. (Huimani Generis, 572.)

El por qué de todo esto es obvio. Conviene distinguir entre la verdad y sus traducciones. La revelación no puede cambiar; lo natural, necesariamente conexo con lo revelado, tampoco. Lo que no tiene esta conexión necesaria, sí. La verdad consiste en el ajuste entre el concepto que nos formamos de las cosas y las cosas mismas. "Verum intellectus nostri est secundum quod conformatur suo principio, scilicet rebus, a quibus cognitionem accipit" )(Sum. Teol. I, q. 16, a. 5, ad 2m.). Y porque lo revelado y lo con ello necesariamente conexo es invariable, el concepto que de ello tenemos tendrá que serlo también.

Pero una cosa es el concepto, que con palabra técnica llaman objetivo, y otra el subjetivo y los términos verbales con que expresamos uno y otro. En el primero se da la conformidad entre la mente y las cosas; es el que constituye la verdad, que se define como una "adaequatio mentis et rei". El segundo es la traducción que para entenderlo nos hacemos del primero. Los términos verbales son la traducción exterior que hacemos cuando hablamos. Las traducciones pueden ser muchas. Siempre que no adulteren el original serán buenas. De una misma verdad pueden hacerse traducciones para todas las mentalidades y en todas las lenguas; traducciones para cultos y para rudos, para mayores y para pequeños: para gentes del occidente y del oriente, del mediodía y del septentrión. En lenguas clásicas y muertas; en lenguas vivas y vulgares.

La doctrina cristiana, como la Iglesia, y como Cristo, es para todos, según dijimos. Y por ello, sin desnaturalizarse, se acomoda a todas las culturas humanas legítimas, y a gentes de toda edad y condición.

2) LA VIDA.—El hombre cristianiza su vida porque la gracia, participación de la naturaleza divina, y los dones que de ella emanan le convierten de "pecador en justo, de enemigo en amigo, hasta llegar a ser heredero de vida eterna" (Trento, Decreto sobre la justificación). Los elementos que constituyen la vida divina del cristiano son la gracia, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo.

Son elementos que no cambian. Nunca habrá un cristiano que llegue a santificarse o a vivir la vida de Dios e incorporarse a Cristo con algo que no sea esto. Pero una cosa es la invariabilidad de los elementos y otra la invariabilidad de sus manifestaciones. Se trata de elementos divinos, y como tales, de una virtualidad fecundísima. También al hablar de la verdad divina revelada dijimos que había mucho implicado en ella. Esta fecundidad tiene múltiples manifestaciones. La gracia y las virtudes sirven para tiempos y temperamentos de lucha y para tiempos y temperamentos de paz; para psicologías vehementes y para psicologías tranquilas; para temperamentos afectuosos y para temperamentos secos.

Hay espiritualidades psicológicamente diversas. Como también hay espiritualidades diversas en otras clases de manifestaciones: espiritualidad basada en una mayor apreciación de la presencia de Dios, de cuya naturaleza es la gracia participación; espiritualidad basada en una mayor conciencia de la presencia de Cristo, que es la causa de la gracia; o de María, colaboradora suya en la obra de ganárnosla y de distribuirla; o de la Iglesia, que es su administradora. Espiritualidades cristiana, mariana, eclesial.

Con todo lo dicho queda claro que, dentro de lo invariable de la Iglesia-comunidad, o de la Iglesia en sus elementos doctrinales y vivificadores, en el "sensus" y en el "motus" recibidos de Cristo-cabeza, caben facetas cambiantes que, dejando a salvo lo sustancial, la acomodan a los temperamentos, a los lugares y a los tiempos.

III LO VARIABLE Y LO INVARIABLE EN LA IGLESIA-SOCIEDAD

No hace falta explicar ahora qué es esta Iglesia; lo explicábamos con cierta detención más arriba. Cristo quiere que conozcamos su verdad y vivamos su vida; en una palabra, que nos incorporemos a El. Para conseguirlo instituyó una sociedad religiosa, en la que, como en toda sociedad, los miembros tienen una organización determinada y cuentan con determinadas instituciones para conseguir el bien común. En la sociedad religiosa que fundó Jesucristo hay elemento rector, dotado de poderes divinos; elemento regido, en posesión también de una consagración laical o popular, y medios visibles a los que por determinación divina está ligada la colación de la gracia. Son los sacramentos y el sacrificio.

I ) ELEMENTOS VARIABLES E INVARIABLES EN ESTA IGLESIA. Será necesario distinguir en la sociedad eclesial elementos originariamente divinos y elementos originariamente eclesiásticos. Los divinos son necesarios, y no están sujetos a cambios ni mudanzas. No puede decirse otro tanto de los eclesiásticos. Todavía cabe precisar más, pues entre los elementos divinos se da, por ejemplo, el poder jerárquico, que no cambia; pero pueden cambiar, e incluso rectificarse algunos actos de este poder, porque no siempre se ejerce con la asistencia infalible del Espíritu.

Los elementos divinos son, en primer lugar, la división de los cristianos en dos sectores, el de los rectores y el de los regidos, y la colación a unos y a otros de los elementos por los que se constituyen pueblo y rectorado. La jerarquía es de institución divina, y los poderes jerárquicos de orden, de régimen y de magisterio, también. También es de origen divino el elemento por el que los hombres se adscriben a esta sociedad haciéndose en ella pueblo; es el carácter bautismal. Todo esto pertenece al dogma.

Por último. Cristo instituyó determinados medios culturales, a los que ligó la colación de su gracia, que es el fin para el que fue instituida la sociedad religiosa. Estos medios son los sacramentos y el sacrificio. También pertenecen al dogma.

Pero hay elementos que no son de institución divina, sino eclesiástica. En consecuencia no tienen la firmeza ni la inamobilidad de lo dogmático. Por ejemplo, el grado y uso de los poderes que se confieren por delegación de la autoridad constituida. La delegación será ab homine o a jure; pero siempre será delegación. No hay ningún inconveniente en que este poder esté sujeto a cambios. Puede cambiar tanto cuanto quieran la autoridad o el derecho que lo delegan. Es el caso de todo lo concerniente a los poderes de los Cardenales, de los Vicarios, de los Párrocos.

En los poderes divinos que se obtienen por colación inmediata de Dios, cabe distinguir su posesión y su ejercicio. El poder divino de los jerarcas no está sujeto a cambios ni a reformas, porque no se puede enmendar la plana a Dios; pero muchos actos que con estos poderes se hacen sí se pueden rectificar, ya que son raros los casos en los que gozan de asistencia divina infalible para el ejercicio del poder sagrado que se les confirió. Cuando el ejercicio goza de infalibilidad no hay rectificación posible. Cuando no la tiene, puede haber lugar a ella.

El poder de magisterio no es infalible en muchas de sus manifestaciones; tampoco el de régimen. De ahí que la misma Iglesia pueda variar, a veces, de criterio y de enseñanzas y pueda organizar de nuevo sus métodos docentes y de apostolado. De ahí también que declare en ocasiones caducas algunas leyes y que no urja la aceptación y el cumplimiento de ciertas determinaciones ya pasadas. De ahí, asimismo, que cambie su administración, la organización de sus dicasterios, de sus diócesis, de sus parroquias. Y de ahí, por último, que pueda cambiar y cambie las liturgias, prescribiendo ritos, ceremonias, oraciones, uso de lenguas vernáculas, según vaya aconsejándolo la utilidad de los fieles.

2) EL POR QUE DE LA MUTABILIDAD DE ESTOS ELEMENTOS. Acabamos de decir que hay muchas cosas en la Iglesia-sociedad que son del todo invariables. Aunque tengan sólo razón de medios, son medios necesarios. Así lo quiso Dios y así son. Nos referimos a lo que hemos señalado como dogmático.

Pero también hemos dicho que hay muchas cosas que pueden variar. El cambio puede obedecer a diversos motivos. En primer lugar al carácter de medio que tienen las instituciones a que nos referimos. Ya hemos distinguido entre medios necesarios o divinos y contingentes o eclesiásticos. No hablamos ahora de los necesarios, de los que dijimos que son tan inmutables como el fin al que conducen. Con ello basta. Nos referimos particularmente a los medios contingentes o eclesiásticos.

Existe el peligro de no contemplarlos en su auténtica perspectiva, y de supeditar el fin, que es la salvación de las almas, (elemento divino, dogmático e invariable, por lo tanto) al medio, que en este caso es una institución eclesiástica solamente, y por eso de muchísima menos transcendencia. No es el fin para los medios, sino los medios para el fin. Y cuando la necesidad de las almas llegue a aconsejarlo habrá que pensar en cambiar unos medios menos o nada eficientes por otros efectivos y eficaces. Podría suceder que a fuerza de mantener instituciones inoperantes se estacionaran los fieles e incluso fueran hacia atrás. Con lo que las instituciones en cuestión no sólo no salvarían su razón de ser, que es el bien de las almas, sino que la entorpecerían e incluso la impedirían.

Justificaría el cambio en segundo lugar el hecho de ser la Iglesia-sociedad una institución destinada a todos los hombres. Es cierto que el hombre es muy voluble, y la Iglesia no puede estar pendiente de cualquier mudanza suya. Pero no es menos cierto que hay diferencias en los hombres fuertemente arraigadas y sumamente razonables; que persisten y persistirán. Unas las llevan consigo los tiempos; otras las lleva el espacio: otras, el estado cultural del individuo. Las necesidades del siglo veinte no son idénticas a las del siglo trece; lo que postula una cultura mediterránea no es idéntico a lo que postula una cultura oriental; lo que es apto para los cultos quizá no lo sea para los rudos. De ahí que sea necesaria la movilidad y la capacidad de adaptación en la Iglesia que es de todos y para todos.

3) CRITERIOS QUE DEBEN REGIR LAS VARIACIONES,—Nada tan perjudicial como hacer reformas no dictadas por sanos y serios criterios. La reforma de lo eclesiástico debe hacerse ajustándose en un todo al espíritu y a la letra de lo dogmático. En la Iglesia hay muchas cosas que son divinas; en la Iglesia- comunidad, la doctrina y la gracia con las que nos incorporamos a Cristo; en la Iglesia-sociedad, que, como hemos dicho muchas veces, es medio para llegar a la Iglesia-comunidad, la discriminación de miembros, unos rectores y otros regidos, discriminación que postula un gran sentido de obediencia. Toda reforma debe hacerse con miras a la mejor obtención del conocimiento y de la vida divinas, y al mantenimiento del espíritu de obediencia. Reforma que pierda de vista la fidelidad debida al interés por el bien de las almas y la fidelidad a la jerarquía, o lo que es lo mismo, reforma que pierda de vista la fidelidad a lo dogmático, estará cimentada sobre arena.

También será muy necesaria la fidelidad a las lecciones de la historia, a través de la cual tantas reformas se han establecido ya. Y se precisará tener en cuenta, así mismo, la psicología, la sociología y la cultura actuales.

Sería perjudicial utilizar sólo o predominantemente un criterio; y más perjudicial todavía si este criterio careciera de principalidad. Esto sucedería si las reformas se establecieran sólo o predominantemente por motivos estéticos o históricos, por ejemplo. Si algún criterio ha de predominar es el dogmático, señalado más arriba, en el que va incluido el pastoral; el que se refiere al bien y a la utilidad de las almas. No se ha de olvidar que lo que se va a reformar es un simple medio; y los medios son bienes útiles (Sum. Teol. q. 5, a. 6). La reforma por la reforma no tendría sentido; la reforma por la utilidad, o por el bien de las almas, sí.

La "Mediator Dei" hace una advertencia seria sobre la reforma de la liturgia basada en un criterio histórico o de antigüedad. No basta que un rito, una ceremonia, una música sagrada, una iconografía estuvieran en vigor en la antigüedad para resucitarlas ahora. "La liturgia de las épocas antiguas es, sin duda, digna de veneración. Pero una costumbre antigua no es, por el solo motivo de su antigüedad, la mejor en sí misma, ni en relación con los tiempos posteriores y las nuevas condiciones. También los tiempos litúrgicos más recientes son respetables, porque han nacido bajo el influjo del Espíritu Santo" (A. A. S., 1947, 545).

IV LOS FALLOS EN LA IGLESIA

En la Iglesia no sólo hay cosas divinas, y como tales, buenas e invariables. Hay también cosas humanas, buenas y sujetas a cambio porque pueden envejecer.

¿Habrá cosas malas? Las hay, aunque no son de la Iglesia. Esta es una sociedad en la que se mezclan lo divino y lo humano; y en lo humano no todo es bueno. Los hombres podemos aportar a la Iglesia nuestros defectos, nuestros fallos, nuestros errores.

Estamos ante una sociedad de carácter ministerial; y son ministros el Papa, los obispos, los sacerdotes. Ministros o administradores de lo divino. El Señor les dio el encargo de que lo comunicaran a los hombres.

Santo Tomás nos recuerda acertadamente que son idénticas las razones de ministro y de instrumento (Sum. Teol. III, q. 64, a. 1); los dos producen su efecto por virtud recibida de la causa principal; pero ninguno lo produciría si no pusiera en actividad su virtud propia. El ministro y el instrumento tienen dos virtudes, una propia y otra recibida de agente superior de quien son ministro o instrumento. Lo que hacen lo realizan por la virtud recibida; pero no lo realizarían si no pusieran en marcha su virtud propia. La virtud propia de la sierra es cortante; la que recibe del artista es artística; y cortando realiza la obra de arte (Sum. Teol. III, q. 62, a. 1, ad 2m).

En la vida y en la actividad de los ministros intervienen muchos factores. El factor primero, que es Dios; el segundo, que es el propio ministro, con su virtud comunicada o divina; el tercero, el mismo con su virtud propia humana, que puede ser buena y puede ser mala. Lo malo es cosecha nuestra. Sólo Cristo hombre y la Santísima Virgen fueron indefectibles. Y lo fueron por gracia, no por naturaleza. Toda criatura es capaz de pecar, porque el pecado es una desviación de la regla del obrar. Solamente no se puede desviar quien tenga por regla del obrar su propia mano; de esta manera, por donde vaya irá bien. Pero esto sólo lo tiene Dios. (Sum. Teol. I, q. 63, a. 1).

Consecuencia de lo dicho es que en la Iglesia hay cosas malas. "Quamvis Ecclesia, dono et auctoritate divina fulciatur, tamen, inquantum est hominum congregatio, aliquid de defectu humano in actibus ejus provenit, quod non est divinum." (Sum. Teol. Suplem. q. 55, a. 9, ad 1m).

Y si hay cosas malas, surge otro motivo de reforma. La reforma a la que hasta ahora aludíamos era reforma de lo eclesiástico, que podría ser bueno en sí, pero no conveniente por ineficaz, inadaptado o caduco. La reforma a la que aludimos ahora no es de lo eclesiástico, sino de los eclesiásticos que, por ser tales, deben ser buenos, ya que para serlo les concede Dios dones divinos; pero que por ser hombres pueden ser malos, y necesitan corrección.

Emilio Sauras, O. P.