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La última “encíclica” de Benedicto XVI

Por LUISELLA SCROSSATI

Se presenta como una pequeña contribución al tema de la pedofilia en la Iglesia, pero la carta que el papa Benedicto XVI ha hecho pública ayer toca muchos puntos neurálgicos y suena como un humilde ofrecimiento de socorro a los pastores de la Iglesia, para evitar el naufragio total, ahora próximo. Recuerda el verdadero mal que lleva en consecuencia a todos los demás: el alejamiento de Dios. Y responde a los Dubia, reconfirmando la existencia de actos intrínsecamente malos, denuncia la banalización de la Comunión, recuerda el deber de proteger la fe también en los procesos penales.

Los llama “apuntes con los cuales proporcionar algunas indicaciones que puedan ser de ayuda en este momento difícil”, con referencia al problema de la pedofilia, pero en realidad nos encontramos frente a la que podría ser considerada la última “encíclica” de Benedicto XVI, un diagnóstico extraordinario de la “gran calamidad” con la que “ha sido golpeada la Virgen, hija de mi pueblo”, una terapia radical para curar su “herida mortal” (cf. Jer 14, 17).
Está Benedicto en su totalidad en este escrito: todos los temas apreciados por él se encuentran entrecruzados aquí para dar al lector una visión de conjunto que le permita afrontar la actual tempestad en una embarcación segura. Y, en consecuencia, una mano tendida a nosotros, cristianos zarandeados por vientos tumultuosos y siempre en peligro de ser arrollados por la marea; pero también y principalmente un humilde ofrecimiento de socorro a los pastores de la Iglesia, in primis al papa Francisco, para evitar el naufragio total, ahora próximo.

El corazón latente de toda la reflexión está encerrado en la tercera parte, después de las dos secciones dedicadas a recorrer el colapso de la sociedad y de la teología moral, y sus repercusiones en la formación sacerdotal: “La fuerza del mal nace de nuestro rechazo del amor a Dios”. Como ya afirmaba san Ireneo de Lyon, “la comunión con Dios es la vida, la luz y el disfrute de sus bienes. Pero sobre los que se separan de él por su libre decisión hace caer la separación elegida por ellos”. Si alejamos de nosotros la vida, la luz, la pureza y el bien, ¿por qué sorprendernos si poco a poco la muerte nos acogota, las tinieblas nos envuelven, la inmundicia moral nos ensucia y el mal nos sofoca? Es un tema tan apreciado por Benedicto XVI, que hace años había hablado con Peter Seewald en estos términos: “El que se aleja de Dios, el que se aleja del bien, experimenta su cólera. El que se pone fuera del amor, profundiza lo negativo. No es entonces un golpe infligido por un dictador sediento de poder, sino que es solamente la expresión de la lógica intrínseca a una acción. Si me pongo fuera de lo que es conforme a mi idea de creación, fuera del amor que me sostiene, entonces me precipito en el vacío, en las tinieblas”.

Cuando las cosas se precipitan, en el mundo y en la Iglesia, es el signo evidente que nos hemos alejado de Dios, que hemos invitado a Dios a que se acomode en la sala de espera de un mundo que se jacta de su propio laicismo y de una Iglesia que presume ser ahora adulta y emancipada. Es sólo en esta perspectiva que se puede comprender toda la seriedad de una afirmación que los Solones de nuestros salones mediáticos estarán dispuestos a marcar como reductiva y simplista: “¿Cómo ha podido la pedofilia llegar a una dimensión como la que logró? En última instancia, el motivo está en la ausencia de Dios. También nosotros, los cristianos y los sacerdotes, preferimos no hablar de Dios, porque es un discurso que no parece tener utilidad práctica”.´

He aquí porque pensar que se puede salir de esta crisis esforzándose por construir una Iglesia hecha por nosotros, una Iglesia con un horizonte sólo social y político, “no puede representar ninguna esperanza” y es “en verdad una propuesta del diablo con la que quiere alejarnos del Dios vivo”. Y he aquí por qué Benedicto XVI apunta todo hacia lo que ahora se conoce como “opción Benedicto”: “Crear espacios de vida para la fe”, inspirándose en el catecumenado antiguo como “espacio de existencia en el que se enseñaba lo que era específico y nuevo del modo de vivir cristiano y también era salvaguardado respecto al modo de vivir común”. Es necesario volver a partir desde aquí, “comenzar de nuevo por nosotros mismos a vivir de Dios [...] todo cambia si no se lo presupone a Dios, sino que se lo antepone. Si no se lo deja de alguna manera en el fondo, sino que se lo reconoce como centro de nuestro pensar, hablar y obrar”.

Se comprende entonces cómo ahora Benedicto XVI denuncia con dolor una actitud “largamente dominante” respecto a la Eucaristía, “un modo de tratar con Él que destruye la grandeza del misterio”; la referencia es en particular a la banalización de la Comunión, que ahora se da a todos, como gesto de cortesía por su presencia.

Y es entonces este dejar de lado a Dios lo que permite comprender el derrumbe de la vida y de la teología moral. Benedicto XVI vincula la verdad, confirmada tres veces por él, de la existencia de “acciones que siempre y en cada circunstancia se consideran malas” al primado de Dios: “Hay valores que nunca jamás es lícito sacrificar en nombre de un valor todavía más alto y que están por encima también de la conservación de la vida física. Dios es más incluso que la supervivencia física. Una vida que se adquiriera al precio de renegar de Dios, una vida basada en una mentira última, es una no-vida. El martirio es una categoría fundamental de la existencia cristiana. Que eso en el fondo, en la teoría sostenida por Böckle y por muchos otros, no sea ya moralmente necesario, muestra que aquí se trata de la esencia misma del cristianismo”.

Será necesario volver y retornar a los contenidos de esta intervención de Benedicto XVI, aquí sólo hemos querido dar una clave para su lectura. Pienso que, entre tanto, es de importancia fundamental extraer al menos tres consecuencias.

La primera: La afirmación concreta del primado de Dios, de Jesucristo, en la vida de los individuos, de las sociedades y de la Iglesia es la única solución para salir realmente de la crisis epocal que estamos viviendo. A este primado se vincula todo lo demás: la vida moral, la profesión de la fe recta, la vida litúrgica, la acción apostólica. El punto es que, si es verdad que todas estas dimensiones del ser cristiano son adulteradas cuando no están más centradas en Dios, es por otra parte verdad que el primado de Dios no se realiza de otra manera en la vida cristiana si no es en todas estas dimensiones. Ellas, entonces, simul stabunt, simul cadent [al mismo tiempo están de pie, al mismo tiempo caen]. Este escrito es una gran apelación a la unidad de las fuerzas sanas presentes en la Iglesia y en el mundo: obrar para que se reconozca el primado de Dios en la vida humana, trabajar para que en nuestras liturgias Dios vuelva a ser el centro, enseñar la recta doctrina a los niños y a los grandes, todo esto concurre al bien de las almas y a la restauración de la Iglesia. Perderse detrás de consideraciones sobre quién es el más grande (cf. Lc 22, 24), sobre qué es más importante, etc., termina por debilitar la energía del Cuerpo Místico.

La segunda: la Iglesia es la Esposa de Cristo y es Cristo quien la guía, la purifica y la salva. Y la esencia profunda de la Iglesia es la de abrirse a la vida y a la salvación que proviene de su Esposo. Cuando hay una crisis en la vida de la Iglesia, es porque se ha confiado en algún ídolo “obra de las manos del hombre” (Sal 115, 4), se ha ido detrás de “maridos adúlteros” de los que se ha dejado seducir. Entonces, por favor, menos planes pastorales y más vida de la gracia.

Por último: cuando se leen y se meditan intervenciones de este tipo, no es posible no experimentar un poco de temor. No nos debemos esconder: si se lee bien el texto, se entiende que Benedicto XVI ha respondido con dureza a los famosos Dubia de los cuatro cardenales y ha rechazado la idea que ciertas circunstancias pueden mutar la intrínseca maldad de un acto; ha tomado posición sobre la concesión de la Eucaristía a los divorciados que se han vuelto a casar y a los protestantes; ha puesto claramente el dedo en la llaga del “pastoralismo” en boga; se ha pronunciado sobre la exclusividad del garantismo en el derecho penal, a costa de la protección de la fe. Ha hecho comprender con claridad que estamos terminando en el abismo.

¿Quizás sea éste el último llamado del Cielo para dar un verdadero viraje a esta “estación eclesial”? ¿Se lo escuchará? ¿O quizás, como se está haciendo con los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, se continuará fingiendo que ellos están superados ahora?

“Les envié a todos mis siervos, los profetas, cada día puntualmente. Pero no me escucharon ni aplicaron el oído, sino que endureciendo la cerviz obraron peor que sus padres [...] Esta es la nación que no ha escuchado la voz de Yahvé su Dios, ni ha querido aprender. Ha perecido la lealtad, ha desaparecido de su boca” (Jer 7, 25-26.28). Para entender qué sucede a quien no escucha los llamados apremiantes de Dios, vayan a leer el capítulo 8 del Libro del profeta Jeremías. Nosotros no tenemos la valentía de reproducirlo.

Publicado originalmente en italiano el 12 de abril de 2019, en www.lanuovabq.it/it/lultima-encicli…

Traducción al español por: José Arturo Quarracino