LA HERÉTICA MORAL DE GRADUALIDAD QUE ADOPTÓ LA «IGLESIA» MODERNISTA

Herejes condenados desde el principio del S XX por San Pio X
Herejes condenados desde el principio del S XX por San Pio X

 

Tomado de Página Católica
El «Gradualismo», hijo del modernista Loisy

Un amigo de esta «casa» nos envía un interesante análisis sobre el Documento Sinodal, que tiene estos días en vilo a muchos católicos y no católicos.

Lo publicamos abajo, agradeciendo a su autor la caridad y claridad que ha puesto en la búsqueda de la Verdad, que hoy se nos quiere escamotear desde la cima de la Iglesia; al mismo tiempo que pedimos a nuestros lectores tengan a bien difundirlo… si fuera de su agrado.



Espeto de tonteras, insensateces e inmundicias

Por Lambertín de Parmentín

Ha salido a la luz lo que la aherrojada publicidad vaticana ha permitido conocer del debate dentro del Sínodo en curso. Es destacable que las diversas “posiciones” reflejadas en el documento –que de ninguna manera debería considerarse definitivo, según las autoridades que lo dieran a publicidad– son en realidad una sola, según el curso del texto va sugiriendo.

No se advierte ninguna discrepancia en una materia en la cual, como es natural, podría y hasta sería saludable esperar alguna. Este mismo hecho torna poco creíble su texto.

Por otra parte, los distintos puntos de esta “relación” se convertirán a partir de ahora en el temario principal del Sínodo, sometiéndose al estudio y la votación de los obispos y dignatarios participantes. No queda espacio alguno para la duda: la heterodoxia ha salido triunfante por medio del engaño, el ocultamiento y la traición. Ni más ni menos que otro nuevo juicio a Nuestro Señor Jesucristo.

El documento se inaugura con una visión dulzona y sentimental, y por eso mismo profundamente individualista, de lo que podría llamarse “la familia”. El tono intimista y psicologista, de corte netamente subjetivo y hemipléjico, pone en clima para aligerar una forzada compasión no necesariamente merecida ni exacta ni siquiera virtuosa y que elude de intento la cuestión principal de cualquier tribulación humana que es, a saber: que Dios no impone a nadie un pesar superior a sus fuerzas y a la gracia dada para sortear el mal. Dios no es peronista: no ha creado una ley para ver si el hombre se enreda en ella y, complicado en algo que no puede cumplir, se pierde eternamente. San Pablo recuerda en la Carta a los Romanos que así era, de alguna forma, la ley antigua, que señalaba una obligación pero no daba la fuerza para cumplirla. La Ley de la Gracia no quita la obligación, sino que pone los medios para cumplir la Ley de Dios, para mantenerse fiel al Creador. Esa nueva ley es Cristo, que es la Iglesia y la gracia de los Sacramentos, signos eficaces de la fuerza sobrenatural que nos auxilia.

Ni la historia personal, ni la historia “global”, se ven aquí como lo que realmente son, una espiral que se dirige hacia Dios en la cual algunas cosas nos son dadas y otras podemos elegirlas. La familia, y acaso su propia ausencia o falta, son una gracia y también una prueba del Cielo; la Gloria que esperamos nos es anticipada en la misma vida familiar de manera tal de hacernos más apetecible lo que no vemos a través de lo que vivimos. Esa dimensión verdaderamente religiosa de la familia, comprobable aún en los pueblos paganos de la antigüedad –y es lo que omite el mundo moderno y la “Relatio” que comentamos. Volver a la casa del Padre es de este modo un anhelo comprensible y razonable para quien ha tenido un padre terrenal amable, fuerte y generoso; amar el decoro de Su casa no es, así visto, cosa menor ni infundada; volver a la infancia –feliz y despreocupado descanso en “la fuerza de papá y el amor de mamá”– es la cima del deseo íntimo humano que Nuestro Señor resume en tres palabras: “Sed como niños”.

¿Qué sentido último tiene toda la esperanza cristiana y los consejos del Redentor sin esta base vertical, este torrente vívido y cordial corriendo por nuestras venas y que nos lleva hacia arriba…? Ninguno, pues predicar categorías vacías, sin sentido para quien las oye es lo mismo que no decir nada, es como ofrecer al pecador la misma agonía del pecado en la cual ya vive, pasarle una película de miserias a los habitantes del pobrerío. Esto es, fue y será una crueldad inmensa.

Así pues, la familia tal cual natural y religiosamente es, debería ser siempre el norte, la causa ejemplar y el punto de no retorno de nuestra actividad pastoral, de manera tal de sostener la perseverancia de los buenos y dar a los pecadores y a los perdidos un ejemplo amable, un respiro a su mal y la segura esperanza de su curación.

El camino de la Salvación propuesto por Cristo es para los esforzados, que con los auxilios de la gracia llegarán a la Casa del Padre; pero les será negado a aquellos que no quisieron poner su pequeña porción de esfuerzo para ganarse el Cielo; pues “milicia es la vida del hombre sobre la tierra”, como nos dice Job. Milicia y esfuerzo, no francachela.

Dicho esto como una crítica introductoria a un contexto general que, en ocasiones singulares, no carece de interés y de verdades de rebosante realismo, como el párrafo sexto de la primera parte cuando se critica con indudable acierto la criminal presión tributaria que se ejerce sobre las familias, que ya padecen la escasez de trabajo en todas sus formas habituales, es decir, como falta de labor remunerada o como subempleo.

No obstante, daría la impresión que esta descripción preliminar únicamente tuviera por propósito ser la base de impulsión de ciertas frases que, so color de sencillez, encierran más confusión que simple verdad. Por ejemplo, en la primera parte, párrafo once, se dice que, en todo este contexto “la Iglesia advierte la necesidad de dar una palabra de esperanza y de sentido”. ¿Qué son entonces las Sagradas Escrituras, la Tradición, la Liturgia pública sino las palabras de esperanza y sentido propias de la Iglesia, mas no como las daría el mundo…? ¿Se afirma implícitamente que Dios no ha dado lo necesario y suficiente para afrontar los desafíos de nuestro tiempo…? Luego, las palabras que habrán de darse no serían ya las de la Iglesia, sino las del mundo por boca de eclesiásticos, pues las de la Iglesia –el Cuerpo Místico de Cristo– están ahí hace 2000 años.

Esta idea es confirmada por la cita falsa contenida en el parágrafo 13, en el cual se alude a la necesidad de tener en cuenta una supuesta “ley de la gradualidad” de la ley moral, ley que habríase confirmado como medio de pedagogía divina en la Exhortación Apostólica “Familiaris consortio”, pár. 34, de Juan Pablo II. Lo cierto es que el texto de la exhortación juanpablista es exactamente lo contrario a lo que se pretende demostrar con esa cita. Leámoslo: «…en el ámbito de la vida moral, se está llamado a un continuo camino, sostenido por el deseo sincero y activo de conocer cada vez mejor los valores que la ley divina tutela y promueve, y por la voluntad recta y generosa de encarnarlos en sus opciones concretas…  Sin embargo, no se puede mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que se la debe considerar como un mandato de Cristo Señor a superar con valentía las dificultades. «Por ello la llamada “ley de gradualidad” o camino gradual no puede identificarse con la “gradualidad de la ley”, como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones. … Esta pedagogía (divina), como ha puesto de relieve el Sínodo, abarca toda la vida conyugal. Por esto la función de transmitir la vida debe estar integrada en la misión global de toda la vida cristiana, la cual sin la cruz no puede llegar a la resurrección. En semejante contexto se comprende cómo no se puede quitar de la vida familiar el sacrificio, es más, se debe aceptar de corazón, a fin de que el amor conyugal se haga más profundo y sea fuente de gozo íntimo.»

Es sin embargo evidente que la tesis central del párrafo es proponer cierta “gradualidad de la ley moral”, que por divina condescendencia con la flaqueza humana regiría las exigencias de la Moral católica. Expresamente Juan Pablo II y, desde luego, toda la ortodoxia católica desecharon esta idea nefasta. Es de allí de donde proviene la asombrosa afirmación (§ 14) sobre la “continuidad y novedad de la alianza nupcial”, como si la revelación fuese distinta o variable en más o menos y como totalmente nueva para cada generación –que lo es en cuanto dicha generación la recibe, pero no en lo que recibe– modificando su contenido a lo largo del decurso histórico, sin detenerse en que el depósito del a Revelación es siempre igual e inmutable –como inmutable y eterno es Dios, su Autor– y jamás “nuevo” en el sentido de contradictorio o distinto o por grados. La Fe, se dice y con razón, es una virtud teologal íntegra: Se cree todo lo que se propone para ser creído, o no se cree. Y así mismo es el acto moral: absoluto.

Consideramos esencial reparar en estos parágrafos en particular, porque en ellos se contiene el fundamento teológico del ensayo moral que luego se verá. Es decir, son el error inicial.

Así pues, siguiendo este error, se afirma que la vida familiar –que se reconoce como trasunto de la Santísima Trinidad, es decir, de la vida divina– ha reconocido jalones o etapas históricos, lo cual es inmensa falsedad, por que no son más que diversas modalidades de un mismo y único instituto matrimonial creado por Dios en el Paraíso y que perpetuará hasta el fin de los tiempos.

Esta idea equívoca de la gradualidad –ora de la ley divina, ora de la Salvación, cosas bien diversas por cierto– aparece nuevamente para responder al interrogante sobre los matrimonios desavenidos –atención: hasta aquí son solamente “fracasados”, pero todavía no son adulterinos, como pronto se verá es lo que los redactores tienen in mente, reserva mediante– de la mano de Lumen Gentium, 8, donde dice que la Iglesia de Cristo “subsiste en” otras agrupaciones religiosas cristianas o acaso no cristianas, que es un modo equívoco de afirmar que la verdad puede vivir mezclada in substantia con el error, lo cual es un auténtico disparate.

Seguramente un pecador puede decir una verdad, pero eso no hace recomendable ni recuperable, ni mucho menos amable, el pecado en el cual vive; seguramente se puede ser misericordioso con los pecadores y detestar el pecado que los hace sufrir, como Dios quiere probar con su santísima paciencia. Pero en ningún caso se puede admitir el pecado so pretexto de salvar al pecador, que sería cosa tan eficaz como combatir al incendio con nafta u ofrecerle agua al ahogado. Como el acto moral es absoluto –un solo pecado nos puede llevar de cabeza al infierno– también así es el rechazo que nos debe producir.

Y de esto, en realidad, se trata todo el texto que leemos –y poco creemos: de justificar el pecado para hundir más al pobre pecador.

No está demás señalar que esta “doctrina” de la gradualidad –aplicada caprichosamente a cualquier cosa y a partir de cualquier cosa– no es más que la teoría de los redivivos “círculos concéntricos” de Alfred Loisy, un ateo y heresiarca que se fingió católico durante 30 años para destruir la Iglesia desde dentro y fue condenado por San Pío X. Así pues, se puede ser bueno “gradualmente”, no en el sentido de ir acopiando los hábitos perfectivos que nos alejarán cada vez más del pecado sino en el no dejarlo tajantamente, sino de a poco o aún, no dejarlo nunca del todo porque no hace falta.

Por eso, a la vida pecaminosa no se la llama por su nombre propio sino con el encubridor eufemismo de vida “imperfecta o incompleta” (§ 20), como si el vicio pudiera ser un jalón en el camino al bien o solamente un retroceso, pero no un mal en sí mismo. Los caminos del pecado y de la Vida Eterna son diametralmente opuestos; ciertamente, cada uno de nosotros puede debatirse toda la vida entre la Gloria y la perdición eterna; pero amando la Salvación que Cristo nos ofrece, lo primero es detestar el pecado con toda el alma, aunque nosotros mismos no podamos zafarnos de sus garras. Esta nueva teología “kasperiano–francisquista” lo que ofrece es una cómoda instalación en el pecado, apoltronarse y no luchar contra el mal a favor de la propia salvación.

Cristo no nos ha pedido que triunfemos, simplemente que luchemos, pues el mérito está en la milicia y no en el triunfo, que es todo de Él; esta “receta” hodierna no es más que una abdicación de la lucha, un bajar los brazos y un cambio substancial de miras. Ya no deseo salvarme, porque el Sínodo me dice que igual Dios no se va a enojar si me detengo aquí y sigo pecando.

El engaño sin embargo es patente; una frase : «La verdad se encarna en la fragilidad humana no para condenarla, sino para sanarla» (§ 25), desnuda el propósito artero de los redactores. Cristo, y la Iglesia es Cristo, no condena la fragilidad humana sino que la anima a fortalecerse en Él y por Él, que es como decir: el médico sano no detesta a los enfermos, sino que desea curarlos y se ofrece a sí mismo para hacerlo. Pero supuesto que quiera dejarse atrás la enfermedad y no incorporarla también al médico sano, que es lo que sibilinamente propone esta doctrina.

Será por eso que el § 40 comienza con un vibrante llamado: «En el Sínodo ha resonado la clara necesidad de opciones pastorales valientes», lo que haría suponer a algún desprevenido que la Iglesia se ha mantenido los últimos 500 años al margen de toda realidad e ingerencia en las cosas.

Sin embargo el propósito es desviar la atención hacia un camino que la Iglesia tenía vedado por disposición de N. Señor, esto es, tener trato familiar y frecuente con adúlteros no arrepentidos, haciendo como si no pasara nada. Cristo se tropezó varias veces en su vida terrenal con adúlteros; en todos los casos los trató con inmenso amor y compasión y logró su fin primordial: el arrepentimiento. En ningún caso los felicitó ni los animó a continuar en su estado, aunque sus reprimendas no carecieran de humor y hasta de cierta displicencia informal –rechazada por los judíos sabios– como prueba el diálogo con la mujer samaritana del Pozo de Jacob.

Son innumerables las conversiones de adúlteros a lo largo de los siglos, lo que prueba que la Iglesia ha ejercido desde siempre “opciones pastorales valientes” y no acomodaticias con el mundo o la carne.

Sin embargo, el “plato fuerte” no podía ser otro que la homosexualidad, el “pecado nefando”, esto es, el que no se debía nombrar, el “innombrable”.

San Pablo refiere en Romanos, I, que la homosexualidad es el condigno castigo impuesto por Dios a la apostasía. Si esto es así, va de suyo que, además de ser pecado notablemente contra natura, es decir, que violenta la naturaleza humana, contiene por sí mismo un elemento nada desdeñable que incluye la apostasía. Sin duda podría demostrarse –fuera cierto o no– que existen algunas tendencias hormonales desordenadas que inclinan a la persona hacia los individuos de su propio sexo; pero eso no obliga a nadie a vivir pecaminosamente ni es causa fatal de sodomía alguna. Este último paso –paso atrás si los hay– es libérrimo y lo da el que quiere y porque quiere, recibiendo en su propia carne lo que su espíritu malquiso. Eso dice San Pablo y está obligada la Iglesia a decir.

Pero, he aquí que algunos “padres” sinodales deben haber mencionado la cuestión con gran insistencia, pues abarca un capítulo entero, cuando –por ejemplo– no hay ninguno dedicado a los hijos, a su educación, etc. Se afirma que hay que recibirlos “aceptando y evaluando su orientación sexual, sin comprometer la doctrina católica sobre la familia y el matrimonio”, es decir en buen romance, dejando de lado la fe y la solidez de los principios sobre los cuales se asienta una familia normal. Ni más ni menos es lo que dice allí.

En el espacio que estaba dedicado supuestamente a la prole, se habla solamente de “la pareja” y ni una palabra sobre la paternidad –analogía humana de la paternidad de Dios– salvo para indicar cómo evitarla mediante la “regulación de la natalidad”. Una expresión fea para una realidad ídem.

En lo que hemos leído no existe la menor referencia a la familia, ni campea tampoco la idea que de ella tenemos los católicos y mayoría de los seres humanos, ni alusión a sus problemas y dificultades ni al misterio teológico que encierra y a la concatenación natural que supone y que es la tradición misma. Simplemente, referencias deshilvanadas a los vicios individuales de algunas personas, algunas de las cuales serían casadas y otras no, las cuales hipotéticamente deberían ser recibidas sin prevención alguna por la comunidad cristiana, pese a ser portadoras –eso se admite implícitamente– de conflictos morales de muy difícil resolución y seguramente de perniciosa difusión –escándalo del cual nada temen estos “padres”. Por supuesto no existen referencias evangélicas, ni escriturísticas que avalen tal o cual postura, sino tan solo una invitación a “reflexionar” sobre una serie de hipotéticas realidades que, se acepta, no se desea contribuir a modificar en ninguna forma. Todo el lenguaje es relativista y lleno de los lugares comunes que hizo afamados el modernismo teológico, generalmente constituido por sentencias irrelevantes o sentimentales fuera de su contexto debido y conclusiones sin orden lógico ni ontológico.

La alusión a nuevos “caminos pastorales” es filfa pura. No es otra cosa que la renuncia al apostolado católico para instalar a los fieles como meros espectadores del caos terminal del mundo, sin mediar impedimento alguno. Ni siquiera la severa advertencia evangélica sobre los tres enemigos del alma, a saber: el demonio, el mundo y la carne –tres ausentes totales de la mente del redactor sinodal– han detenido este espeto de tonteras, insensateces e inmundicias.

Y es que no existe ningún “camino pastoral” fuera del trazado por el Buen Pastor.