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Diego Neria Lejárraga, en la escalera de la iglesia de San Esteban, en Plasencia. :: andy solé
El bendito encuentro entre Francisco y Diego

El bendito encuentro entre Francisco y Diego

El Papa recibió el sábado en El Vaticano a un placentino que se siente fuera de la Iglesia desde que se sometió a una reasignación de género

Ana B. Hernández

Domingo, 25 de enero 2015, 08:15

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«Nunca antes me hubiera atrevido, pero con el Papa Francisco sí; después de oírle en muchas intervenciones, sentí que él me escucharía». Diego Neria Lejárraga es un placentino de 48 años, que el sábado fue recibido por el Papa Francisco en un encuentro estrictamente privado -como tantos otros del Santo Padre- en su residencia de Santa Marta, en El Vaticano, a las cinco de la tarde. Un momento excepcional para cualquier creyente, para miles de ciudadanos en todo el mundo, y único en la vida de Diego. Porque, ahora sí, su espíritu está en paz.

«Cuando llegaba Nochebuena en mi casa podíamos cenar una tortilla de patatas, porque mi madre prefería llevar a casa a personas que no tenían nada para comer, y sentarlas a nuestra mesa, en lugar de disfrutar solo la familia de una opípara cena». Es el recuerdo que escoge para ilustrar sus orígenes. Nació en el seno de una familia bien situada, católica y practicante. Con paso propio en la Semana Santa placentina. Con una estrecha relación con la Iglesia.

Hoy Diego mantiene ser católico y practicante. A pesar de que esa relación con la Iglesia no es ya estrecha. O no lo era hasta el sábado. Porque su encuentro con el Papa Francisco marca claramente un antes y un después en su vida. En la de este placentino, que nació niña, y muy posiblemente en la de otras tantas personas que estén pasando, pasen o hayan pasado por un proceso íntimo y duro en el que el rechazo social y la lejanía de la Iglesia están o estaban garantizados. Quizás también el Papa Francisco cambie la realidad de las personas que un día decidieron o decidan, como Diego, reasignar su género.

Entonces tal vez se pueda, si no eliminar, sí reducir el sufrimiento que hasta ahora estaba asegurado y que ha marcado no pocos momentos de la vida de este placentino. Desde que tiene uso de razón e, incluso, antes. Sus cartas a los Reyes Magos parecía que nunca llegaban. Porque jamás tuvo el regalo que pedía: aquello que le permitiera ser niño. Y su desilusión llevaba a su madre a esconderse para que no la viera, y llorar. Porque ella sabía que Sus Majestades de Oriente no podían traer a su niño el regalo que cada Navidad pedía.

Cuando la infancia se fue y la inocencia quedó atrás, el sufrimiento se acrecentó. Porque entonces Diego supo que viviría resignado a su destino, en un cuerpo que no quería y que no reconocía. «Mi cárcel era mi propio cuerpo porque no se correspondía en absoluto con lo que mi alma sentía». Y lo escondió durante años como pudo. «No conocí un verano feliz en el que poder ir a la piscina con los amigos», reconoce con tristeza. Ni siquiera se daba chapuzones en la piscina que sus padres hicieron para él en la casa familiar. Porque, simplemente, no quería verse.

La protección de sus padres y hermana, el cariño y apoyo incondicionales de los tres, por los que Diego les estará eternamente agradecido, no suplieron, porque era imposible, sus deseos de conciliar cuerpo y alma y tener que dejarse de vendar el torso y llevar ropa tres tallas por encima de la suya para tapar las partes de su cuerpo que detestaba.

Diego seguía sin poder mirarse al espejo. Todos en casa sabían qué ocurría en realidad y que el paso del tiempo no cambiaría nada. Por eso él decidió seguir resignado a su destino. Porque la persona que más ha querido en el mundo, «el alma de mi vida», su madre, le pidió que no cambiara su cuerpo mientras ella viviera. «Y por ella en una y mil vidas esperaría siempre».

A ella la cuidó durante los últimos años de su vida y uno después de su muerte, cuando Diego cumplió los 40, dio por fin el paso: contactó con una cirujana plástica y comenzó a cambiar su cuerpo. Quería, lo tenía muy claro, que otro de los grandes tesoros de su vida, su sobrina, le conociera de verdad como es, como siempre ha sido.

Vivió entonces a medio camino entre Madrid y Plasencia y cuando regresó de forma definitiva a su ciudad natal, su aspecto físico era diferente. Por fin, su cuerpo y su alma se habían encontrado.

Pero entonces tampoco el sufrimiento desapareció. El rechazo social y la condena de la Iglesia lo impidieron. «¿Cómo te atreves a entrar aquí con tu condición? No eres digno», le dijeron algunos de comunión diaria cuando Diego volvió a su iglesia. «Eres la hija del diablo», escuchó un día en plena calle de boca de un sacerdote.

Entonces se encerraba en casa a llorar. También a escribir. Diego Neria ha convertido muchas veces en letras sus sentimientos. Una terapia personal e íntima que ha hecho posible el mayor regalo de su vida. Porque fue una de esas tardes de dolor en la que decidió escribirle una carta al Papa Francisco. Y enviársela. Lo hizo a través de todas las alternativas posibles. También por medio del obispo de Plasencia, Amadeo Rodríguez Magro, en quien ha encontrado estos últimos tiempos ánimo, consuelo y apoyo.

«Soy el Papa Francisco»

Poco antes de las dos y media de la tarde, el día de la Inmaculada, mientras cuidaba a su padre enfermo entonces en su casa, recibe una llamada. «Era de un número oculto. La verdad es que no sé muy bien por qué descolgué el teléfono, porque esas llamadas nunca las contesto», recuerda. Esta vez el azar o lo que fuera hizo que Diego Neria respondiera. «Soy el Papa Francisco», escuchó. Y el cuerpo le dejó de responder. No sabía qué estaba pasando hasta que el Santo Padre le dijo que había leído su carta y le había llegado al alma. La emoción apenas le permitió abrir la boca, pero el Papa le pidió que se calmara y le dijo que quería verle, y que le llamaría más adelante para fijar la fecha del encuentro

Ocurrió pocos días después. El 20 de diciembre, mientras paseaba por Sevilla, ciudad en la que reside su prometida. El Santo Padre volvió a telefonear a Diego. Y le propuso, si les venía bien a él y a su mujer, la fecha del 24 de enero, a las cinco de la tarde, en El Vaticano para verse.

«La primera llamada ya era muchísimo más de lo que yo esperaba; la segunda seguía sin creerme lo que me estaba pasando, porque yo sé que mi caso no es nada, que hay tantas personas que sufren en este mundo, que no merezco la atención del Papa». Pero fue a él a quien Diego le planteó sus dudas y sus esperanzas en la carta. A quien preguntó por qué la Iglesia le rechaza, por qué no puede ser un católico practicante, por qué le da miedo comulgar, por qué no siente que forma parte del rebaño, por qué es incapaz de encontrar al Pastor.

Diego le preguntó al Santo Padre entonces si tal como es hoy, si después de su reasignación de género, hay algún rincón en la casa de Dios para él. Y el Papa Francisco ayer le abrazó en El Vaticano. En presencia de su mujer, con la que muy pronto formará una familia.

Hoy su espíritu está en paz. Y confía en que lo esté también el de otros muchos. No pretende abanderar nada, nunca lo ha hecho. Pero le gustaría que otros pudieran ver luz en el oscuro camino que a veces tienen que recorrer quienes nacieron en un cuerpo que no reconocen. «Si yo hubiera podido elegir, no habría elegido mi vida», deja claro.

Diego ha superado uno y mil obstáculos y ha logrado ser finalmente quien ha querido. Gracias al máximo representante de la Iglesia católica, a un Papa que recibió, leyó y atendió su carta. Esa misiva que Diego está seguro que le ayudó a escribir su madre, que desde el cielo ha querido acompañarle en el último tramo para lograr que, esta vez sí, los Reyes Magos atendieran su carta. Hoy Diego Neria es un hombre en paz.

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