Esta es una enfermedad mortal: la división. La experimentamos en nuestro corazón, porque frecuentemente estamos divididos dentro de nosotros mismos. Experimentamos la división en las familias, en las comunidades, entre los pueblos, incluso en la Iglesia.
Son muchos los pecados contra la unidad: las envidias, los celos, la búsqueda de intereses personales en vez del bien de todos, los juicios contra los otros. Y estos pequeños conflictos que tenemos entre nosotros se reflejan después en los grandes conflictos, como el que vive en estos días su país. Cuando los intereses de parte, la sed de ventajas y de poder se imponen, estallan siempre enfrentamientos y divisiones. La última recomendación que Jesús hace antes de su Pascua es la unidad. Porque la división viene del diablo que es el que divide, el gran mentiroso que siempre divide.
Estamos llamados a cuidar la unidad, a tomar en serio esta apremiante súplica de Jesús al Padre: que sean uno, que formen una familia, que tengan el valor de vivir vínculos de amistad, de amor, de fraternidad. Cuánta necesidad hay, sobre todo hoy, de fraternidad. Sé que algunas situaciones políticas y sociales son más grandes que ustedes, pero el compromiso por la paz y la fraternidad nace siempre de la base. Cada uno, en lo pequeño, puede hacer su parte. Cada uno, en lo pequeño, puede comprometerse a ser constructor de fraternidad, a ser sembrador de fraternidad, a trabajar en la reconstrucción de lo que se ha roto, en vez de alimentar la violencia.
Estamos llamados a hacerlo, también como Iglesia. Promovamos el diálogo, el respeto por el otro, la custodia del hermano, la comunión y no dejemos entrar en la Iglesia la lógica de los partidos, la lógica que divide, la lógica que nos coloca a cada uno al centro descartando a los otros, esto destruye: destruye la familia, destruye la Iglesia, destruye la sociedad, destruye a nosotros mismos.