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DECALOGO - DIEZ PALABRAS DE VIDA:  6. MANDAMIENTO 'NO COMETERAS ACTOS IMPUROS'


EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ

Páginas relacionadas       

                     

1. La sexualidad en el plan de Dios


2. El matrimonio, símbolo de la alianza divina


3. No adulterarás


4. No cometerás actos impuros


5. Cristo devuelve el sentido original al sexto mandamiento

Los diez mandamientos de la Ley de Dios

No cometerás adulterio (Ex 20,14;Dt 5,18)

 

 

            Hoy es evidente la divergencia entre la cultura actual y el Decálogo. Sin embargo, como palabra de vida y liber­tad, el Decálogo, y en concreto el sexto mandamiento, conserva toda su validez y actualidad. La intención original del sexto mandamiento es proteger el matrimonio y, consiguientemente, la familia. A lo largo de toda la Escritura se aprecia la enorme estima del matrimonio, del cuerpo y de la sexualidad. Los "no" del Decálogo se iluminan a la luz del "sí" que defienden.

 

La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejan­za de Dios (Gén 1,26-27) y se cierra con la visión de las "bodas del Cordero" (Ap 19,7.9). De un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su "misterio", de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizacio­nes diversas a lo largo de la historia de la salva­ción, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación "en el Señor" (1Cor 7,39), todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y la Iglesia (Ef 5,31-32).[1]

 

 

Sexto Mandamiento: No fornicar - castidad - fidelidad matrimonial

 

 

 

1. LA SEXUALIDAD EN EL PLAN DE DIOS

 

            El hombre, en cuanto persona, es un ser que vive en diálogo con el otro. Su vivir es convivir. Su vida aconte­ce en forma de convivencia. Este ser con los demás y para los demás pertenece al núcleo mismo de la existencia humana. Esta estructura interpersonal se vive en la vivencia del amor en su doble dimensión: amor de los demás y amor a los demás. La indigencia mueve al hombre a salir de sí, pues experimenta en lo más hondo de su ser que "no es bueno que el hombre esté solo". Pero, al mismo tiempo, la riqueza de vida le impulsa a abrirse y donarse a los demás "como ayuda adecuada". La sexualidad es la gran fuerza que empuja al hombre a abrirse y a salir de sí mismo, con su necesidad del otro y con su capacidad de donación al otro:

 

La vocación al matrimonio se inscribe en la naturale­za misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El cuerpo, en cuanto sexuado, manifiesta la vocación del hombre a la reciprocidad, esto es, al amor y al mutuo don de sí... El cuerpo que expresa la feminidad para la masculinidad y, viceversa, la masculinidad para la feminilidad, manifiesta la reciprocidad y la comunión de las personas. La expresa a través del don como caracte­rística fundamental de la existencia personal.[2]

 

            El hombre, como Dios lo ha creado, en su bipolaridad referencial de varón y mujer, es imagen de Dios (Gén 1,27), creado para adorar a Dios y reflejar en su comunión de vida y amor el misterio de Dios, Uno y Trino. "No hay en este mundo otra imagen más perfecta que la familia, más completa de lo que es Dios".[3] "El nosotros divino -hagamos al hombre- constituye el modelo eterno del nosotros humano formado por el hombre y la mujer creados a imagen y semejanza de Dios"[4]:

 

Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor (1Jn 4,8) y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano (FC, n.11)

 

            Así, pues, al crear la primera pareja, Dios consagró la unión del hombre y la mujer, uniéndolos en matrimonio con su bendición.[5] Así, Dios nos mostró su designio sobre el matrimonio, como imagen de su vida intratrinitaria:

 

El designio original del Creador, que desde "el principio" ha querido al ser humano como "unidad de los dos", ha querido al hombre y a la mujer como primera comunidad y, al mismo tiempo, como signo de aquella comunión interpersonal de amor que constituye la misteriosa vida íntima de Dios Uno y Trino. (Chistifideles, n. 52).

 

            Gracias al amor, la sexualidad humana se hace preci­samente humana. La sexualidad en el hombre no es instinti­va, sino signo y lenguaje de comunicación entre personas. La sexualidad es una de las puertas que abre al hombre a los demás, para recibir el amor del otro y para donarse en ofrenda al otro. La sexualidad le vincula al otro, desde la indigencia  -"no es bueno que el hombre esté solo"- y desde la riqueza -"como ayuda adecuada para el otro"-. La sexualidad abre la puerta de la propia existencia al otro, que entra por ella en la propia intimidad ofrendada.[6]

 

            La sexualidad implica toda la persona humana. No puede ser entendida únicamente desde su dimensión biológi­ca, sino a la luz de la persona entera, aunque ciertamente incluye la dimensión corporal del hombre, pero visto el cuerpo en su significado esponsal, como expresión del "sincero don de sí mismo" (MD, n.10). Todo intento de acercarse a la sexualidad desde una óptica dualista, corre el riesgo de caer en cualquiera de los dos extremos: ver al hombre como ángel o como bestia, según la dimensión que se acentúe. La Iglesia, en cambio, afirma que "el acto conyugal, con el que los esposos se manifiestan recíproca­mente el don de sí mismos, es un acto indivisiblemente corporal y espiritual" (DV, II,B 4).

 

            La Iglesia se ha opuesto siempre a los dos extremis­mos: al maniqueísmo que abomina del cuerpo, del sexo y del matrimonio, y al hedonismo materialista, que reduce la sexualidad al placer, privándola de su significado de ofrenda personal y de servicio a la vida.[7] Ni el angelismo ni el materialismo son cristianos, ni humanos. El sexo implica el ser total de la persona para ser humano. El sexo sin amor, como pura expresión biológica, es la nueva expresión del dualismo en nuestro tiempo.

 

            El hombre, espíritu encarnado, no está llamado a vivir en la pura instintividad animal, ni tampoco en un angelismo desencarnado. La castidad no se da en el liber­tinaje ni en la represión, sino en el amor. "La sexualidad es un elemento básico de la personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano".[8] "La sexualidad, orientada, elevada e integrada por el amor adquiere verdadera calidad humana. En el cuadro del desarrollo biológico y psíquico crece armónicamente y sólo se realiza en sentido pleno con la conquista de la madurez afectiva, que se manifiesta en el amor desinteresado y en la total donación de sí".[9]

 

            En su forma negativa, el "No cometerás actos impuros" del Decálogo incluye el aspecto positivo de estima y defensa del amor y, en concreto, de la sexualidad, expre­sión del amor y de la vida, con su doble significado unitivo y procreador.

 

Hago un llamamiento de manera particular a los jóvenes, para que descubran la riqueza de sabiduría, la integridad de conciencia y la profunda alegría interior que brotan del respeto de la sexualidad humana entendida como gran don de Dios y vivida según la verdad del significado nupcial del cuerpo.[10]

 

 

Sexto Mandamiento: No fornicar

 

 

 

2. EL MATRIMONIO, SIMBOLO DE LA ALIANZA DIVINA

 

            Dios ha dado a conocer a Israel su nombre; y, en su nombre, se ha manifestado El mismo en su relación salvadora con el pueblo, al que se ha unido en alianza. Pero Dios se ha comunicado también como Esposo que ama a Israel con un amor nupcial. El matrimonio es el símbolo de la alianza en el amor entre Dios y el pueblo de su elección.

 

            La Escritura describe repetidamente el matrimonio como el más auténtico símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo.[11] De aquí que la infidelidad matrimonial sea vista en estrecha relación con la infidelidad de Israel a Yahveh. Al mismo tiempo se subraya la permanente fidelidad de Yahveh a su pueblo (Sal 117,2;Rom 3,3). De este modo, la experiencia de la fidelidad de Yahveh a la alianza constituye una constante llamada a la fidelidad matrimo­nial. El amor humano y el amor divino se iluminan y fomentan mutuamente.

 

Contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen del amor conyugal exclusivo y fiel, los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad e indisolubilidad del matrimonio (Mal 2,13-17). Los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos. La Tradi­ción ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una expresión única del amor humano, puro reflejo del amor de Dios, amor "fuerte como la muerte" que "las grandes aguas no pueden apagar" (Ct 8,6-7).[12]

 

            Este amor humano, según la visión bíblica, entra en el ámbito de la alianza, significando y manifestando las relaciones de Dios con su pueblo. Al vivir en matrimonio, los esposos creyentes saben que realizan el misterio del amor de Dios. Esta iluminación de los profetas sobre el amor conyugal es llevada a plenitud por san Pablo al relacionar el misterio del amor y unión entre Cristo y la Iglesia con el misterio del amor conyugal. Pablo, para expresar "el gran misterio" de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo, no ha encontrado otro símbolo más real y expresivo que el de la alianza matrimonial (Ef 5,22-32):

 

El matrimonio de los bautizados se convierte en símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor, renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la cruz (FC, n.13).

 

            A la luz de la alianza de Dios con el pueblo, se manifiesta cómo el amor -si es amor- es siempre "paciente, servicial, no envidioso; no se jacta, no se engríe; es decoroso; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa: Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta" (1Cor 13,4-7).

 

            La comunión matrimonial, don de Dios Creador, como signo de la alianza de Dios con los hombres, es el "sacra­mento primordial" inscrito por Dios en su misma creación. El matrimonio, pues, es creación de Dios y, por tanto, bueno; y, además de bueno, como sacramento del amor de Dios, es portador de salvación divina.

 

            Así el matrimonio, alianza de por vida en el amor, nos ilumina el sentido de la alianza establecida por Dios en el Sinaí, dándonos el verdadero significado del Decálo­go. No se trata de un pacto jurídico, legal. Los lazos que unen al hombre con Dios son lazos de amor, de bondad, de ternura, de misericordia, de vida, de fidelidad, de hesed.[13] La experiencia de la fidelidad de Dios a la alianza muestra la plenitud del amor entre los esposos. La vida matrimonial, pues, a la luz del Decálogo, se vive en la alianza de la libertad, como indisoluble y fiel. Como "comunidad de vida", el matrimonio se extiende cuanto dura la vida.

 

            El sexto mandamiento queda integrado en la alianza de Dios con el pueblo liberado de la esclavitud. Así es como el matrimonio se hace lugar de la gracia de Dios. Lo que Dios busca con este mandamiento es preservar de la des­trucción, por el egoísmo, la "íntima comunidad de vida y amor" formada por el hombre y la mujer unidos en matrimo­nio, imagen de su amor fiel a los hombres.

 

 

6° Mandamiento: No adulterarás

 

 

3. NO ADULTERARAS

 

            La condena del adulterio se dirige, ciertamente, a la comunidad de esposos, pero no se trata de algo privado, sino que representa algo fundamental para toda la comuni­dad humana, pues la relación hombre-mujer es la forma primordial de toda convivencia humana. La forma concreta y primera de la dimensión social del hombre, creado a imagen de Dios, es la comunión entre el hombre y la mujer. El sexto mandamiento protege, por tanto, el amor y la libertad en una área central de la vida humana.

 

            "La persona humana -dirá K. Barth- es necesaria y enteramente o varón o mujer, pero al mismo tiempo es también necesariamente hombre y mujer. Nunca puede subs­traerse a esta diferencia y querer ser simplemente 'un ser humano', independientemente de su ser varón o mujer, no puede tampoco establecer una relación que no sea de 'hombre y mujer'".

 

            En la Escritura encontramos ejemplarizada en José la lucha contra la seducción e incitación al adulterio, que desencadena una serie de acontecimientos como la difama­ción, la prisión del inocente, culminando con el desvela­miento de la verdad y la victoria providencial de José el fiel (Gén 39,7-20).

 

            La historia de David, desde otro ángulo de vista, nos manifiesta las consecuencias del adulterio, que lleva hasta el asesinato, provocando el reproche del profeta Natán y todas las desgracias subsiguientes en la familia de David (2Sam 11 y 12).

 

            Los libros sapienciales no se cansarán de poner de manifiesto el carácter pernicioso del adulterio, tanto del varón (Pr 6,27-35) como de la mujer (Eclo 23,22-27). El libro de los Proverbios, al mismo tiempo que exalta el amor a la esposa de la juventud como fuente de alegría (5,15-19), en otros muchos textos advierte sobre el engaño que se esconde en quien busca el placer sexual, yendo tras las ilusiones de una libertad sexual que conduce a la muerte (7,1-27;5,1-14).

 

            Y los profetas presentarán el adulterio a la luz de la fidelidad esponsal de Dios a la alianza con su Pueblo (Cfr. Ez 16; Os 1,2-2,3). La fidelidad matrimonial es un signo de la fidelidad de Dios. El adulterio es idolatría y la idolatría es adulterio. El adulterio contradice el plan de Dios en lo más profundo de su significado.

 

            El Nuevo Testamento presenta a Juan Bautista en prisión y, finalmente, decapitado, por haber repetido a Herodes: "No te está permitido tener la mujer de tu hermano" (Mc 6,18).

 

            Y Jesús en el Sermón del Monte nos da el significado auténtico del Decálogo, la expresión plena de la voluntad de Dios, el designio de Dios sobre la sexualidad:

 

Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón... También se dijo: El que repudie a su mujer, que le dé acta de divorcio. Pues yo os digo: Todo el que repudia a su mujer, excepto el caso de fornicación, la hace ser adúltera; y el que se case con una repudiada, comete adulterio (Mt 6,27-28.31-32).

 

            Pablo, igualmente, condena en sus cartas el adulterio (Rom 7,3;1Tes 4,3-4). El adulterio, como la codicia, el robo o el homicidio, es una violación del amor (Rom 13,9-10) y, por tanto, excluye de la herencia del Reino de Dios (1Cor 6,9-10).

 

            De modo particular, la carta a los Hebreos exhorta: "Tened todos en gran estima el matrimonio, y el lecho conyugal sea inmaculado, pues a los fornicarios y adúlte­ros los juzgará Dios" (13,4).

 

            En su forma concreta, pues, el sexto mandamiento dice: "No cometerás adulterio", pero abarca toda el área de relaciones entre el hombre y la mujer. Ya en el Antiguo Testamento, el matrimonio aparece encuadrado en una visión antropológica e histórico-savífica, que incluye todas los aspectos de la relación humana entre los sexos. En esta visión bíblica, la prohibición del adulterio es una palabra de vida, que salva la sexualidad de toda perver­sión o de su banalización. Es la expresión de la estima en que Dios tiene la sexualidad, vivida dentro del matrimo­nio, que hace del hombre y la mujer la imagen de Dios en la tierra (Gén 1,27).

 

 

Sexto Mandamiento: No cometerás actos impuros

 

 

4. NO COMETERAS ACTOS IMPUROS

 

            Israel es un pueblo elegido por Dios, que participa de la santidad de Dios, que es santo. Por ello, no puede contaminarse con las perversiones sexuales comunes a los paganos, "que no conocen a Dios", como dirá Tobías:

 

Somos hijos de santos y no podemos comenzar nuestra vida conyugal como los paganos, que no conocen a Dios  (8,5,Vulg.).[14]

 

            El "no cometerás adulterio" es expresado con el verbo nà'af, sin objeto determinado. En primer lugar se refiere al pecado contra el matrimonio: "Si un hombre comete adulterio (nà'af) con la mujer de su prójimo, será muerto tanto el adúltero como la adultera" (Lv 20,10). Pero lo mismo se lee en Deuteronomio con otra expresión (sàkab 'im) que se refiere a todo acto sexual: "Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos: el hombre que se acostó con la mujer y la mujer misma. Así harás desaparecer de Israel el mal" (Dt 22,22). A continuación dice lo mismo en caso de fornicación.

 

            El verbo sàkab 'im usado en Dt 22,22, que significa "yacer con" es empleado con relación al adulterio (Gén 26,10;35,22; 39,7.10.12.14), y también en relación a la fornicación (Ex 22,15;Dt 22,28), al incesto (Gén 19,32-35), a la homosexualidad (Lv 18,22;20,13) y a la sodomía (Ex 22,18;Dt 27,21). Por ello, "la Tradición de la Iglesia ha entendido el sexto mandamiento como referido a la globalidad de la sexualidad humana".[15]

 

            El cuerpo nos abre al encuentro con los otros; es expresión y lenguaje. Gracias al cuerpo nos hacemos presentes al otro, nos comunicamos con los demás, nos damos a los demás. Este es el significado profundo del cuerpo humano. Por eso, la Escritura presenta el cuerpo humano con infinito respeto. Es fruto de la acción creado­ra de las manos de Dios. Dios con sabiduría afectuosa le modela: "Tus manos me han plasmado, me han formado" (Job 2,7). "Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias porque me has escogido portentosamente, porque son admirables tus obras" (Sal 139,13-14).

 

            En la encarnación de Cristo, el cuerpo logra su plena glorificación. La carne humana, asumida por el Hijo de Dios, se convierte en medio de salvación. La Palabra se hace carne, presencia corporal (Jn 1,14). Y este cuerpo, asumido por Jesús, lo entrega a la muerte, y sacramental­mente en la Eucaristía, por nosotros (Lc 22,19). Y en la resurrección, el cuerpo glorificado de Cristo se muestra con las marcas de la pasión: el glorificado es el crucifi­cado (Jn 20,27).

 

            A la luz de Cristo, Dios encarnado, el cuerpo del hombre aparece en su significado pleno. Santificado por la gracia bautismal, incorporado a Cristo en la Eucaristía, elevado a signo del amor y fidelidad de Cristo en el matrimonio, constituido templo del Espíritu Santo, es ungido con la Unción al llegar a la muerte, como destinado a la resurrección de la carne.

 

            A esta luz, la Congregación para la Educación Católi­ca nos dice que el cuerpo revela al hombre y "es el primer mensaje de Dios al hombre mismo, casi una especie de sacramento primordial, entendido como signo que transmite eficazmente en el mundo visible el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad" (n.22). Por ello, "el cuerpo contribuye a revelar a Dios y su amor creador, en cuanto manifiesta la creaturalidad del hombre, su dependencia de un don fundamental que es don del amor de Dios" (n.23). Y, "en cuanto sexuado, el cuerpo manifiesta la vocación del hombre a la reciprocidad, esto es, al amor y al mutuo don de sí" (n.24). "El cuerpo, en fin, llama al hombre y a la mujer a su constitutiva vocación a la fecundidad como uno de los significados fundamentales de su ser sexuado" (n.24).

 

            Sólo el matrimonio o la virginidad realizan íntegra­mente la vocación del hombre. La castidad consiste en el reconocimiento y vivencia de todos estos significados del cuerpo, como vehículo del amor y de la vida. La tergiver­sación del cuerpo propio o ajeno, su instrumentalización o utilización contra su significado, es una violación del sexto manda­miento.

 

            Por razón del bautismo, el hombre entero, hasta en sus estructuras corporales, ha sido transformado por la presencia salvadora de Cristo. La sexualidad misma parti­cipa de esta salvación; como parte integrante del hombre, es una realidad santa, propiedad de Dios. El cuerpo no es para la lujuria, sino para glorificar a Dios:

 

El cuerpo no es para la lujuria, sino para el Señor. Y el Señor para el cuerpo, pues Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también con su poder. ¿Se os ha olvidado que sois miembros de Cristo? Y ¿voy a tomar un miembro de Cristo para hacerlo miembro de una prostituta? ¡De ninguna manera! ¿No sabéis que unirse a una prostituta es hacerse un cuerpo con ella? Lo dice la Escritura: "Serán los dos un solo ser". En cambio, estar unidos al Señor es ser un espíritu con El (1Cor 6,13-17).

 

            La lujuria contradice el significado esponsal del cuerpo, como lenguaje de comunión y donación. Por ello, el pecado sexual es pecado contra el propio cuerpo, como sigue diciendo San Pablo:

 

Huid de la lujuria; todo pecado que comete el hombre queda fuera de él; en cambio el lujurioso, peca contra su propio cuerpo (1Cor 6,18).

 

            Para San Pablo, desde su experiencia cristiana, desde su "ser y vivir en Cristo", todo abuso sexual es idola­tría, profanación sacrílega: "¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios y que no os pertene­céis? ¡Habéis sido comprados a gran precio! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo" (1Cor 6,19-20).

 

 

Sexto Mandamiento: No fornicar

 

 

5. CRISTO DEVUELVE EL SENTIDO ORIGINAL AL SEXTO MANDAMIENTO

 

            La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la nueva y eterna alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la humanidad salvada por El, preparando así las "bodas del Cordero" (Ap 19,7.9).

 

            En Cristo, el matrimonio es signo eficaz del amor salvador de Dios a los hombres, sacramento del amor esponsal de Cristo y la Iglesia. Así Cristo devuelve al matrimonio su sentido original, según el plan de Dios "desde el principio":

 

En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autori­zación, dada por Moisés, de repudiar a la mujer era una concesión a la dureza del corazón (Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisolu­ble: Dios mismo la estableció: "Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mt 19,6).[16]

 

            El amor singular que brota entre un hombre y una mujer, es una fuerza grande y misteriosa, pero apoyada en la fragilidad del corazón humano, siempre cambiante y voluble. Es lo que el evangelio llama "dureza de corazón", que hace al hombre incapaz de mantener la fidelidad al amor de su vida: esposo o esposa. Cristo, devolviendo el matrimonio a su radicalidad original, no impone una carga "más pesada que la ley de Moisés", sino que ofrece a los esposos cristianos un amor nuevo, que les asegure la estabilidad de su amor conyugal. Cristo, redimiendo al hombre con su muerte, corta de raíz los elementos que insidian contra el amor: orgullo, egoísmo, búsqueda de sí mismo, del propio interés. Libera, en definitiva, del miedo a la muerte, que es lo que impide al hombre amar definitivamen­te.

 

            Con Cristo, ha aparecido una novedad de vida: la fe rompe la "dureza de corazón" y hace del cristiano una criatura nueva, con un corazón y un espíritu nuevo, capaces de amar y perdonar siempre. El perdón, que Cristo posibilita, es el sello distintivo del cristiano que recrea el amor cada día y así hace nueva la unión. Este amor, -el Espíritu de Cristo derramado en nuestros corazo­nes-, es capaz de renovar el matrimonio. Cristo, más que exigir la indisolubilidad a dos que ya desean que su amor dure para siempre, se la ofrece como don, como participa­ción de su amor fiel a los hombres por encima de la muerte.

 

La insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y apare­cer como una exigencia irrealizable (Mt 19,10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (Mt 11,29-30), más pesada que la ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturba­do por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios... Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.[17]

 

            En el Sermón del Monte la prohibición del adulterio se alarga a la condenación de toda infidelidad, tanto en acciones, como en el mirar con intención de infidelidad. Se orienta, pues, a la fidelidad del amor, a la salvaguar­da del amor.[18]

 

            Para Jesús, se trata del amor, de la interioridad del corazón. No sólo es adulterio el acto externo, sino la misma intención. Este es el designio original de Dios:

 

Se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: ¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera? El respondió: "¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre"... Ahora bien, yo os digo que quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio (Mt 19,3-9).

 

            Jesús confirma la unidad y exclusividad del amor conyugal, como algo irrevocable según el designio de Dios sobre la sexualidad. Y Pablo, al hablar del matrimonio como sacramento del amor de Cristo a la Iglesia, recoge la misma enseñanza de Jesús, insertando el matrimonio en el orden de la creación y en la historia de la salvación. El designio de Dios al crear al hombre y a la mujer, recogido por los profetas como símbolo nupcial del amor salvador de Dios, ha llegado a su plenitud en la unión de Cristo con la Iglesia. Así, pues, el matrimonio responde al designio de Dios, cuando es vivido como don de comunión fiel y exclusivo, indisoluble durante toda la vida.

 

            La sexualidad, como don del Creador, con su bondad original y con las implicacio­nes del pecado, confundiendo e incluso falsificando el lenguaje sexual, nos lleva a Cristo que, con su redención, asume la sexualidad, la sana y restituye a su bondad original de gracia y santidad. La sexualidad, vivida en la comunidad de vida y amor, es decir, en el matrimonio, participa de la santidad que Cristo comunica a la Iglesia. Cristo cambia el "corazón duro" (Mt 19,1-9) y hace posible el verdadero amor, que libera del divorcio o del adulterio.

 

            Pues lo que cuenta y donde actúa Cristo, es en el corazón, en la interioridad del hombre, pues "de dentro del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades.." (Mc 7,21-22).

 

            La Iglesia, fiel a la Escritura y a toda la Tradi­ción, en la Familiaris consortio, frente a la glorifica­ción de la infidelidad de nuestro tiempo, afirma: "En virtud del pacto conyugal, el hombre y la mujer no son ya dos, sino una sola carne, y están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total" (n.19). Y, más adelante, añade:

 

En medio de una cultura, que rechaza la indisolubili­dad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesa­rio repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza (n.20).

 

            De este modo, los esposos "revelan a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor, donada por la gracia de Cristo" (n.19). La fidelidad conyugal, -que defiende el "no adulterarás"-, es un signo sacramental de la fidelidad de Dios a los hombres. Y, por ello, es gracia de Dios.

 



     [1] Cat.Ig.Cat., n. 1603.

     [2] Congregación para la Doctrina Católica, Orientacio­nes educativas sobre el amor humano, del 1-11-1983, n. 24.

     [3] JUAN PABLO II, Discurso del 30-12-1988. Sobre este punto y para todo el sexto mandamiento, ver mi libro Moral sexual. Hombre y mujer, imagen de Dios, Bilbao 1990.

     [4] Carta a las familias de Juan Pablo II, n.6.

     [5] Cat.Ig.Cat., n. 1604ss.

     [6] Cfr. Cat.Ig.Cat., n. 369-373.

     [7] Cfr. contra el maniqueísmo DS 461,794 y 1012; y contra el hedonismo DS 2148,2150 y 2958.

     [8] CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACION CATOLICA, 1-11-183, n.4.

     [9] Ibidem, n. 6.

     [10] Juan Pablo II en la Jornada de la juventud, en Denver, el 14-8-1993.

     [11] Os 1-3;Jr 2,1s;3,1ss;Ez 16 y 23;Is 50,1.

     [12] Cat.Ig.Cat., n. 1611.

     [13] Cfr. Ex 34,6-7;Os 1-3;Ez 16;23;Is 54;Ml 2,10ss;y todo el Cantar de los Cantares.

     [14] "En Israel no se hace así", repetirá la Escritura. Las perversiones sexuales de los paganos son un abominio para Israel. Cfr. 2Sam 13,12;Gén 34,7;Dt 22,21;Ju 19,23;20,6.10;Jr 29,23;Lv 18,22.26.29.30;Dt 24,4...

     [15] Cat.Ig.Cat., n.2336. En números sucesivos señala como violaciones del sexto mandamiento: la masturbación (2352), la fornicación (2353), la pornografía (2354), la prostitución (2355), la violación (2355), la homosexuali­dad (2357-2359), el adulterio (2380-2381), el divorcio (2382-2386), la poligamia (2387, el incesto (2388-2389), la unión libre (2390).

     [16] Cat.Ig.Cat., n. 1614. Cfr. n. 1612-1617.

     [17] Cat.Ig.Cat., n. 1615.

     [18] Junto a esta abierta y constante condena del adulterio, en el evangelio brilla también la misericordia del perdón que Jesús da a la mujer sorprendida en adulte­rio (Jn 8,2-11).

 

Sexto Mandamiento: No fornicar


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