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En algunos casos maldecir puede ser lícito y santo. No podemos sino alegrarnos con el celo de nuestro consultante y concordar con él a respecto de la situación gravísima de pecado en que el mundo …Más
En algunos casos maldecir puede ser lícito y santo.

No podemos sino alegrarnos con el celo de nuestro consultante y concordar con él a respecto de la situación gravísima de pecado en que el mundo actual se encuentra sumergido, para deplorar juntos la proliferación de ofensas hechas a Dios, muchísimas de las cuales merecen la calificación que figuraba en los antiguos catecismos, o sea, de que tales pecados claman al cielo y piden a Dios por venganza.

Pero permanece la pregunta: ¿es lícito pedir o desear esa venganza de Dios, de tal manera que el mal recaiga sobre los autores de esas blasfemias y ofensas, por ejemplo, cuando ellas son dirigidas a su Santa Madre?

La cuestión es delicada, pero la respuesta simple, clara y concisa ya fue dada por santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica. En la parte en que trata de la virtud de la justicia, el Doctor Angélico analiza los diferentes pecados que son cometidos por palabras contra la justicia, dentro y fuera de los tribunales, y aborda al final la maldición (II-II, q. 76).

Para responder si está permitido maldecir a un hombre, puesto que, según san Pablo, “bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis” (Rom 12, 14), Santo Tomás comienza por explicar que “maldecir es lo mismo que decir lo malo” (male dictio) y que eso puede realizarse bajo la forma de difamación (de la cual él ya trató anteriormente), o también como deseo o acción para que un mal recaiga sobre otro.

En ese punto él introduce una distinción entre —de un lado— desear u ordenar el mal a otro porque eso le causa daño, deseando ese daño en sí mismo (que es la maldición propiamente dicha), lo que es siempre ilícito; y de otro lado desear u ordenar un daño a otro en razón de un bien, lo que es lícito.

Imponer un castigo anhelando un bien

El santo doctor explica que el mal puede ser ordenado o deseado a otro en vista de un bien por dos motivos. En primer lugar, por una razón de justicia, y es por ello que un juez puede “decir un mal” a un acusado, infligiéndole una pena merecida o la Iglesia lanzar un anatema. En segundo lugar, existe a veces una razón de utilidad que autoriza a “decir el mal”: por ejemplo, desear a un pecador una enfermedad o un impedimento cualquiera para que se corrija o, al menos, para que cese de actuar mal y perjudicar a otros. Son lícitas esas formas de desear o causar daños en razón del bien, porque no se oponen al afecto que se debe al pecador o al malvado, pero son, por el contrario, una aplicación práctica del sentimiento de benevolencia hacia él, pues lo que se desea es su bien.

Y en las respuestas a las objeciones, santo Tomás declara que san Pablo prohibe solamente la maldición propiamente dicha, o sea, aquella que desea para otro el mal por el mal.

Pero la forma benevolente de maldición es lícita, siendo esta la razón por la cual en las Sagradas Escrituras hay muchas partes en que Nuestro Señor Jesucristo y los profetas maldicen a personas o hasta ciudades y pueblos enteros. No se debe ver en esas imprecaciones apenas una figura simbólica o un recurso de retórica, sino graves amenazas o profecías de grandes castigos. No obstante, es conveniente recordar que en sus imprecaciones más ardientes ellos deseaban el fin del estado de pecado, y no la condenación de los pecadores, cuyos males eran deseados para que ellos se corrijan y para que los buenos fuesen liberados de la opresión de los malos.

Por amor a Dios, contemplar el castigo a los impíos

En otra parte de la Suma Teológica, santo Tomás no evita tratar una cuestión delicada: en ciertos pasajes de la Biblia, los autores sagrados parecen desear el infierno a los impíos, como, por ejemplo, en el Salmo 9, cuyo versículo 18 registra: “Vuelvan al abismo los malvados, los pueblos que olvidan a Dios” (más explícita, es la traducción de la Vulgata: “Convertentur peccatores in infernum, omnes gentes, quae obliviscuntur Deum”).

El Aquinate explica que esas imprecaciones contenidas en las Escrituras pueden ser interpretadas de tres modos: 1) como predicciones y no como deseos; 2) como deseos, pero en ese caso el objeto del deseo no es propiamente el castigo de los hombres, sino la justicia de Aquel que castiga, como dice el salmo: “Goce el justo viendo la venganza” (58, 11); y 3) como un deseo de alejamiento del pecado y no propiamente de castigo, o sea, que los pecados sean destruidos para que el hombre viva eternamente.

Pero existen también las maldiciones divinas, particularmente terribles, porque si los hombres pueden invocar un daño sobre alguien, la justicia de Dios va mucho más allá y puede infringirlo a quien lo merece. Así, Dios maldice a la serpiente que sirvió de instrumento a Satanás (Gn 3, 14); la tierra manchada por el pecado del hombre (Gn 3, 17; 5, 29; 8, 21); y a Caín, asesino de su hermano (Gn 4, 11).

La prédica de Nuestro Señor estaba impregnada de la perfección de la caridad, desconocida por los autores sagrados del Antiguo Testamento. Eso no impidió, no obstante, que Él maldijera la higuera estéril (Mc 11, 14 y 21), ni que empleara la durísima expresión “¡Ay de ti!” —que es una forma de maldición— contra las ciudades de Corozaín y Betsaida (Mt 11, 23), contra los escribas y fariseos (Mt 23, 13-16) y contra los ricos de corazón y los que buscan la alabanza de los hombres (Lc 6, 24-26); imprecaciones estas tanto más terribles cuanto que ¡Él hablaba como Maestro y Juez infalible!

Increpar a los malvados, pero no por resentimiento personal

Establecidos tales premisas, volvamos a la pregunta de nuestro estimado consultante: ¿es lícito proceder como lo hicieron Nuestro Señor y los profetas y maldecir a los malvados?

En principio, sí, con tal que nuestras imprecaciones contra los gravísimos pecados cometidos ante nuestros ojos y contra los responsables de esos pecados sean movidas exclusivamente por el celo de Dios, por el restablecimiento del orden y de la justicia y por el propio bien de esos pecadores, sin ninguna sombra de odio o malevolencia, ni de resentimiento personal por el mal de que se es víctima.

No obstante, es necesario no olvidar que la maldición propiamente dicha —o sea, desear o ejecutar el mal por el propio mal, que va a causar daño a otro— es un pecado de cólera o contra el amor debido al prójimo. Se trata, además, de un pecado mortal por su propio género, o sea, si el mal deseado o ejecutado es grave y proferido seriamente y con plena voluntad.

Por eso, incluso la forma benevolente de maldición no es recomendable para simples particulares sin mayor formación teológica y moral, o también muy apasionados, por lo que fácilmente pueden manchar con sus imperfecciones un acto legítimo y hasta loable.

Lo que nuestro consultante puede hacer con toda seguridad —sin propiamente pronunciar una imprecación o maldición contra los fautores de pecado— es ofrecer a Dios, en reparación, su indignación por las blasfemias y ultrajes que son cometidos contra Él, contra la Santísima Virgen, contra la Iglesia, etc.

La santa cólera para reparar a Dios

De esa forma justa y razonable de cólera no se debe tener miedo, porque no solo es santa, sino el reverso del amor de Dios. Como dice santo Tomás, “aquello en lo que principalmente nos ocupamos, lo consideramos como un bien propio. Y por eso, cuando es despreciado, pensamos que también nosotros somos despreciados y nos damos por ofendidos” (I-II, q. 47, a. 1, s. 3) y, por eso, “cuando el hombre sufre detrimento por el ultraje inferido a la excelencia que él ama, siente más el amor; y por eso el corazón se altera con mayor ardor, para quitar el obstáculo a la cosa amada, de manera que crezca así el fervor mismo del amor por medio de la ira y se sienta más” (I-II, q. 48, a. 2, s. 1).

Fue de esa santa cólera, fruto del amor de su Padre, que Nuestro Señor dio ejemplo expulsando a los mercaderes del templo (Lc 19, 45-48).

Esta es una buena meditación para este año del Centenario de las apariciones de Fátima, porque la Santísima Virgen vino a pedir a los hombres precisamente la conversión y la penitencia, así como actos de reparación a Dios por los inmensos pecados cometidos contra Él, los cuales atraen sobre el mundo los castigos divinos, ellos mismos, una manifestación del amor infinito de Dios por los hombres.

Monseñor José Luis Villac

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