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Antropolatría: la fe del Anticristo

Antropolatría: la fe del Anticristo

Pedro L. Llera, el 24.09.22 a las 8:10 PM

El hombre es el centro. La persona es el centro.

«¡Qué distinto sería el mundo si el hombre fuera el centro!». Esto lo he escuchado yo en un programa religioso de la COPE esta misma semana.

«Hay que crear una nueva economía en la que la persona esté en el centro». No hay que inventar una economía de Francisco, sino la economía de Dios: «hay que buscar el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura». Hay que crear un mundo, una economía, una educación, una cultura en la que Dios sea el Centro. En la que Cristo sea todo en todos: porque ya «no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro o escita, siervo o libre, porque Cristo lo es todo en todos».

El hombre lleva siendo el centro desde finales del siglo XV: desde que el Renacimiento sustituyó el teocentrismo «medieval» por el antropocentrismo moderno. El hombre, centro de todas las cosas…

Antes, el centro era Dios y la vida seguía el ciclo del año litúrgico y el de las estaciones y el de los sacramentos: la siembra, el cuidado de las tierras y la recolección de la cosecha; el nacimiento, el crecimiento y la muerte… Nacíamos y nos bautizaban, crecíamos y aprendíamos el catecismo y hacíamos la primera comunión y luego nos confirmábamos; llegada la edad adulta, nos casábamos o nos ordenábamos sacerdotes; y teníamos hijos a los que bautizábamos para que fueran al cielo en gracia de Dios. Y alcanzada la ancianidad, nos preparábamos para ir al cielo con la unción de los enfermos. Y durante toda la vida, que es camino hacia el cielo, caíamos en el pecado y nos confesábamos para ir creciendo en gracia y santidad. Y la vida en el pueblo y en la parroquia celebraba el adviento, la navidad, la cuaresma con su ayuno, la Semana Santa, el tiempo de pascua y el tiempo ordinario. Y la muerte, aunque dolorosa, estaba llena de esperanza porque la muerte era encuentro con Dios. Y la familia «encargaba» misas por sus difuntos, porque creían en la vida eterna y que había un cielo, un infierno y un purgatorio. Y rezar y ofrecer misas por los difuntos eran obras de misericordia y una manera de expresar amor y gratitud hacia nuestros antepasados; y confiábamos en que nuestras oraciones contribuirian a que Dios se apiadara de esos seres queridos y los llevara a su gloria.

Pero el hombre se endiosó y decidió adorarse a sí mismo. Y quiso construir el cielo en la tierra y olvidarse de Dios, de los sacramentos, del cielo y del infierno. Y dijo «no hay más allá y si lo hay no me interesa». Y se puso a idear utopías de hombres sin pecado original que podían vivir como hermanos, sin necesidad de Dios ni de sacramentos ni de la gracia. «Nos salvaremos solos. Construiremos un mundo donde todos viviremos como hermanos; todos libres e iguales; sin religiones, sin dioses. Lo único importante es el amor», dicen los muy necios. «Se acabó el pecado. Ya nada es pecado. Tenemos derecho a pecar. Y si hubiera un dios, seguro que nos lleva a todos al cielo y que no habrá infierno».

«Creemos un mundo nuevo. La ciencia nos salvará de la muerte y de la enfermedad y del dolor. La técnica nos hará felices: teléfonos, internet, coches… Viviremos más años. Tal vez lleguemos a preservar nuestra consciencia en máquinas y así viviremos para siempre y seremos como Dios.»

Y el hombre se creyó Dios. Y ese hombre infame, sacrílego y blasfemo; ese hombre de perdición que se cree causa de sí mismo, causa primera de todo; ese hombre soberbio entró en el Templo Santo y, como se cree más que Dios, se puso a cambiar la doctrina, la moral, los sacramentos, la liturgia… Porque el hombre de perdición se cree que todo es obra suya, que todo es obra del hombre y que como él mismo es Dios puede hacer una religión nueva en la que solo haya cielo; en la que todos se salvan (aun los no bautizados, aun los impíos y ateos); en la que Cristo no es el centro, porque Cristo es motivo de división. Tenemos que hacer una nueva religión que abarque a todos, inclusiva, pacifista y sostenible, y que agrade a toda la humanidad. Y para eso, Cristo estorba. Porque si decimos que no hay otro Dios que Jesucristo, los hombres de otras religiones quedan excluidos u obligados a reconocer la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y convertirse y bautizarse.

Pero la nueva religión no quiere hacer proselitismo, sino que proclama que todas las religiones son distintos caminos hacia la misma meta del cielo. «Nuestro mundo necesita con urgencia volver a encontrar la armonía», dicen (como si eso fuera posible antes de la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo). «La condición de criaturas que compartimos instaura una comunión, una auténtica fraternidad. Todos somos hermanos porque todos somos hijos e hijas del mismo cielo». Por eso todos pueden comulgar, porque todos somos hermanos como criaturas hijas del mismo cielo. Pero la comunión ya no es en Cristo, sino en nuestra pura condición de hombres, de puras realidades biológicas miembros de la misma especie homo sapiens, sapiens.

Y para esa fraternidad, Cristo estorba porque es piedra de tropiezo y roca de escándalo:

«No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa». Mateo 10, 34-36.

Y la nueva religión quiere cambiar a Cristo por el hombre; pero el hombre como criatura tiene la naturaleza caída por el pecado original y necesita la redención que solo Cristo nos puede dar. Porque no hay otro Salvador fuera de Jesucristo. Y Jesucristo es la Hostia Consagrada en la Santa Misa. Y toda rodilla se ha de doblar ante Cristo, ante la Santa Hostia, que es Cristo muerto y resucitado. Y solo cuando toda rodilla se doble ante Cristo; solo cuando todos se bauticen y crean en Cristo habrá una verdadera fraternidad y verdadera paz. Hasta entonces, no habrá paz en el mundo y todo intento de paz fuera de Cristo es necedad y locura.

La antropolatría entró en la Iglesia Santa y determinó que el Papa es Dios en la tierra. Y que el Papa puede cambiar la fe y hacerla agradable al mundo moderno. La antropolatría cree que el Papa puede cambiar todo lo que al mundo le resulta desagradable e inapropiado: que los divorciados vueltos a casar puedan comulgar y considerarse en gracia de Dios, aunque vivan en público adulterio; que se puedan casar los homosexuales; que las mujeres puedan ser ordenadas diaconisas o sacerdotisa; que todo el mundo pueda comulgar en la misa y no sea preciso confesarse ni estar en gracia de Dios ni siquiera estar bautizados. Porque pretenden que la comunión sea signo o símbolo de fraternidad entre todos los hombres por ser hijos del mismo cielo: simplemente por pertenecer a la misma especie biológica. Pretenden que el pan que comulgamos no sea verdaderamente Cristo. Porque no tienen fe en la presencia real de Cristo en la Hostia Santa. No tienen fe en Jesucristo. Tienen fe en el hombre, en la persona, que por sí misma y con sus solas fuerzas construirá un paraíso en la tierra donde todos seremos hermanos, sea cual sea la religión que profesan, la lengua que hablan o la cultura en la que han nacido.

La papolatría es una forma de antropolatría: el hombre puede cambiar la religión a su gusto y todo lo que diga el Papa lo dice Dios. Y el Papa puede cambiar la doctrina y la fe y la moral y la liturgia… Y el Papa es impecable y santo siempre… Pero esa no es la fe católica. Según nuestra fe, el Papa y los obispos están al servicio de la fe: son siervos de los siervos de Cristo y no monarcas absolutos capaces de edulcorar la fe o de cambiarla al servicio de un nuevo orden mundial y de una religión universal sin Cristo. Los impíos no quieren destruir la Iglesia, sino adulterarla: cambiar el culto a Cristo por el culto a la persona. Darnos el cambiazo: quitarnos a Dios y poner en su lugar al hombre autónomo y soberbio sin Dios. Los impíos están profanando el altar de Cristo con sus sacrilegios y sus blasfemias. Y yo, mientras tenga vida, voy a combatirlos por la gracia de Dios. ¡Ojalá pudiera dar mi vida por Jesús Sacramentado!

Creo en un solo Señor, Jesucristo, verdaderamente presente en el Pan y en el Vino Consagrados en la Santa Misa. Y creo que no hay salvación fuera de Jesucristo y de su Iglesia Santa. Cristo es Dios: un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos.

Y termino con las palabras con las que Pío XI comienza su encíclica Quas Primas:

En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.

Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.
Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible nos fuese. En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo.

Sólo Cristo puede salvarnos y la Iglesia es el arca de salvación.

Observa lo que está prescrito, manteniéndote sin mancha e irreprensible hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, manifestación que hará aparecer a su debido tiempo al bienaventurado y único Soberano: el Rey de los reyes y Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad y habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre vio ni puede ver. ¡A Él sea el honor y el poder para siempre!
Amén.

¡Viva Cristo Rey!

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