BIBLIA DE NAVARRA: Lecturas comentadas de la Misa del 2º domingo del Tiempo ordinario – A
2º domingo del Tiempo ordinario – A . Evangelio
29 Al día siguiente vio a Jesús venir hacia él y dijo:
—Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. 30 Éste es de quien yo dije: «Después de mí viene un hombre que ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo». 31 Yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel.
32 Y Juan dio testimonio diciendo:
—He visto el Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y permanecía sobre él. 33 Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: «Sobre el que veas que desciende el Espíritu y permanece sobre él, ése es quien bautiza en el Espíritu Santo». 34 Y yo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.
Juan testimonia no sólo que Jesús es el Mesías, sino que Él, con su muerte sangrienta redime al mundo del pecado. Este testimonio del Bautista es presentado como modelo del que hemos de dar los cristianos de lo que hemos visto y experimentado al creer en Jesucristo: «Todos los cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo del que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación, de tal manera que todos los demás, al contemplar sus buenas obras, glorifiquen al Padre y perciban con mayor plenitud el sentido auténtico de la vida humana y el vínculo universal de comunión entre los hombres» (Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 11).
Al llamar a Jesús Cordero de Dios (v. 29), Juan alude al sacrificio redentor de Cristo. Isaías había comparado los sufrimientos del Siervo doliente, el Mesías, con el sacrificio de un cordero (cfr Is 53,7). Por otra parte, también la sangre del cordero pascual, rociada sobre las puertas de las casas, había servido para librar de la muerte a los primogénitos de los israelitas en Egipto (cfr Ex 12,6-7). Tras la muerte y resurrección de Jesús, sus discípulos testimoniamos que Él es el verdadero Cordero Pascual. Lo hacemos antes de recibir a Cristo en la Sagrada Comunión, es decir, a la hora de participar en la «cena de las bodas del Cordero» (Ap 19,9).
Juan Bautista, al decir que Jesús existía ya antes que él (v. 30), indica su divinidad. Es como si dijese: «Aunque yo he nacido antes que Él, a Él no le limitan los lazos de su nacimiento; porque aun cuando nace de su madre en el tiempo, fue engendrado por el Padre fuera del tiempo» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 7). El testimonio de Juan sobre el Bautismo de Jesús revela, además, el misterio de la Santísima Trinidad (cfr vv. 32-34). La paloma es símbolo del Espíritu Santo, del que se dice en Gn 1,2 que revoloteaba sobre las aguas.
Llamados a ser santos (1 Co 1,1-3)
2º domingo del Tiempo ordinario - A. 2ª lectura
1 Pablo, llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios, y Sóstenes, nuestro hermano, 2 a la Iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, y a todos los que invocan en todo lugar el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor suyo y nuestro: 3 gracia y paz a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.
La presentación que el Apóstol hace de sí mismo (vv. 1-2) contiene su nombre y tres rasgos que muestran su dignidad: la llamada divina, el oficio de apóstol de Jesucristo y el querer de Dios, como fundamento de su misión. San Pablo es «llamado», porque es consciente de que Cristo cambió su vida desde que se encontró con Él en el camino a Damasco (cfr Hch 9,1-9; Rm 1,1). Con el título «apóstol de Cristo Jesús» expresa su misión y prueba la autoridad con que Pablo alaba, enseña, amonesta o corrige de palabra o por escrito. El nombre de Cristo Jesús se repite hasta nueve veces en los primeros nueve versículos, indicando que Él es el centro de la vida cristiana y de la de los corintios. «Por voluntad de Dios» confirma la autoridad de su ministerio.
«Sóstenes». Por la forma de mencionarlo parece que debía de ser alguien bien conocido de los corintios, quizá porque acompañase frecuentemente a San Pablo. Pudo haber sido quien escribió materialmente la carta (cfr 16,21). No hay pruebas suficientes para indentificarlo con el jefe de la sinagoga de Corinto (cfr Hch 18,17).
«La Iglesia de Dios que está en Corinto» es la destinataria inmediata de la carta. La misma construcción gramatical pone de manifiesto que la Iglesia universal no es el conjunto o suma de las comunidades locales, sino que cada comunidad local, aquí la de Corinto, representa a toda la Iglesia, una e indivisible: «La llama el Apóstol Iglesia de Dios para designar que la unidad es el carácter esencial y necesario. La Iglesia de Dios es una en los miembros y no forma más que una sola Iglesia con todas las comunidades extendidas en el universo, porque la palabra Iglesia no es la designación del cisma, sino de la unidad, de la armonía, de la concordia» (S. Juan Crisóstomo, In 1 Corinthios, 1, ad loc.).
«Los santificados en Cristo Jesús» (v. 2). La fórmula «en Cristo Jesús», repetida hasta 65 veces en el epistolario paulino, significa aquí que es en Cristo en quien los bautizados están enraizados como los sarmientos en la vid (cfr Jn 15,1ss.); este vínculo nos hace santos, es decir, partícipes de la santidad divina y llamados a un comportamiento moral perfecto: «Llámanse santos los fieles que se han constituido en pueblo de Dios, o que se han consagrado a Cristo al recibir la fe y el bautismo; a pesar de ofenderle en muchas cosas y de no cumplir lo que prometieron; a la manera que también los que profesan un arte, aunque no guarden sus reglas, conservan, sin embargo, el nombre de artistas. En virtud de esto, llama San Pablo santificados y santos a los de Corinto, entre los cuales es evidente que hubo algunos a quienes reprende duramente por deshonestos, y con epítetos aún más graves» (Catechismus Romanus 1,10,15).
El Apóstol modifica la fórmula epistolar de saludo habitual en el mundo grecorromano (chairein, «saludos») por una más personal y de más fuerza cristiana: «Gracia y paz» (v. 3). «No hay verdadera paz, como no hay verdadera gracia, sino las que vienen de Dios —enseña San Juan Crisóstomo—. Poseed esta paz divina y no tendréis nada que temer, aunque fuerais amenazados por los mayores peligros, ya sea por los hombres, ya sea incluso por los mismos demonios. Al contrario, para el hombre que está en guerra con Dios por el pecado, mirad cómo todo le da miedo» (In 1 Corinthios 1, ad loc.).
Luz de las naciones (Is 49,3.5-6)
2º domingo del Tiempo ordinario - A. 1ª lectura
3 Y me dijo: «Tú eres mi siervo, Israel,
en quien me glorío».
5 Ahora dice el Señor,
el que me formó desde el seno materno para ser su siervo,
para hacer que Jacob volviese a Él
y para reunirle a Israel,
pues soy estimado a los ojos del Señor
y mi Dios ha venido a ser mi fortaleza:
6 «Muy poco es que seas siervo mío
para restaurar las tribus de Jacob
y hacer volver a los supervivientes de Israel.
Te he puesto para ser luz de las naciones,
para que mi salvación alcance hasta los extremos de la tierra».
Estas palabras forman parte del segundo canto del Siervo del Señor (Is 49,1-6). En el primero (Is 42,1-9) se presentaba al «siervo» y se hablaba de su tarea en la liberación del pueblo exiliado. Al comienzo del segundo, el siervo toma directamente la palabra y se dirige a las «islas, los pueblos lejanos» sabiéndose destinado por Dios desde el seno materno para efectuar, también en ellos, los designios divinos de salvación (cfr vv. 1-3).
Acerca de su misión se señalan ahora dos aspectos, que se irán desarrollando en los oráculos posteriores. En primer lugar, su protagonismo en la restauración de las tribus y en el regreso de los deportados a Sión (v. 5); después, la dimensión universal de su tarea para hacer que la salvación de Dios llegue hasta los confines de la tierra (v. 6).
En este poema cabe distinguir lo que el siervo dice de sí mismo (vv. 1-4) y lo que el Señor dice del siervo (vv. 5-6).
El fundamento de la actividad del siervo está en las palabras recibidas del Señor: «Tú eres mi siervo, Israel» (v. 3). Algunos comentaristas han supuesto que el término «Israel» es una interpolación tardía para corroborar la interpretación colectivista del siervo, que se impuso muy pronto entre los judíos; pero esta interpretación no tiene argumentos sólidos porque la palabra Israel sólo falta en un manuscrito de escasa importancia. De todos modos, la mención de Israel no se opone a la interpretación individual del siervo, porque en poesía cabe dirigirse a alguien por su nombre personal o por su patronímico. De hecho tanto en el Israel bíblico como en nuestra cultura muchos personajes han tomado como sobrenombre el de su lugar de origen.
Lo que el Señor transmite es la misión del siervo (vv. 5-6): la restauración de las tribus tiene que ser tan eficaz que, también los no israelitas, puedan quedar iluminados y alcanzar la salvación. Aunque la misión universal del siervo no está aquí claramente definida, puesto que su labor ha de limitarse a las tribus de Jacob, no obstante la consecución de este objetivo, la reunión de Israel, será como una luz para que los pueblos paganos vean y reconozcan a Dios. La expresión «luz de las naciones» (v. 6) ha aparecido ya en el primer poema (42,6); allí podía entenderse en sentido social: obtener la liberación de los deportados y cautivos; aquí el sentido religioso es claro: extender la salvación a todas las naciones.
En resumen, el siervo del Señor ha sido elegido y amado con predilección por Dios, goza de las cualidades proféticas más relevantes y ha de mover a sus compatriotas con el fin de iluminar y salvar a los de fuera.
La interpretación mesiánica del siervo, a partir de este segundo canto, era común entre los judíos alejandrinos que lo tradujeron al griego en la versión de los Setenta, entre los miembros de la comunidad de Qumrán y entre algunos autores de la literatura intertestamentaria, como el Libro de Henoc. Todos ellos entendían que el siervo era, en sentido colectivo, el pueblo entero de Israel.
Sin embargo, el verdadero sentido del texto se hace patente con la venida de Cristo. En efecto, fueron los cristianos quienes desde el principio aplicaron a Jesús los cantos del Siervo y los vieron cumplidos en su vida. La expresión «luz de las naciones», o «de las gentes», (v. 6) es puesta en boca del anciano Simeón aplicado a Jesús (Lc 2,32). Incluso, en los Hechos de los Apóstoles se aplica a quienes, en continuidad con la predicación de Jesucristo y para colaborar en su obra salvífica, van a predicar a los gentiles, como lo atestiguan las palabras de Pablo y Bernabé en la sinagoga de Antioquía de Pisidia: «Era necesario anunciaros en primer lugar a vosotros la palabra de Dios, pero ya que la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo mandó el Señor: Te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta los confines de la tierra» (Hch 13,46-47).
Por eso la Iglesia entiende su misión como un dar a conocer la verdad sobre Jesucristo, luz que ilumina a todo hombre: «La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, “imagen de Dios invisible” (Col 1,15), “resplandor de su gloria” (Hb 1,3), “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14): Él es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). (...) Jesucristo, “luz de los pueblos”, ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por Él para anunciar el Evangelio a toda criatura (cfr Mc 16,15). Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones, mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su Evangelio» (Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 2).