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Lealtad a la Iglesia.

Amar a la Iglesia>Lealtad a la Iglesia>Cap 2

18

Los textos de la liturgia de este domingo forman una cadena de invocaciones al Señor. Le decimos que es nuestro apoyo, nuestra roca, nuestra defensa (Cfr. Ps XVII, 19-20. 2-3. Introito de la Misa). La oración recoge también ese motivo del introito: Tú no privas nunca de tu luz a aquellos que se establecen en la solidez de tu amor (Oración del Domingo segundo después de Pentecostés).

En el gradual, seguimos recurriendo a El: en los momentos de angustia he invocado al Señor... Libra, oh Señor, mi alma de los labios mentirosos, de las lenguas que engañan. ¡Señor!, me refugio en ti (Ps CXIX, 1 y 2; Ps VII, 2. Gradual de la Misa). Conmueve esta insistencia de Dios, nuestro Padre, empeñado en recordarnos que debemos acudir a su misericordia pase lo que pase, siempre. También ahora: en estos momentos, en los que voces confusas surcan la Iglesia; son tiempos de extravío, porque tantas almas no dan con buenos pastores, otros Cristos, que los guíen al Amor del Señor; y encuentran en cambio ladrones y salteadores que vienen para robar, matar y destruir (Ioh X, 8 y 10).

No temamos. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, habrá de ser indefectiblemente el camino y el ovil del Buen Pastor, el fundamento robusto y la vía abierta a todos los hombres. Lo acabamos de leer en el Santo Evangelio: sal a los caminos y cercados e impele a los que halles a que vengan, para que se llene mi casa (Lc XIV, 23).

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Pero, ¿qué es la Iglesia? ¿dónde está la Iglesia? Muchos cristianos, aturdidos y desorientados, no reciben respuesta segura a estas preguntas, y llegan quizá a pensar que aquellas que el Magisterio ha formulado por siglos -y que los buenos Catecismos proponían con esencial precisión y sencillez- han quedado superadas y han de ser substituidas por otras nuevas. Una serie de hechos y de dificultades parecen haberse dado cita, para ensombrecer el rostro limpio de la Iglesia. Unos sostienen: la Iglesia está aquí, en el afán por acomodarse a lo que llaman tiempos modernos Otros gritan: la Iglesia no es más que el ansia de solidaridad de los hombres; debemos cambiarla de acuerdo con las circunstancias actuales.

Se equivocan. La Iglesia, hoy, es la misma que fundó Cristo, y no puede ser otra. Los Apóstoles y sus sucesores son vicarios de Dios para el régimen de la Iglesia, fundamentada en la fe y en los Sacramentos de la fe. Y así como no les es lícito establecer otra Iglesia, tampoco pueden transmitir otra Fe ni instituir otros Sacramentos; sino que, por los Sacramentos que brotaron del costado de Cristo pendiente en la Cruz, ha sido construida la Iglesia (SANTO TOMÁS, S. Th. III, q.64, a.2 ad 3). La Iglesia ha de ser reconocida por aquellas cuatro notas, que se expresan en la confesión de fe de uno de los primeros Concilios, como las rezamos en el Credo de la Misa: Una sola Iglesia, Santa, Católica y Apostólica (Símbolo constantinopolitano, Denzinger-Schön. 150 (86)). Esas son las propiedades esenciales de la Iglesia, que derivan de su naturaleza, tal como la quiso Cristo. Y, al ser esenciales, son también notas, signos que la distinguen de cualquier otro tipo de reunión humana, aunque en estas otras se oiga pronunciar también el nombre de Cristo.

Hace poco más de un siglo, el Papa Pío IX resumió brevemente esta enseñanza tradicional: la verdadera Iglesia de Cristo se constituye y reconoce, por autoridad divina, en las cuatro notas que en el Símbolo afirmamos que deben creerse; y cada una de esas notas, de tal modo está unida con las restantes, que no puede ser separada de las demás. De ahí que la que verdaderamente es y se llama Católica, debe juntamente brillar por la prerrogativa de la unidad, de la santidad y de la sucesión apostólica (PÍO IX, Carta del Santo Oficio a los obispos de Inglaterra 16-IX-1864, Denzinger-Schön. 2888 (1686)). Es -insisto- la enseñanza tradicional de la Iglesia, que ha repetido nuevamente -aunque en estos últimos años algunos lo olviden, llevados por un falso ecumenismo- el Concilio Vaticano II: ésta es la única Iglesia de Cristo -que profesamos en el Símbolo Una, Santa, Católica y Apostólica-, la que nuestro Salvador, después de su resurrección, entregó a Pedro para que la apacentara, encargándole a él y a los otros Apóstoles que la difundieran y la gobernaran, y que erigió para siempre como columna y fundamento de la verdad (CONCILIO VATICANO II, Const. Dogm. Lumen gentium n. 8).

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Que sean una sola cosa, así como nosotros lo somos (Ioh XVII, 11), clama Cristo a su Padre; que todos sean una misma cosa y que, como tú, ¡oh Padre!, estás en mí y yo en ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros (Ioh XVII, 21). Brota constante de los labios de Jesucristo esta exhortación a la unidad, porque todo reino dividido en facciones contrarias será desolado; y cualquier ciudad o casa, dividida en bandos, no subsistirá (Mt XII, 25). Una predicación que se convierte en deseo vehemente: tengo también otras ovejas, que no son de este aprisco, a las que debo recoger; y oirán mi voz y se hará un solo rebaño y un solo pastor (Ioh X, 16).

¡Con qué acentos maravillosos ha hablado Nuestro Señor de esta doctrina! Multiplica las palabras y las imágenes, para que lo entendamos, para que quede grabada en nuestra alma esa pasión por la unidad. Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no lleva fruto, lo cortará; y a todo aquel que diere fruto, lo podará para que dé más fruto... Permaneced en mí, que yo permaneceré en vosotros. Al modo que el sarmiento no puede de suyo producir fruto si no está unido con la vid, así tampoco vosotros, si no estáis unidos conmigo. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; quien está unido conmigo y yo con él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer (Ioh XV, 1-5).

¿No veis cómo los que se separan de la Iglesia, a veces estando llenos de frondosidad, no tardan en secarse y sus mismos frutos se convierten en gusanera viviente? Amad a la Iglesia Santa, Apostólica, Romana, ¡Una! Porque, como escribe San Cipriano, quien recoge en otra parte, fuera de la Iglesia, disipa la Iglesia de Cristo (SAN CIPRIANO, De catholicae Ecclesiae unitate 6; PL 4, 503). Y San Juan Crisóstomo insiste: no te separes de la Iglesia. Nada es más fuerte que la Iglesia. Tu esperanza es la Iglesia; tu salud es la Iglesia; tu refugio es la Iglesia. Es más alta que el cielo y más ancha que la tierra; no envejece jamás, su vigor es eterno (SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilía de capto Eutropio 6).

Defender la unidad de la Iglesia se traduce en vivir muy unidos a Jesucristo, que es nuestra vid. ¿Cómo? Aumentando nuestra fidelidad al Magisterio perenne de la Iglesia: pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles o depósito de la fe (CONCILIO VATICANO I, Constitución dogmática sobre la Iglesia Denzinger-Schön. 3070 (1836)). Así conservaremos la unidad: venerando a esta Madre Nuestra sin mancha; amando al Romano Pontífice.

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Algunos afirman que quedamos pocos en la Iglesia; yo les contestaría que, si todos custodiásemos con lealtad la doctrina de Cristo, pronto crecería considerablemente el número, porque Dios quiere que se llene su casa. En la Iglesia descubrimos a Cristo, que es el Amor de nuestros amores. Y hemos de desear para todos esta vocación, este gozo íntimo que nos embriaga el alma, la dulzura clara del Corazón misericordioso de Jesús.

Debemos ser ecuménicos, se oye repetir. Sea. Sin embargo, me temo que, detrás de algunas iniciativas autodenominadas ecuménicas, se cele un fraude: pues son actividades que no conducen al amor de Cristo, a la verdadera vid. Por eso carecen de fruto. Yo pido al Señor cada día que agrande mi corazón, para que siga convirtiendo en sobrenatural este amor que ha puesto en mi alma hacia todos los hombres, sin distinción de raza, de pueblo, de condiciones culturales o de fortuna. Estimo sinceramente a todos, católicos y no católicos, a los que creen en algo y a los que no creen, que me causan tristeza. Pero Cristo fundó una sola Iglesia, tiene una sola Esposa.

¿La unión de los cristianos? Sí. Más aún: la unión de todos los que creen en Dios. Pero sólo existe una Iglesia verdadera. No hay que reconstruirla con trozos dispersos por todo el mundo. Y no necesita pasar por ningún tipo de purificación, para luego encontrarse finalmente limpia. La Esposa de Cristo no puede ser adúltera, porque es incorruptible y pura. Sólo una casa conoce, guarda la inviolabilidad de un solo tálamo con pudor casto. Ella nos conserva para Dios, ella destina para el Reino a los hijos que ha engendrado. Todo el que se separa de la Iglesia se une a una adúltera, se aleja de las promesas de la Iglesia: y no logrará las recompensas de Cristo quien abandona la Iglesia de Cristo (SAN CIPRIANO, De catholicae Ecclesiae unitate 6; PL 4, 503).

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Ahora entenderemos mejor cómo la unidad de la Iglesia lleva a la santidad, y cómo uno de los aspectos capitales de su santidad es esa unidad centrada en el misterio del Dios Uno y Trino: un cuerpo y un espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación; uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo; uno el Dios y Padre todos, el que está sobre todos y gobierna todas las cosas y habita en todos nosotros (Eph IV, 4-6).

Santidad no significa exactamente otra cosa mas que unión con Dios; a mayor intimidad con el Señor, más santidad. La Iglesia ha sido querida y fundada por Cristo, que cumple así la voluntad del Padre; la Esposa del Hijo está asistida por el Espíritu Santo. La Iglesia es la obra de la Trinidad Santísima; es Santa y Madre, Nuestra Santa Madre Iglesia. Podemos admirar en la Iglesia una perfección que llamaríamos original y otra final, escatológica. A las dos se refiere San Pablo en la Epístola a los Efesios: Cristo amó a su Iglesia y se …