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Un sacerdote en la selva del Amazonas

El celibato es sentirse pobre y, a la vez, ser el más rico, porque nada necesitas. El pobre no tiene derecho a nada porque no es nadie. Tan solo puede dejarse amar por Nuestro Señor, que le desprenderá de todos los afectos.

Ignacio María Doñoro – 18/01/20 10:29 PM

Los sacerdotes del Amazonas vivimos la castidad como especial consagración al amor de Dios, que nos eligió y pensó en nosotros antes de la creación del mundo (Ef 1, 4), y respondemos a esa llamada con total desprendimiento y en plena libertad.

El celibato es una manera de amar y vivir en una comunión de corazones que crece de día en día. Es vivir solo para amar a Dios y servirle, para escucharle y obedecerle.

Es un diálogo de amor permanente, amor que es imposible encontrar en este mundo ni comparar con otros amores. Amor pleno, que llena esa sed de Dios: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuvieran en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abráseme en tu paz» (San Agustín).

Es amarle y sentirse amado de manera muy singular, beber de las fuentes divinas de su Corazón, dejarlo todo y, a la vez, no dejar nada, comparado con lo que se recibe. Es fiarse totalmente, incluso cuando caminamos sin ver nada, aunque sea aparentemente un imposible seguirle, e incluso cuando algunos se pongan en nuestra contra.

El celibato es decir fiat sin condiciones: «Si tú lo quieres Señor, hágase».

Vivir el celibato en la selva del Amazonas, en un clima extremo, donde las familias no disponen de ingresos suficientes para cubrir sus necesidades básicas, es salir al encuentro del más necesitado, abriendo el corazón enamorado, mostrando al Señor y cantando su misericordia, agradecidos por su predilección.

Vivir el celibato es vivir el Amor que lleva especialmente a amar a los que no son amados, a ver en los últimos a Cristo, solo y abandonado.

El hermoso don del celibato llena y da sentido a la existencia. Es dejarse abrazar y estrechar por el pecho de Jesús, escuchar sus latidos que te dicen: «Te quiero», un te quiero incondicional, fiel y eterno.

Ser célibe es estar siempre en camino, dispuesto a que Dios te llame a vivir en permanente aventura sueños irrealizables. Es estar desposado para siempre con Cristo en este mundo y para toda la eternidad.

El celibato ensancha el corazón.

El celibato es también consolar al Amor que no es amado ni correspondido y desagraviar con un amor reparador: «Donde haya odio que yo ponga amor, donde haya ofensa perdón... Que no me empeñe tanto en ser consolado como en consolar, en ser comprendido, como en comprender, en ser amado como en amar» (San Francisco de Asís).

En la encíclica Spe Salvi, el Papa Emérito nos recuerda una preciosa cita de San Bernardo de Claraval: «Impassibilis est Deus, sed non incompassibilis» (Dios no puede padecer, pero puede compadecer). En efecto, «El Dios infinito y omnipotente» –en palabras de Benedicto XVI–, «se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios» (Spe Salvi, n. 39).

La dureza del día a día en la selva del Amazonas necesita un Amor que te lleva a dar a todo y no espera ser amado, un amor que nada quiere ni desea.

El celibato es sentirse pobre y, a la vez, ser el más rico, porque nada necesitas. El pobre no tiene derecho a nada porque no es nadie. Tan solo puede dejarse amar por Nuestro Señor, que le desprenderá de todos los afectos.

El celibato, también como el amor humano, exige renuncia y sacrificio. ¡Por amor está mi Dios crucificado! El grito agonizante del Calvario también ha llegado a la selva del Amazonas, grito del dolor del Corazón de Cristo por los dolores del mundo. Los últimos de la tierra son sus predilectos, y su dolor es su propio sufrimiento.

El Espíritu Santo derrama este amor en nuestros corazones (Rom 5, 5), y por eso mismo queremos amar a los demás como Dios los ama: «Pues testigo me es Dios de cuanto os quiero a todos vosotros en el Corazón de Cristo Jesús» (Fil.1,8).

El enamorado vive en búsqueda constante del Amado: «Busqué el amor del alma mía, lo busqué sin encontrarlo. Encontré el amor de mi vida, lo he abrazado y no lo dejaré jamás...» (Cant 3, 1-4).

P. Ignacio María Doñoro, sacerdote misionero

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