jamacor
311

Santidad-5. La conversión en la Biblia

(362) Santidad-5. La conversión en la Biblia

José María Iraburu, el 10.02.16 a las 6:55 AM
–Algunos dicen que la salvación es gratuita y que por eso no exige la conversión como condición.

–Craso error. Eso lo habrá leído usted en Pagola o en algún otro de su estilo.

Hoy comenzamos la Cuaresma, tiempo de gracia y de conversión. Sobre este tema el más perfecto documento del Magisterio de la Iglesia es la constitución apostólica Poenitemini de Pablo VI (17-II-1966). Es una maravilla… Ya desde el inicio advierto dos cosas: –que metanoia, penitencia y conversión vienen a ser términos equivalentes (Catecismo 1422-1460, 1471-1479): y –que hoy gran parte del pueblo cristiano tiene muy escaso conocimiento del pecado, de la necesidad de la conversión, de la expiación, de los actos propios de la virtud de la penitencia, así como de la misma posibilidad eterna de salvación o condenación.

«La fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (Rm 11,17).

Cuando la predicación y la catequesis cesan de iluminar por la fe ciertas cuestiones de la religiosidad cristiana, la llama de la fe en ellas se va debilitando hasta apagarse casi por completo. Hoy con frecuencia los cristianos pierden la fe sin enterarse de que la han perdido.

* * *

En las primitivas religiones naturales el hombre intenta expiar sus pecados y aplacar a los dioses con ritos exteriores –abluciones, ayunos, sangre, transferencia del pecado a un animal expiatorio, etc.– Y experimenta su pecado como un mal social, que afecta a la salud de la comunidad. En las religiones más avanzadas, crecen juntamente el sentidopersonal de la culpa y la condición fundamentalmente interior de la penitencia. En todo caso, como dice Pablo VI, la penitencia ha sido siempre una «exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia religiosa de la humanidad» (Poenitemini 32).

En la historia espiritual de Israel se aprecia también un importante desarrollo en la idea y en la práctica de la penitencia. Esta se entiende como vuelta hacia Dios, de quien el hombre se ha separado o distanciado por el pecado. Y pronto aparece ritualizada en días y celebraciones peculiares (Neh 9), y siempre los actos principales de la penitencia son la oración y el ayuno (1Sam 7,6; Is 22,12; Ez 27,30-31; Dan 9,3). Los profetas, en el nombre de Dios, llaman siempre a conversión, y acentúan en la penitencia la interioridad y la individualidad personal.

Las culpas no pasan de padres a hijos como una herencia fatal (Ez 18). Por otra parte, si el pecado fue alejarse de Dios, la conversión será regresar a Yavé (Is 58,5-7; Joel 2,12s; Am 4,6-11; Zac 7,9-12), escucharle, atendiendo sus normas, recibiendo sus enviados (Jer 25,2-7; Os 6,1-3), fiarse de él, apartando otros dioses y ayudas (Is 10,20s; Jer 3,22s; Os 14,4);. Será, en fin, alejarse del mal, que es lo contrario de Dios (Jer 4,1; 25,5).

Pero ¿es posible realmente la conversión?
¿Podrá el hombre cambiar de verdad por la penitencia? «¿Mudará por ventura su tez el etíope, o el tigre su piel rayada? ¿Podréis vosotros obrar el bien, tan avezados como estáis al mal?» (Jer 13,23)… La Biblia revela que con la gracia santificadora del Señor la penitencia es posible (Is 44,22; Jer 4,1; 26,3; 31,33; 36,3; Ez 11,19; 18,13; 36,26; Sal 50,12). Es posible con la gracia de Dios –suplicada, recibida– y con el esfuerzo del hombre: «conviérteme y yo me convertiré, pues tú eres Yavé, mi Dios» (Jer 31,18; cf. 17,14; 29,12-14; Is 65,24; Mal 3,7; Sant 4,8).

La predicación del Evangelio comienza llamando a conversión y penitencia. Ésta es la puerta que introduce a los hombres en el camino de la salvación. «Juan el Bautistaapareció en el desierto, predicando el bautismo de penitencia [metanoia] para remisión de los pecados» (Mc 1,4). Es muy significativo que la primera palabra que los evangelistas ponen en el inicio mismo de la predicación de Juan Bautista y de Jesús es una llamada a la conversión:

«Convertíos [metanoeite] y creed en el Evangelio» (Juan: Mc 1,15).

«Convertíos [metanoeite] porque el reino de los cielos está cerca» (Jesús: Mt 3,2).

Asi comienzan la predicación del Evangelio tanto el Logos divino encarnado como su Pró-logo.

Y esa llamada a la conversión es el principio y el fin de la obra de Cristo. La encarnación del Hijo de Dios, su predicación del Evangelio, la Cruz, la Resurrección, la Ascensión a los cielos, el envío del Espíritu Santo, toda la vida y la obras de nuestro Señor Jesucristo está ordenada a la glorificación de Dios por medio de la conversión santificante de los pecadores. Por eso Jesús «fue levantado por Dios a su diestra como príncipe y Salvador, para dar a Israel penitencia (metanonian) y remisión de los pecados» (Hch 5,31). Cualquier otro modo de entender a Cristo y de presentar el fin de la Iglesia y de la vida cristiana implica una gravísima falsificación del cristianismo.

También la predicación de los apóstoles pretende ante todo la conversión de los pecadores, para la gloria de Dios y para que se salven. Los apóstoles fueron enviados por Cristo en la ascensión «para que se predicase en su nombre la conversión [metanoian] para la remisión de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,47).

San Pedro, el día de Pentecostés, en su primer discurso de evangelización, llama a conversión a sus conmovidos oyentes: «Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38).

San Pablo recibe de Jesús la misión apostólica en estos términos: «Yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y parte en la herencia de los consagrados» (Hch 26,18).

La penitencia es presentada por Cristo y por los Apóstoles como absolutamente necesaria y urgente: «Si no hiciéreis penitencia, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3. 5). Ya la conversión no puede postergarse (19,41s; 23,28s; Mt 11,20-24). La penitencia evangélica es a un tiempo don de Dios y esfuerzo humano, acción de la gracia de Dios y de la libertad del hombre (Mc 10,27; Hch 2,38; 3,19.25; 8,22; 17,30; 26,20; Ap 2,21). Y es principalmente interior, pero también exterior (Mt 6,1-18; 23,26); individual, personal, interior y moral, pero también social, exterior y sacramental (Mt 18,18; Mc 16,16; Jn 3,5; 20, 22-23). No va a ser asunto exclusivo de la conciencia del hombre con Dios, sino algo verdaderamente eclesial, pues la Iglesia convierte a los pecadores no sólo por los sacramentos, sino también por las exhortaciones y correcciones fraternas, y sobre todo por las oraciones de súplica ante el Señor (Mt 18,15s; 2Cor 2,8; Gál 6,1; 1Tim 5,20; 2 Tim 2,25-26; 1Jn 1,9; 5,16; Sant 5,16).

En la predicación de los Apóstoles hay una clara conciencia de que evangelizar es anunciar a Jesús y la conversión de los pecados: puede decirse que una predicación es evangélica en la medida en que suscita la fe en Cristo y la verdadera conversión del pecado. Así San Pablo define en síntesis su predicación del Evangelio diciendo: «anuncié la penitencia [metanoein] y la conversión a Dios por obras dignas de penitencia [metanoias]» (Hch 26,20; cf. 2,38; 14,22; 17,30; 20,21; Mc 6,12; Lc 24,47).

La conversión, que es don de Dios, se realiza apartándose del mal (Hch 8,22; Ap 2,22; 9,20-21;16,11) y volviéndose incondicionalmente al Señor (Hch 20,21; 26,20) por la fe en Cristo (20,21; Heb 6,1), abriéndose así a la gracia de Dios (Hch 11,18). La conversión es ante todo un acto del amor de Dios al hombre, una iluminación y una moción de su gracia: «Yo reprendo y corrijo a cuantos amo: sé, pues, ferviente y arrepiéntete» (Ap 3,19). Pero el que rechaza la llamada de este amor, el que se cierra a las gracias que la acompañan, y rehúsa convertirse, rechaza el perdón que necesita, y será castigado (2,21s; 9,20s; 16,9.11).

En la Iglesia antigua los Padres apostólicos designan a veces con la palabra penitencia la vida cristiana entera. Todos ellos vivieron en el siglo I o comienzos del II, y tuvieron algún contacto con uno o más de los Apóstoles. Ellos nos enseñan que el pecador no puede acercarse al Santo y vivir de él si no es por la penitencia. Iluminando el Señor por la fe nuestro entendimiento, comunicándonos por el Espíritu Santo la caridad trinitaria, moviéndonos por su gracia al arrepentimiento, «Dios habita verdaderamente en nosotros, en la morada de nuestro corazón. Dándonos la penitencia, nos introduce a nosotros, que estábamos esclavizados por la muerte, en el templo incorruptible» (Bernabé 16,8-9).

Por eso «el que sea santo, que se acerque [a la Eucaristía]; el que no lo sea, que haga penitencia (metanoeito)» (Dídajé 10,6). Y que sepa que «no hay otra penitencia fuera de aquella en que bajamos al agua y recibimos la remisión de nuestros pecados pasados» (Hermas, mandato 4,3,1). Jesucristo bendito es quien nos ha traído la verdadera penitencia, porque él es quien ha quitado realmente el pecado del mundo (Jn 1,29). «Fijemos, pues, nuestra mirada en la sangre de Cristo, y conozcamos qué preciosa es a los ojos de Dios y Padre suyo, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo» (1Clemente 7,4).

* * *

En la teología protestante, concretamente en la de Lutero, la justificación es sólo por la fe, y consiguientemente el hombre trata en vano de borrar su pecado con obras penitenciales –examen de conciencia, dolor, confesión de sus culpas, propósito de enmendarse, expiación–. Él piensa que todo en el hombre es pecado, y que por tanto la salvación no es sino una imputación extrínseca de justicia que hace Cristo en quien pone en Él su fe y confianza. Por tanto, propiamente, el hombre no se convierte, sigue siendo pecador, pero por la misericordia del Salvador no se le imputan sus pecados, aunque sigue siendo pecadoe (simul iustus et peccator).

Por eso, si el hombre trata de hacer penitencia, si intenta cambiar de vida, como si la conversión fuera necesaria para recibir el perdón de Dios, está de hecho negando la perfecta gratuidad de la redención que nos consiguió el Crucificado.

Deja su gracia para apoyarse en las propias obras; en una palabra: judaiza el verdadero Evangelio. El escriturista protestante J. Behm, reconoce que esta doctrina es contraria a la de los primeros predicadores cristianos, pero salva la doctrina luterana alegando que «en el umbral mismo de la historia neotestamentaria de la metanoia en la Iglesia antigua aparece inmediatamente el malentendido judaico» (J. Behm, KITTEL IV, 1002/1191).

No pocos autores católicos, como Pagola, enseñan hoy más o menos lo mismo: que Jesús perdona a los pecadores «sin condiciones» (Jesús. Aproximación histórica: PPC, Madrid 2013, 10ª ed.). La misericordia de Dios «no excluye a nadie», «acoge a todos». Se trata sin duda de una «creación» de Pagola, tomada de otros muchos autores, que no tiene base alguna en la Escritura, que la contradice abiertamente, y que impugna la doctrina de la Iglesia.

Es una enseñanza gravemente falsa.

Jesús «ofrece el perdón sin exigir previamente un cambio. No pone a los pecadores ante las tablas de la ley, sino ante el amor y la ternura de Dios […] Este perdón que ofrece Jesús no tiene condiciones […], solo quedan excluidos quienes no se acogen a su misericordia» (217-218). El Dios de Jesús «no es el Dios vigilante de la ley, atento a las ofensas de sus hijos, que le da a cada uno según su merecido y no concede el perdón si antes no se han cumplido escrupulosamente unas condiciones. Este es el Dios del perdón y de la vida; no hemos de humillarnos o degradarnos en su presencia. Al hijo no se le exije nada. Solo se espera de él que crea en su padre» (334).

Nada tiene que ver esa doctrina con la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles.

Como declaró la Comisión Episcopal de la Fe (CEE) en una Nota reprobatoria de la obra de Pagola, según éste, «Jesús habría practicado un perdón-acogida”, pero no un “perdón-absolución” […y de este modo] hace irrelevante la respuesta libre del hombre» (18-VI-2008, n. 16).

A estos autores no les preocupa nada negar lo que Cristo afirma. Para eludir la confrontación les basta con negar la historicidad de los textos o malinterpretarlos. Cristo dijo: «si no os convertís [condición], todos moriréis igualmente» (Lc 13,3. 5); pero éstos dicen que no es así, que Dios perdona sin condiciones, sin exigir la conversión, es decir, sin que el pecador reciba previamente la gracia de la conversión, y «se degrade» [sic] reconociendo su culpa y arrepintiéndose de su pecado. Éstos que contradicen el Evangelio ignoran que las «condiciones» que el Señor requiere para obtener el perdón –conversión, arrepentimiento, propósito de enmienda– son todas dones de su gracia.

Todo es gracia en el proceso de la conversión; y en ese sentido ha de decirse que el perdón de los pecados es gratuito. Quien acepta de Dios las gracias de reconocer su culpa, de arrepentirse del pecado y de proponer enmendarse, recibe la gracia del perdón. Por el contrario, quien rechaza las gracias de conversión, arrepentimiento y propósito de enmienda, ése se priva a sí mismo de la gracia del perdón.

* * *

En la doctrina católica «Cristo es el modelo supremo de penitentes; él quiso padecer la pena por pecados que no eran suyos, sino de los demás» (Pablo VI, Poenitemini 35). Su perdón es «gratuito» porque todos los pasos de la penitencia son gracia suya: él nos da por la gracia de la predicación y de la iluminación de nuestra conciencia el conocimiento de nuestros pecados y de la misericordia de Dios; y por su gracia nos da también dolor por nuestras culpas, capacidad de expiación, y fuerza espiritual para cambiar de vida, aunque tantas veces el progreso será lento y con recaídas; y finalmente, Él da por gracia su perdón a quienes por su gracia se han convertido. El no quiso hacer penitencia solo, sino con nosotros, que somos su cuerpo. En Cristo, con él y por él hacemos penitencia.

La penitencia cristiana se vive en la Iglesia, que es «a un tiempo santa y necesitada de purificación» (Vat. II, LG 8c). Es la Iglesia la que movida por Cristo, el Salvador, el Buen Pastor, llama a los pecadores; es Ella la que –como la viuda de Naim, que lloraba su hijo muerto– intercede ante el Señor por ellos. Ella es la que realiza sacramentalmente la reconciliación de los pecadores con Dios, y la que, con los ángeles, se alegra de su conversión (Lc 15,10).

Cristo por su Iglesia llama siempre y a todos los hombres a la penitencia, pues todos son pecadores. Como enseña el Vaticano II, «La Iglesia proclama a los no creyentes el mensaje de salvación, para que todos los hombres conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia. Y a loscreyentes les debe predicar continuamente la fe y la penitencia» (SC 9b).

La virtud de la penitencia es una virtud específica, que como dice San Alfonso Mª de Ligorio, «tiende a destruir el pecado, en cuanto es ofensa de Dios, por medio del dolor y de la satisfacción» (Theologia moralis VI,434; cf. Santo Tomás, STh III,85). La virtud de la penitencia, por tanto, constituye una virtud especial, que se ejercita en una serie de actos propios –conciencia y reconocimiento del pecado, dolor de corazón, propósito de la enmienda, expiación o reparación por la culpa–, y es una de las principales de la vida espiritual.

Aunque el bautismo perdona los pecados, persiste en el cristiano esa inclinación al mal que se llama concupiscencia, la cual no es pecado, pero «procede del pecado y al pecado inclina» (Trento 1546: Denz 1515). En este sentido todo cristiano es pecador, y por eso hay penitencia en el ejercicio de cualquiera de las virtudes, ya que todas ellas le hacen volverse a Dios por la con-versión. En este sentido, todas las virtudes cristianas son penitenciales, pues todas tienen fuerza y eficacia de conversión.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

infocatolica.com/…/1602100632-362-…