Adelita
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Como se hace una buena oración

Como se hace una buena oración

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En verdad, en verdad os digo que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá. Tal es la bella promesa que nos ha hecho Jesucristo. Dice que nos concederá todo cuanto le pidamos, pero debemos entender que con la condición de que recemos con las debidas disposiciones. Ya lo dijo el apóstol Santiago: Si pedís y no alcanzáis lo que pedís. es porque pedís malamente.

Y San Basilio, apoyando esta sentencia del apóstol, escribe:
Si alguna vez pediste y no recibiste, fue seguramente porque pediste con poca fe y poca confianza, con pocas ansias de alcanzar la divina gracia porque pediste cosas no convenientes o porque no perseveraste en la oración hasta el fin, Santo Tomás reduce a cuatro las condiciones para que la oración sea eficaz: pedir por uno mismo, pedir cosas necesarias para la salvación, pedirlas con piedad y pedirlas con perseverancia.

I.- SE DICE POR QUIÉN HEMOS DE PEDIR

La primera condición de la oración, dice el Doctor Angélico, es que pidamos por nosotros mismos. Sostiene, en efecto, el santo Doctor, que nadie puede alcanzar para otro hombre la vida eterna, ni por tanto las gracias que conducen a ella a título de justicia, ex condigno, como dice la teología. Y advierte además esta razón: que la promesa que hizo el Señor a los que rezan es solamente a condición de que recen por ellos mismos y no por los demás. Dabit vobis. A vosotros se os dará.

Hay sin embargo muchos doctores que sostienen lo contrario,
tales como Cornelio Alápide, Silvestre, Toledo, Habert y otros, y se apoyan en la autoridad de San Basilio, el cual afirma categóricamente que la eficacia de la oración es infalible, aun cuando recemos por otros, con tal que ellos no pongan algún impedimento positivo. Se apoya en las sagradas Escrituras que dicen: Orad los unos por los otros para que seáis salvos: que es muy poderosa ante Dios la oración del justo. Y todavía es más claro lo que leemos en San Juan: El que sabe que su hermano ha cometido un pecado, ruegue por él y Dios dará la vida al que peca, no de muerte.

Comentando esta palabras San Agustín, San Beda y San Ambrosio dicen que aquí se trata del pecador que se empeña en vivir en impenitencia o sea en la muerte del pecado; pues Para los obstinados en la maldad se necesita una gracia del todo extraordinaria. A los pecadores que no son culpables de tan grande maldad podemos salvarlos con nuestras acciones. Así lo aseguran, apoyados en esta solemne afirmación del apóstol San Juan: Reza y Dios dará la vida al pecador.

Lo que en todo caso está fuera de duda es que las oraciones que hacemos por los pecadores, a ellos les son muy útiles y agradan mucho al Señor: y no pocas veces se lamenta el mismo Salvador de que sus siervos no le recomiendan bastante los pecadores. Así lo leemos en la vida de santa María Magdalena de Pazzis, a la cual dijo un día Jesucristo: Mira, hija, cómo los cristianos viven entre las garras de los demonios. Si mis escogidos no los libran con sus oraciones, serán totalmente devorados.

Muy especialmente pide esto Nuestro Señor Jesucristo a los sacerdotes y religiosos. Por esto la misma santa hablaba así a sus monjas: Hermanas, Dios nos ha sacado del mundo no sólo para que trabajemos por nosotros, sino también para que aplaquemos la cólera de Dios en favor de los pecadores. Otro día dijo el Señor a la misma santa carmelita: A vosotras, esposas predilectas, os he confiado la ciudad de refugio, que es mi sagrada Pasión: encerraos en ella y ocupaos en socorrer a aquellos hijos que perecen… y ofreced vuestra vida por ellos. Por esto la santa, inflamada de caridad, cincuenta veces al día ofrecía a Dios la sangre del Redentor por los pecadores y tanto se consumía en las llamas de su devoción, que exclamaba: ¡Qué pena tan grande, Señor, ver que podría muriendo hacer bien a vuestras criaturas y no poder morir! En todos sus ejercicios de piedad encomendaba al Señor la conversión de los pecadores, y leemos en su biografía, que ni una sola hora del día pasaba sin rezar por ellos. Levantándase muchas veces a media noche y corría a rezar ante el sagrario por los pecadores. Un día la hallaron llorando amargamente. Le preguntaron la causa de su llanto y contestó: Lloro, porque me parece que nada hago por la salvación de los pecadores. Llegó hasta ofrecerse a sufrir las penas del infierno, con la sola condición de no odiar allí al Señor. Pruebala el Señor con grandes dolores y penosas enfermedades. Todo lo padecía por la conversión de los pecadores. Rezaba de modo especial por los sacerdotes, porque sabía que su vida santa era salvación de muchos, y su vida descuidada, ruina y condenación de no pocos. Por eso pedía al Señor que castigase en ella los pecados de los desgraciados pecadores. Señor, decía, muera yo muchas veces y otras tantas torne a la vida hasta que pueda satisfacer por ellos a vuestra divina justicia. Por este camino salvó muchas almas de las garras del demonio, como leemos en su biografía.

Aunque he querido hablar más extensamente del celo de esta gran santa, puede muy bien decirse lo mismo de todas las almas verdaderamente enamoradas de Dios, pues todas ellas no cesan de rogar por los pobres pecadores. Así ha de ser, porque el que ama a Dios, comprende el amor que el Señor tiene a las almas y lo que Jesucristo ha hecho y padecido por ellas, y a la vez se da cuenta de las grandes ansias que tiene ese Divino Salvador de que todos recemos por los pecadores; y entonces ¿cómo es posible que vea con indiferencia la ruina de esas almas desgraciadas que viven sin Dios y esclavas del infierno? ¿Cómo no se sentiría movida a pedir al Señor que dé a esas desventuradas luz y fuerza para salir del estado lastimoso en que viven y duermen perdidas?. Es verdad que el Señor no ha prometido escucharnos cuando aquellos por quienes pedimos ponen positivos impedimentos a su conversión, mas no lo es menos que Dios, por su bondad y por las oraciones de sus siervos da muchas veces gracias extraordinarias a los pecadores más obstinados, y así logra arrancarlos del pecado y ponerlos en camino de salvación.

Por tanto, cuando digamos u oigamos la santa misa, en la comunión, en la meditación, y cuando visitemos a Jesús Sacramentado, no dejemos de pedir por los pobres pecadores. Afirma un sabio escritor que quien más pide por los otros más pronto verá oídas las plegarias que haga por sí mismo.


Dejemos a un lado esta breve digresión y sigamos explicando las condiciones que exige Santo Tomás para que sean eficaces nuestras oraciones.

II.- HAY QUE PEDIR COSAS NECESARIAS PARA LA SALVACIÓN

La segunda condición que pone el Angélico es que pidamos cosas que sean convenientes y necesarias para nuestra salvación. pues la promesa que nos hizo el Señor no es de cosas exclusivamente materiales y que no son convenientes para la vida eterna, sino de aquellas gracias que necesitamos para ir al cielo. Dijo el Señor que pidiéramos en su nombre. Y comentando estas palabras, San Agustín, dice claramente que no pedimos en nombre del Señor cuando pedimos cosas que son contra la salvación.

Pedimos no pocas veces a Dios bienes temporales y no nos escucha. Dice el santo que esto es disposición de su misericordia, porque nos ama y nos quiere bien. Y da esta razón: Lo que al enfermo conviene, mejor lo sabe el médico que el mismo enfermo. Y el médico no da al enfermo cosas que pudieran serle nocivas. Cuántos que caen en pecados, estando sanos y ricos, no caerían si se encontraran pobres o enfermos. Y por esto cabalmente a algunos que le piden salud del cuerpo y bienes de fortuna se los niega el Señor. Es porque los ama y sabe que aquellas cosas serían para ellos ocasión de pecado o de vivir vida de tibieza en la vida espiritual.

No queremos decir con esto que sea falta pedir cosas convenientes para la vida presente. También las pedía el Sabio en las Sagradas Escrituras: Dame tan sólo, Señor, las cosas necesarias para la vida cotidiana. Tampoco es defecto, como afirma Santo Tomás, tener por esos bienes materiales una ordenada solicitud. Defecto sería, si miráramos esas cosas terrenales como la suprema felicidad de la vida y pusiéramos en su adquisición desordenado empeño, como si en tales bienes consistiera toda nuestra felicidad. Por eso, cuando pedimos a Dios gracias temporales, debemos pedirlas con resignación y a condición de que sean útiles para nuestra salvación eterna. Si por ventura el Señor no nos las concediera estemos seguros que nos las niega por el amor que nos tiene, pues sabe que serían perjudiciales para nuestro progreso espiritual que es lo único que merece consideración.

Sucede también a menudo que pedimos al Señor que nos libre de una tentación peligrosa, mas el Señor no nos escucha y permite que siga la guerra de la tentación. Confesemos entonces también que lo permite Dios para nuestro mayor bien. No son las tentaciones y malos pensamientos los que nos apartan de Dios, sino el consentimiento de la voluntad. Cuando el alma en la tentación acude al Señor y la vence con el socorro divino ¡cómo avanza en el camino de la perfección! ¡Qué fervorosamente se une a Dios! Y por eso cabalmente no la oía el Señor.

¡Con qué ansias acudía al cielo el apóstol San Pablo! ¡Cómo pedía al Señor que le quitara las graves tentaciones que le perseguían! Contestale el Señor: Te basta mi gracia. Así lo confiesa él mismo en la carta a los de Corinto: Para que las grandezas de las revelaciones no me envanezcan, se me ha dado el estímulo de la carne que es como un ángel de Satanás que me abofetea. Tres veces pedí al Señor que le apartase de mí. Y respondióme: Te basta mi gracia.

Lo que debemos hacer en la tentación es clamar a Dios con fervor y resignación, diciéndole: Libradme, Señor, de este tormento interior, si es conveniente para mi alma, y si queréis que siga, dadme la fuerza de resistir hasta el fin. Debemos decir a este respecto con San Bernardo: que cuando pedimos a Dios una gracia, El nos da esa gracia u otra mejor. A veces permite que nos azoten las tempestades para que de esta manera quede afirmada nuestra fidelidad y mayor ganancia de nuestro espíritu. Parecía que estaba sordo a nuestras plegarias… pero no es así. Al contrarío, estemos ciertos que en esos momentos se halla muy cerca de nosotros, fortificándonos con su gracia, para que resistamos el ataque de nuestros enemigos. Así muy cumplidamente nos lo enseña el salmista con estas palabras. En la tribulación me invocaste y yo te libré. Te oí benigno en la oscuridad de la tormenta. Te probé junto a las aguas de la contradicción.
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