No tengo ganas de rezar
Esta tarde, Señor, no tengo ganas de rezar. No me sale hablar contigo hoy. Y no sé porqué. La apatía me domina. O tal vez, tengo miedo a escucharte. No quiero hacer ningún esfuerzo. Sólo desearía dormir, dormir profundamente, para que el tiempo pase, este tiempo de rutina y de flojera. Me acuerdo de que Jesús siempre nos dice: Sean perfectos...
Otras veces este consejo me animaba y me ponía en plan. Hoy, la verdad, no me dice nada...
Lo único que puedo decirte es, Señor,
Aquí me tienes, como soy.
Mi pobreza es posible que te complazca.
Mi sinceridad me dice que tú aceptas siempre lo que cada uno es, lo que cada quien tiene.
Esta tarde sólo tengo que presentarte esta mi situación lamentable.
Seguro que no puedo ofrecerte un día perfecto, nada extraordinario, nada importante.
Sí te presento lo que ahora siento: apatía, desgana. Recuerdo tantos días de silencio, Jesús, que tú pasaste en Nazaret. ¡Tantos días, tantos años! ¿Para qué?
Me hace pensar que tú también habrías tenido días aburridos, haciendo siempre lo mismo: del taller a la fuente, de la plaza a la sinagoga, con los mismos vecinos, con las mismas palabras, día tras día, año tras año, sin otro horizonte que las cuatro casas de tu desconocido e ignorado Nazaret.
Pero, allí, en tales situaciones, en tal aburrimiento, tú te entregabas al Padre con generosidad y esto era lo que te reconfortaba y lo que te reanimaba. Aquí me tienes, Señor Jesús, queriendo romper mi pereza, para comunicarme contigo. Acepta lo que tengo, tan mío. No tengo otra cosa que presentarte hoy.
Si nadie te ama, mi alegría es amarte.
REFLEXION
Como cristianos no buscamos “una felicidad fácil (la paz de Cristo no es como la que da el mundo, nos dice el Evangelio); es la felicidad de una realización profunda según el plan de Dios, que es siempre salvación y hasta de alegría. El riesgo de privarse de esa felicidad o paz como conjunto de bienes que la constituyen, se encuentra en la resistencia a esa llamada, en perder la oportunidad de llegar a ser lo que Dios quiere que seamos. Por eso se requiere un sincero discernimiento de la Voluntad de Dios sobre nuestras vidas.”
(Monseñor José Delicado Baeza,
Arzobispo emérito de Valladolid)
Otras veces este consejo me animaba y me ponía en plan. Hoy, la verdad, no me dice nada...
Lo único que puedo decirte es, Señor,
Aquí me tienes, como soy.
Mi pobreza es posible que te complazca.
Mi sinceridad me dice que tú aceptas siempre lo que cada uno es, lo que cada quien tiene.
Esta tarde sólo tengo que presentarte esta mi situación lamentable.
Seguro que no puedo ofrecerte un día perfecto, nada extraordinario, nada importante.
Sí te presento lo que ahora siento: apatía, desgana. Recuerdo tantos días de silencio, Jesús, que tú pasaste en Nazaret. ¡Tantos días, tantos años! ¿Para qué?
Me hace pensar que tú también habrías tenido días aburridos, haciendo siempre lo mismo: del taller a la fuente, de la plaza a la sinagoga, con los mismos vecinos, con las mismas palabras, día tras día, año tras año, sin otro horizonte que las cuatro casas de tu desconocido e ignorado Nazaret.
Pero, allí, en tales situaciones, en tal aburrimiento, tú te entregabas al Padre con generosidad y esto era lo que te reconfortaba y lo que te reanimaba. Aquí me tienes, Señor Jesús, queriendo romper mi pereza, para comunicarme contigo. Acepta lo que tengo, tan mío. No tengo otra cosa que presentarte hoy.
Si nadie te ama, mi alegría es amarte.
REFLEXION
Como cristianos no buscamos “una felicidad fácil (la paz de Cristo no es como la que da el mundo, nos dice el Evangelio); es la felicidad de una realización profunda según el plan de Dios, que es siempre salvación y hasta de alegría. El riesgo de privarse de esa felicidad o paz como conjunto de bienes que la constituyen, se encuentra en la resistencia a esa llamada, en perder la oportunidad de llegar a ser lo que Dios quiere que seamos. Por eso se requiere un sincero discernimiento de la Voluntad de Dios sobre nuestras vidas.”
(Monseñor José Delicado Baeza,
Arzobispo emérito de Valladolid)