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VIERNES SANTO 2015. LA MUERTE DE JESÚS Y SU FIDELIDAD AL PADRE

LA MUERTE DE JESÚS Y SU FIDELIDAD AL PADRE

El Señor Jesús ha dado hoy su vida por nosotros. La liturgia de la Palabra nos ha mostrado la pasión según el evangelio de San Juan. Es una idea clara en todos los evangelios, aunque en el de Juan se hace más explícito y repetitivo, que a Jesús nadie le quita la vida, sino que él la da voluntariamente. En efecto, Jesús tenía conocimiento previo de lo que iba a suceder en los días de esa pascua en Jerusalén y enfrenta la pasión y la muerte de cara; pudo evitar esa visita a la Ciudad Santa, pudo cambiar sus pasos en las últimas horas para evitar ser prendido por los guardias del Sanedrín, pudo haber cedido a la tentación de encarnar un mesianismo complaciente, el que esperaba el pueblo, y habría evitado la muerte. Pero aquello hubiera sido una infidelidad total al Padre y a la misión que había recibido. Los episodios del bautismo en el Jordán y de la Transfiguración en el Tabor señalaban al Hijo-Siervo tal como venía anunciado en los profetas. En la primera lectura hemos tenido la oportunidad de escuchar el cántico que se refiere a la pasión y a la muerte de ese Siervo: Mi Siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos. El texto, compuesto siglos antes del nacimiento de Jesús, parece ir narrando con exactitud lo que hoy ha sucedido en su pasión. Esta figura es presentada por Dios como quien le sirve, como quien le es fiel y hace su voluntad. En estos textos, Jesús encontró el modelo de lo que debía ser en este mundo y de la tarea que debía llevar a cabo. También han sido estos textos los que ayudaron a los evangelistas y a los apóstoles a interpretar el sentido verdadero de la pasión y de la muerte del Maestro. Con el autor de la carta a los Hebreos, podemos proclamar que Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.

En la liturgia de hoy tiene un sentido especial la mirada que dirigimos a la cruz, su contemplación, su exaltación, su adoración. En la cruz, Jesús nos ha salvado y la ha convertido en el signo de nuestra salvación, de nuestra redención. El Crucificado se ha entregado como víctima expiatoria, como cordero sacrificado, por todo el pecado del mundo. Con su muerte, Jesús ha inaugurado una nueva Pascua: el paso de la esclavitud del pecado a la libertad de la vida de la gracia, el paso de la deuda con Dios a la reconciliación. Y es que Jesús, en su encarnación, asume la humanidad, a toda la humanidad. Siendo obediente y fiel, en él, toda la humanidad ha pasado a ser fiel al Padre; su entrega ha borrado la culpa del hombre, ha cancelado la cuenta que la humanidad tenía pendiente con su Creador. Mediante el Hijo, obediente y fiel, Dios ha hecho una nueva humanidad que ha superado el pecado de Adán; Jesús es el Hombre Nuevo de esa humanidad renovada.

Miremos hoy con una nueva mirada a Jesús clavado en la cruz. Contemplemos al Hijo entregado. ¿Acaso le mueve otra cosa que no sea el amor a dar la vida por todos? Jesús muere en la cruz por amor a nosotros. ¿No lo había enviado el Padre por amor? ¿No había salido Dios al encuentro del hombre al enviarnos a su Hijo y al entregarlo a la muerte para reconciliarnos con él, para salvarnos? El Apóstol San Pablo se pregunta muy acertadamente: ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo, que por nosotros se entregó a la muerte? Entonces, ¿cuál es la predisposición de Dios: para salvar o para condenar? En el cuarto domingo de Cuaresma, Jesús nos decía en el evangelio que el Hijo del Hombre no ha venido para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. Ningún miedo habremos de tener, pues, a ser condenados por Dios; él lo ha puesto todo para nuestra salvación. La única posibilidad de condenación no está tanto en los planes de Dios cuanto en nuestras manos. En efecto, Dios respeta tan hondamente nuestra libertad que contempla, incluso, la posibilidad de que alguno de nosotros, en su sano juicio, decida rechazar voluntariamente la salvación obrada por Jesús. Si alguien le dijera definitivamente y para siempre “tú no has muerto por mí porque no quiero tu salvación”, él mismo estaría anulando la salvación que Jesús ha obrado para él; pero no sería Dios quien le condenaría sino que sería él mismo quien estaría escogiendo su condenación. El Crucificado nos recuerda nuestra máxima dignidad, pues nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos. La muerte de Jesús nos muestra su gran amor por nosotros, el gran amor de Dios por la humanidad. Dios solo tiene para nosotros una mirada llena de ternura y de misericordia. La entrega de Jesús en la cruz es la mayor prueba de ello.

La pasión de Jesús es única y vivida en primera persona por él; sin embargo, es el espejo de todo el sufrimiento humano. El desprecio, la traición del amigo, el beso de la entrega, la detención ilegal, el juicio sumarísimo, la condena previa al proceso, la noche oscura en las mazmorras, la decisión de la tiranía del poder político, la condena de la flagelación, la burla de los soldados, la coronación de espinas, el camino cargado con la cruz, el expolio, el sorteo de sus vestiduras, la expulsión de su pueblo, la ejecución, la sepultura… son la expresión física del dolor moral, de todo el sufrimiento interior que puede experimentar el ser humano. Cada parte de la pasión del Señor está en todos los que sufren: los pobres, los excluidos, los marginados, los enfermos, los que padecen la injusticia, los refugiados o desplazados, los perseguidos… No resulta extraño, por tanto, comprender que ellos sean los predilectos de Dios. ¿Lo son también para la Iglesia? Siempre se nos llena la boca de palabras de defensa de ellos, pero, a menudo, seguimos más preocupados por mantener un status, por defendernos de las voces críticas, por apegarnos a nuestros reglamentos internos. La Iglesia no abandona a los que sufren, pero se ven en ella demasiados esfuerzos que nos llevan a pensar en una cierta endogamia, tratando de justificarse o de refugiarse en argumentos de otros tiempos para intentar mantener su peso y su influencia institucional en la sociedad. Ayer, en la liturgia del Jueves Santo, veíamos que si la Iglesia no está para servir, está defraudando la razón de su ser, la misión dada por Jesús.

Los cristianos no podemos ser otra cosa sino el reflejo vivo y activo del amor de Dios. La pasión de Jesús habrá de llevarnos, necesariamente, a comprender mejor el sufrimiento de los hombres que tenemos a nuestro alrededor. Además del anuncio de la Buena Noticia, nuestra acción pastoral debe encaminarse a aliviar el sufrimiento de todas las personas, de cada una de ellas, ayudando a transformar las causas estructurales que las provocan. Aquellos que están en la cruz personal cada día son la imagen de Cristo sufriente; no podemos pasar de largo ante él.

P. JUAN SEGURA