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Encadenados al deseo: de la ideología de género al transhumanismo (III)

01/09/2015 - Castellano

Encadenados al deseo: de la ideología de género al transhumanismo (III)

Deseo, adicciones y alienación


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De una sociedad de adicciones surge la alienación

Josep Miró i Ardèvol

Deseo sin límites derivados de la razón, porque la razón del ser es satisfacer al deseo, bajo el impulso del mercado se transforma en adicción. ¿O es que acaso la desmesurada especulación financiera, la generalización de la corrupción, no es adicción al dinero? ¿Puede negarse la afirmación de que nuestra sociedad es adicta al sexo? ¿Ha existido una sociedad más adicta a las drogas de todo tipo que la nuestra?

La sociedad desvinculada vive en la cultura de las pulsiones del deseo y por ello es una sociedad de adicciones. Y de ella surge la alienación, una palabra que posee diversos significados, pero el que ahora me interesa situar en primer plano es el colectivo, el concepto de la alienación política, que vivió y alcanzó su máximo esplendor con el marxismo. Para Marx, la causa eran las distorsiones que causaba la estructura de la sociedad capitalista en la naturaleza humana, y en razón de esta perspectiva centró su atención sobre las estructuras del capitalismo que la causaban, más que en sus efectos sobre el sujeto alienado.

La rápida implosión política e intelectual del marxismo ha situado aquel concepto en el margen de las categorías que hoy se manejan, pero esto no significa que haya dejado de ser válido como descripción de un estadio negativo para las personas y la sociedad. Podríamos decir que hoy la alienación como categoría analítica atraviesa una crisis teórica, pero esta no se debe tanto al concepto en sí como a las circunstancias. Una ya apuntada, en su hundimiento: el marxismo se llevó con él instrumentos de análisis valiosos, la izquierda, su teórica depositaria, lanzó el agua sucia con la verdura lavada dentro. Pésimo negocio. Pero hay una segunda causa nada menor. A una sociedad alienada le resulta difícil interpretar dicha concepción, porque no desea mirarse en su propio espejo.

Y es que, en definitiva, a pesar de su amplitud conceptual, la idea de alienación coincide en venir a señalar un alejamiento, privación de uno mismo, y resulta tan anterior a Marx que Santo Tomás de Aquino ya la manejaba definiéndola como la anulación del libre albedrío de la persona.

La alienación entraña un trastorno intelectual, temporal o permanente. Un estado mental que determina una pérdida de la propia identidad, porque se construye otro sobre una base falsa. ¿No es acaso esta sintomatología bien visible en el mundo en que vivimos, donde proliferan las identidades fragmentadas, unidimensionales, como la homosexualidad como identidad, o la raza? De esta simplificación de la condición humana surge la dependencia y la adicción. Es la reducción del ser humano a su identidad sexual, la realización en términos de bienes materiales, la dilución de la realidad de la propia vida en universos imaginarios. No se trata de la dimensión que puede aportarnos las relaciones sexuales, el dinero, o el beber y comer, sino su transformación en una dimensión única, o al menos hegemónica, donde radica lo alienante. El problema, la dimensión extraordinaria del problema, radica en que de la misma manera que el sujeto alienado en su pensamiento desconoce totalmente lo que le sucede, la sociedad alienada, tanto que incluso desarrolla normas e instituciones en este sentido, tampoco tiene conciencia de que sea un problema. Como mucho, observa críticamente algunas manifestaciones, pero carece de capacidad para interpretar las causas desencadenantes, y por ello fracasa en el intento de superar aquellos efectos aisladamente percibidos.

Esta alienación se convierte en social, política, y entonces el poder mediático, cultural, y económico, impiden pensar libremente acerca del sistema, y de la situación del individuo. Esa es la misión del pensamiento políticamente correcto: que nadie señale, como en el cuento, la desnudez del rey, y si lo hace, que el anuncio llegue a muy pocos, y a ser posible de manera deformada. La propia alienación, cuando es social, basa su fuerza en el proceso acrítico de ensalzamiento de la fuerza alienante.

Es siempre en nombre de "una buena causa" que el sujeto se aliena, enajena su pensamiento. Se anula la capacidad crítica por un buen motivo, al mismo tiempo que se postula la “critica” a todo lo que combate la alienación en nombre de la libertad.

Juan Pablo II, en su Audiencia General del miércoles 12 de noviembre de 1986, se refería al pecado como alienación del hombre.

"El mandamiento que el hombre recibió al principio incluía esta verdad expresada en forma de advertencia: Recuerda que eres una criatura llamada a la amistad con Dios y sólo Él es tu Creador: ¡No quieras ser lo que no eres! No quieras ser 'como Dios'. Obra según lo que eres, tanto más cuanto que ésta es ya una medida muy alta: la medida de la 'imagen y semejanza de Dios'. Esta te distingue entre las criaturas del mundo visible, te coloca sobre ellas. Pero al mismo tiempo la medida de la imagen y semejanza de Dios te obliga a obrar en conformidad con lo que eres. Sé pues fiel a la Alianza que Dios-Creador ha hecho contigo, criatura, desde el principio".

"Cuando comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal" (Gén 3, 5). Es decir, el criterio según el cual Dios es "alienante" para el hombre, de modo que si éste quiere ser él mismo, ha de acabar con Dios (cf., por ejemplo, Feuerbach, Marx, Nietzsche).

"En lugar del Dios que dona generosamente al mundo la existencia, del Dios-Creador, en las palabras del tentador, en Gén 3, se presenta a un Dios 'usurpador' y 'enemigo' de la creación, y especialmente del hombre sino de 'desobediencia', de oposición a la voluntad del Creador. Este será el carácter principal del primer pecado de la historia del hombre".

"¡Lo que lleva a la alienación del hombre es precisamente el pecado, es únicamente el pecado! Es precisamente el pecado el que desde el 'principio' hace que el hombre esté en cierto modo 'desheredado' de su propia humanidad. El pecado 'quita' al hombre, de diversos modos, lo que decide su verdadera dignidad: la de imagen y semejanza de Dios. ¡Cada pecado en cierto modo 'reduce' esta dignidad! Cuanto más 'esclavo del pecado se hace el hombre' (Jn 8, 34), tanto menos goza de la libertad de los hijos de Dios. Deja de ser dueño de sí, tal como exigiría la estructura misma de su ser persona, es decir, de criatura racional, libre, responsable".

"La Sagrada Escritura subraya con eficacia este concepto de alienación, mostrando una triple dimensión: la alienación del pecador de sí mismo (cf. Sal 57/58, 4: 'alienati sunt peccatores ab utero'), de Dios (cf. Ez 14, 7: '[qui] alienatus fuerit a me'; Ef 4, 18: 'alienati a vita Dei'), de la comunidad (cf. Ef 2, 12: 'alienati a conversatione Israel')".

"El pecado es por lo tanto no sólo 'contra' Dios, sino también contra el hombre. Tal como enseña el Concilio Vaticano II: 'El pecado merma al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud' (Gaudium et spes, 13)".

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