JESÚS EN CASA DE ZAQUEO. Domingo Ordinario 30 C 2013

El domingo pasado el evangelio de Lucas nos ponía el ejemplo de un publicano como modelo a seguir en la oración; hoy otro publicano aparece como modelo de conversión. La ocasión viene dada en la ciudad de Jericó durante el viaje que Jesús realiza a Jerusalén desde el capítulo 9. El relato acentúa el carácter pecador del personaje, pues ya sería mucho con ser publicano raso, pero el evangelista lo describe nada menos que como jefe de publicanos; es decir, como pecador de pecadores. Su pequeña estatura y el hecho de que tenga que subirse a una débil higuera para poder distinguir a Jesús ridiculizan su figura. Sin embargo, él siente cierta curiosidad acerca de Jesús, pues hace lo humanamente posible para poder verlo. La sorpresa se la lleva cuando Jesús se dirige a él y le pide alojamiento en su casa. Las murmuraciones eran lógicas, pues, al entrar en casa del pecador público, Jesús incurría en impureza legal y eso le incapacitaba, incluso, para comer. Es una más de las tantas ocasiones en que vemos el poco caso que Jesús hace de los preceptos legales del judaísmo y de la libertad con la que se presenta ante la religión y las autoridades del templo. Zaqueo ha oído hablar de Jesús y quiere conocerle. No le ha visto hacer nada, no le ha oído predicar ni enseñar, solo se alegra y abre su casa para él. La sola presencia de Jesús, su sola compañía, su solo deseo de compartir casa y comida con él, conmueven su corazón y su ser en lo más profundo; tanto que se compromete ante Jesús a abandonar su pecado y a compensar a quienes haya podido perjudicar. Es toda una declaración de intenciones lo que el rico recaudador hace delante de Jesús. La compañía y la presencia de Jesús le han llevado a la conversión. Los demás le despreciaban porque era jefe de publicanos. En Jesús se encuentra con quien no solo no le desprecia, sino que ni le juzga ni le condena. Sentarse a la mesa con alguien, en la cultura semita, era estar en comunión con él (de ahí que la Eucaristía sea comida compartida), pero hospedarse ya era reconocerle como amigo. A ese hombre le conmueve que Jesús lo trate como a un amigo con quien desea compartir mesa y techo. Y el agradecimiento lo muestra con aquello que Jesús pide, precisamente: la conversión. De nuevo, como la semana pasada, solo quien se reconoce pecador puede dar el paso hacia la conversión. Zaqueo lo da porque se sabe pecador.

Todo el tercer evangelio es un canto a la misericordia que Dios nos da en Jesús. En todo su camino, incluso en la cruz, él va recuperando pecadores para el Padre. En realidad, el propio Jesús proclama en el versículo final de la escena evangélica de hoy que esa es, precisamente, la naturaleza de su misión: “El Hijo del Hombre ha venido a venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”. Es el Salvador de los pecadores. Ya en la noche de su nacimiento, el ángel les anunciaba a los pastores (otro grupo de pecadores socialmente reconocidos): “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador”. Jesús es buena noticia para el pecador porque le recuerda que Dios no le ha olvidado, que le ama y que sigue contando con él. Es importante gritar a los cuatro vientos que Dios no reniega del pecador, de ningún pecador; que a nadie retira su amor; que no deja de amar a todos y cada uno de sus hijos. En este mundo tan variopinto y en esta sociedad tan corrompida, es necesario recordar que Dios no retira su amor al pecador, que le sigue amando, que espera su conversión, que en Jesús y su evangelio encontrará la salvación. Es necesario gritar a los cuatro puntos cardinales que ningún pecado es definitivo; que nadie dé por hecha su condena eterna; que, acudiendo a Jesús, se verá sanado; que su conversión le recuperará para el Padre. Es hora, por tanto, de ponerse en marcha, de acoger a Jesús, de dejarse amar por él, de recibir su amistad y su cariño; es hora de que la salvación se manifieste en nosotros mediante la conversión.

El pasaje evangélico de Jesús en casa de Zaqueo es también un canto a la capacidad de reacción que tiene el ser humano. El texto del libro de la Sabiduría nos decía en la primera lectura que en todas las cosas de la creación “está el soplo incorruptible” de Dios. Esa semilla de su bondad, de su amor, de su misericordia, puede germinar en cualquier momento. Nadie está libre del “toque” de la bondad de Dios por la creación. En todo ser humano existe, pues, la capacidad de reacción para superar el pecado, la capacidad de conversión. La presencia de Jesús puso en marcha ese mecanismo en Zaqueo. Que, de igual modo, la active también en cada uno de nosotros; y que cada uno de nosotros favorezca con su testimonio de misericordia que pueda activarse en otros pecadores.

P. JUAN SEGURA