Lo mudable y lo inmutable en la vida de la Iglesia

Lo mudable y lo inmutable en la Iglesia.

El tema propuesto para la undécima reunión de las Conversaciones católicas: Lo mudable y lo inmutable en la vida de la Iglesia, quería atraer la atención y el estudio de los conversadores hacia el aspecto teológico de la constitución esencial de la Iglesia, de sus elementos variables e históricos y de su estructura inmutable, y hacia el otro tema pastoral y práctico de la adaptación de la Iglesia a los tiempos modernos, de los límites, legítimos en múltiples aspectos concretos, históricos y actuales, de esta adaptación, de la legitimidad e ilegitimidad de esos afanes de renovación y adaptación a los nuevos tiempos que en el mundo católico actual se comprueban.

El dualismo "mudable-inmutable", la afirmación de que en la Iglesia y en la vida de la misma hay elementos inmutables y otras cosas variables, aparecen en las enseñanzas de Pío XII, en cuyos discursos y documentos se encuentran estos términos justamente aplicados a la aclaración de tales problemas de la inmutabilidad y de la renovación y cambio, que se plantean en la vida de la Iglesia. Justo es, pues, y fundado, que se discutieran los temas amplísimos de la teología, de la adaptación, de la mutación y acomodación constante de la Iglesia a todos los cambios de lo temporal y circunstancias históricas en que le toca vivir bajo la antinomia de dichos términos de mudable e inmutable, ya consagrados por los textos pontificios.

Pero, precisamente, en la teología de dichos conceptos faltó precisión y rigor debidos. La primera cuestión propuesta se refería al fundamento teológico de la distinción de lo inmutable y mudable en la Iglesia; es decir, cuál es el criterio de distinción de lo que es inmutable y de lo mudable en la vida de la misma, si es que hay principio teológico, o varios, de discriminación neta, entre unos y otros elementos.

Sobre esto, los pareceres se presentaron en apariencia antitéticos. Varios teólogos estaban de acuerdo en afirmar que lo inmutable en la Iglesia es lo divino, todo aquello que se presenta como teniendo origen y causa divinas; mientras que todo lo humano en ella está sujeto al cambio y variación.

Pero ya alguno de entre ellos —Padre Sauras— vio que este principio diferenciador no era exclusivo, ni menos aún claro. E indicaba que hay muchos elementos y actuaciones de la Iglesia que son divinos y no obstante mudables; mientras que de Dios pueden derivarse al mundo a través de la naturaleza muchos elementos o efectos naturales que son, no obstante, inmutables.

Mucho más aún puede insistirse en esto. La gracia santificante, las virtudes infusas y dones místicos, toda la vida de la gracia en las almas con los efectos todos de santificación y obras sobrenaturales que el Espíritu Santo suscita y promueve dentro del Cuerpo místico, y hasta los mismos efectos transcendentes de inhabitación y filiación divinas en el cristiano, constituyen los elementos más divinos que hay en la Iglesia, pues forman lo sobrenatural sustancial, lo divino formalmente participado. Estas divinas realidades, sin embargo, y su devenir, crecimiento y muerte en las almas están sujetos a leyes de pura contingencia y variabilidad. El régimen de la vida de la gracia y de los dones divinos en el mundo es esencialmente mudable, pues su estabilidad misma va totalmente condicionada a la cooperación de la voluntad humana, libre y versátil, y a la libre voluntad de Dios, que distribuye sus dones a quien quiere y como quiere.

Ni cabe decir que sólo lo divino individual, existente en los miembros particulares del Cuerpo místico, es lo mudable en la Iglesia, no lo divino social, dado a la Iglesia misma o concerniente a las funciones públicas o universales de la misma. Porque los grandes movimientos de espiritualidad, las figuras señeras de la santidad o del apostolado y reforma de la Iglesia han sido suscitadas de un modo libre y contingente por el Espíritu Santo en ella. El régimen carismático en la Iglesia primitiva, caracterizado por la profusa distribución de carismas divinos a sus miembros, fue también un acontecer histórico, un fenómeno mudable. Pero aún los mismos carismas o efectos divinos sobrenaturales referentes al régimen de la Iglesia y a su misma consistencia, como son el carácter sacerdotal con su potestad de orden, la consagración y potestades episcopales, y aún la pontificia, son realidades mudables en el sentido de que se suceden, nacen y desaparecen con la misma promoción y muerte de los sujetos humanos en que residen, aunque no pueda fallar la continuidad o sucesión ininterrumpida de los mismos. Lo divino, pues, en la Iglesia va sometido a las mismas leyes de la temporalidad, del acontecer histórico y mudable, que los organismos humanos, individuales o agrupaciones sociales en que la vida de la Iglesia se encarna.

Por lo cual, otro grupo de "conversadores", —especialmente entre los laicos— presentaron la mutabilidad como figura propia y el rasgo esencial en la vida de la Iglesia. En particular, el profesor Mesnard negó la posición del problema a través del binomio mudable-inmutable. La idea de inmutable, dijo, viene de Aristóteles que la empleó para designar la inmovilidad propia de los cuerpos celestes, y por Averroes pasó al mundo cristiano. Pero el cristianismo está inmerso en la historia; los términos con que se piensan las realidades son términos de vida, y lo viviente siempre cambia.

El problema entonces no es de inmutabilidad, sino de enunciar la ley interna de la vida de la Iglesia que es ley de cambio, de transformación en el cristiano. "El mensaje del cristianismo es mensaje de transformación. Es preciso que la Iglesia cambie." La cual muy bien puede figurarse a través de las tres dimensiones de la historia: pasado, presente y futuro. La vida de la Iglesia en el pasado se condensa en la idea de tradición, que implica fidelidad y continuidad. Sus reformas han de llevarse a cabo siempre en la misma linea o en el mismo sentido. La dimensión del presente es la de vida, con su nota propia de autenticidad. La vida de la Iglesia debe ser auténtica, fiel al presente. En cuanto al futuro —dimensión más esencial en la historia— la vida de la Iglesia se cifra en cambio y transformación constantes. El cristianismo, además, debe ser escatológico, un cristianismo de "esperanza", que viva orientado siempre al futuro, a la realización de la palabra divina: "adveniat regnum tuum."

En las mismas ideas abundaban otros conversadores laicos: La Iglesia, decían, es un organismo viviente y por eso su ley y ritmo propios han de ser de renovación y cambio. Todo, en la Iglesia, sería mudar y renovarse. El profesor Lazzati aseguraba que según la interpretación alegórica de San Ambrosio al texto del Génesis: "ut operaretur (terram) et custodiret illam", dos son las funciones básicas en la vida de la Iglesia: Función de renovación (operari terram, "nova semper quaerere"), y función de custodia y conservación. A los laicos correspondería la función de operarla, es decir, de renovar y vivificar la Iglesia —que es función de levadura y de germen— mientras que a la Jerarquía compete la función de custodire, de dar el valor de permanencia y conservación a esta vida, de garantizar la obra de creación innovadora de los seglares. Otros, en fin, figuraban esta doble función de los miembros de la Iglesia por el símbolo automovilístico del motor y el freno. Los laicos serían el motor o impulsores de esta vida de la Iglesia en continuo cambio y renovación; la Jerarquía, el freno que moderara y encauzara el empuje innovador de los cristianos seglares.

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No cabe duda que ambas posiciones o modos de entender la vida de la Iglesia parecen antitéticas. Sin embargo, deben tenerse por aspectos complementarios, si aquilatamos los conceptos y sabemos valorar bien los elementos de inmutabilidad y mutabilidad de la Iglesia.

Ante todo, no podemos rechazar el concepto de "inmutabilidad" aplicado a la estructura y elementos de vida de la Iglesia. No sólo se encuentra en los textos de Pío XII la antítesis de lo mudable-inmutable en los elementos de la misma, sino que la teología aplica comúnmente la idea de lo inmutable máxime a las verdades absolutas, infalibles, de la fe. Y si es cierto que tal concepto proviene de Aristóteles, depurado por la analogía, ya no designa la idea cosmológica negativa del inmovilismo, propio de los cuerpos sublunares, sino que implica un contenido positivo y pertenece al acerbo común del pensamiento humano.

Y con Aristóteles y San Agustín los filósofos y teólogos de toda la historia están comúnmente de acuerdo en atribuir la idea de inmutabilidad —no entendida sólo en el plano cosmológico, sino en el plano trascendente y metafísico, de igual suerte que el concepto de movimiento y mutación, depurado por la analogía, significa "todo cambio en el ser"— ante todo y en primer término a la divinidad. Dios es el solo inmutable absoluto, el único ser inmutable por su naturaleza y esencia; los demás seres, fuera de Dios, son todos sujetos a alguna forma de mudanza o cambio, es decir, son por su naturaleza mudables. Y es que, significando el movimiento o mutación todo devenir o cambio del no ser al ser, del ser al no ser, o del ser a otro modo cualquiera de ser, el inmutable absoluto es el ser que excluye toda posibilidad de mudanza o toda potencia a la mutación.

Pero éste sólo puede ser Dios, subsistente y Ser por esencia, cuya esencia se identifica con el ser y consiste en el existir o en el ser por sí mismo. Por lo mismo, excluye toda posibilidad de mudanza, pues no hay en El potencia alguna al cambio o mutación: ni a la mutación al ser o algún modo particular de ser, ya que contiene todo el ser y todas las perfecciones de ser en sí, y no puede adquirir ninguna perfección ni modo alguno de ser; ni a la mutación al no ser, o a un cambio cualquiera en el ser, pues por su misma esencia, identificada con su Ser, es lo que es, y no puede dejar de ser de algún modo, pues todo lo que es lo tiene esencialmente, es decir, necesariamente y sin posibilidad alguna de cambiarlo.

Por eso esta inmutabilidad divina se confunde con el atributo de la eternidad de Dios.

La eternidad es la duración totalmente inmutable, plenamente poseída y sin mudanza alguna, del Ser mismo y existir de Dios. Y ambos atributos de inmutable y eterno se confunden e implican en la misma constitución esencial de Dios, como Ser subsistente y Acto puro, y no se distinguen adecuadamente de la Aseidad o Subsistencia divinas. Dios es Acto puro, porque posee todo el cúmulo del ser, sin potencia alguna para actuarse por alguna perfección o ser y, por lo tanto, sin posibilidad de mutación en el ser. Y, a la vez, dicha idea de Acto puro entraña la actividad continua y desbordante de la Naturaleza divina, totalmente opuesta al inmovilismo de la concepción cosmológica de lo inmutable.

Fuera de Dios, las criaturas todas se inscriben en el dominio de lo esencialmente mudable, sea con mutación metafísica del puro no ser al ser (creación) o del ser al no ser total (aniquilación) o transformación total en otro ser (transubstanciación), sea con mil modos de mutaciones substanciales en los seres corporales, o accidentales, de las cuales al menos las de orden espiritual se dan en todos los seres creados.

Y, de una manera antitética al ser de Dios, inmutable por ser necesario, la raíz de la mutabilidad de las criaturas está en su contingencia. Contingente: "lo que es de tal manera que puede no ser o ser de otro modo". La contingencia de las cosas se define, pues, por su potencia a la mutación, por su mutabilidad; y la raíz última de tal contingencia o mutabilidad, total o parcial, de las criaturas reside en su misma composición de acto y potencia, o en la limitación radical de su ser, originada por la distinción real, en la entraña de la criatura, de su esencia y su existir o acto de ser.

Por eso de Dios, el inmutable por naturaleza, deriva todo lo que haya de inmutable en la creación. Tales pueden ser realidades naturales o sobrenaturales, si bien los seres que participan de esa inmutabilidad divina, no podrán ser ya absolutamente inmutables.

La inmutabilidad divina se participa, ante todo, en las esencias de las cosas. Es el orden del ser creado que participa directamente de lo inmutable, aunque de manera abstracta y negativa. Toda esencia creada, en cuanto abstrae de la existencia, es inmutable, necesaria y eterna, ya que todo ser inmutablemente, es decir, necesaria y eternamente —los tres conceptos y notas son equivalentes— está constituido por sus notas o principios esenciales: El hombre necesariamente, ab aeterno e invariablemente es animal racional. Y todas las propiedades esenciales, notas o conexiones que afecten a esta esencia, o derivadas del conocimiento de ella, son también necesarias e inmutables.

Pero estas esencias abstractas sólo tienen un ser ideal y objetivo en el entendimiento divino, o como esencias posibles en el conocimiento que nuestra inteligencia posee de ellas. Las esencias actuales, en el orden existencial, están sometidas, en cuanto a su realidad física, al devenir y mutación propios de todo lo individual y concreto, de toda creatura existente.

Mas, por otra parte, las esencias permanecen inmutables en cuanto a sus propiedades esenciales aun en el orden existencial. El hombre —todo hombre existente— por necesidad es racional, con un alma espiritual e inmortal, etc. Los cuerpos todos existentes están sometidos a las leyes inmutables —en el plano físico— de la gravedad, impenetrabilidad, inercia, etc. Los individuos humanos se someten también a las leyes morales que brotan de la constitución esencial del orden moral, de su mismo ser moral como seres libres.

Tales son las leyes, las relaciones esenciales de las cosas, que van revestidas también con la nota de inmutabilidad, física o metafísica. Ellas constituyen las notas esenciales de la realidad y forman el objeto fundamental de la ciencia, el núcleo de todo conocimiento científico y filosófico. La ciencia es, pues, también de las verdades universales, inmutables y necesarias de las cosas; al menos la ciencia más propiamente tal o propter quid.

Este es otro modo de derivación de la inmutabilidad divina sobre el mundo natural: sobre las verdades inmutables y sobre la ciencia de esas verdades universales y necesarias que es también conocimiento cierto e inmutable, con la necesidad e inmutabilidad del objeto conocido. La derivación se efectúa aquí de la verdad ontológica de las cosas al conocimiento necesario e inmutable que se tiene de ellas. Lo necesario —sinónimo de inmutable— afecta primero a las esencias de los seres, a la conexión necesaria de todas las notas y principios esenciales de cada cosa, transmitiéndose esa inmutabilidad de la verdad ontológica del objeto a la certeza inmutable o infalible de su conocimiento.

Por eso lo inmutable dentro de la naturaleza se encuentra primordialmente y se atribuye al mundo de la verdad objetiva y a la ciencia de ella. Tal es también el primer plano de elementos inmutables que se encuentran en la Iglesia. Son las verdades naturales, las doctrinas inmutables de la moral natural o verdades y principios filosóficos en conexión con el dogma, que la Iglesia tiene la misión de conservar y defender, sea que estén directamente revelados o no.

Y con mayor razón, todas las verdades reveladas incluidas en el depósito sagrado de revelación constituyen el campo más propio de lo inmutable en la Iglesia.

La verdad revelada y sobrenatural es, en efecto, la participación primera de lo divino en la Iglesia. Y participación inmediata de la ciencia divina, que como tal es infalible e inmutable, aunque sea de objetos mudables y contingentes, pues Dios conoce todas las cosas —aun el suceder contingente de los acontecimientos históricos— con inmutable verdad; inmovili veritate. Y como Dios no puede engañarse ni engañarnos, todo lo que El reveló a los hombres es infalible e inmutable. Por eso ha dotado a su Iglesia del carisma de infalibilidad en la proposición de las verdades de fe, para que se conserve siempre la inmutabilidad absoluta de la doctrina revelada.

Este carácter inmutable se comunica también de un cierto modo a las fórmulas con que define la Iglesia la verdad revelada; a las fórmulas dogmáticas. Ellas expresan sustancialmente una verdad definida, que no puede cambiar. Y aunque las expresiones verbales de las mismas fórmulas son susceptibles de perfeccionamiento, de otros modos de formulación lingüística y hasta conceptual accidentalmente distintas, no vale hacer apelación de las fórmulas dogmáticas al misterio. Este constituiría lo único inmutable, no las definiciones, porque el misterio de la Asunción podría expresarse de otros muchos modos, ya que los conceptos no se adaptan a las fórmulas de expresión. Ciertamente, la realidad total, trascendente y sobrenatural, de un misterio divino, no puede ser encerrado en los límites de una fórmula. Pero la verdad expresada en cada fórmula debe responder y adecuarse aun conceptualmente —con la distancia al menos y semejanza analógica de los conceptos humanos— a la realidad del misterio que ha querido significarse, y debe ser inmutable como él.

Dentro del tesoro de doctrinas y enseñanzas de la Iglesia no todo es, sin embargo, absolutamente inmutable. Al margen de las verdades propuestas como reveladas, a que corresponde la fe, se hallan otras muchas enseñanzas y orientaciones doctrinales del Magisterio ordinario de la Iglesia. Todas son doctrinas en conexión con el depósito de la revelación y que pertenecerán en su mayoría a lo implícitamente revelado, a las verdades deducidas por la teología de las enseñanzas de fe. Su verdad no se presenta, al menos quoad nos, como inmutable, ni de nuestra parte exigen un asentimiento infalible de fe divina, aunque sí interno, porque pertenecen al campo de doctrinas sobre las que la Iglesia no ha emitido un juicio absolutamente irreformable, por lo que en absoluto son mudables y están sujetas a error.

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Pero es claro que, además de "lo inmutable dogmático" o doctrinal, hay otros elementos en la Iglesia que transcienden al tiempo y a la variación y pertenecen a lo inmutable, porque la Iglesia de Cristo no es un simple sistema ideológico, sino ante todo un organismo viviente, instituida no sólo para transmitir un credo doctrinal, sino principalmente una vida divina y los elementos de la misma, a las almas.

Los elementos divinos en la Iglesia serán por consiguiente, y como ya hemos indicado antes, múltiples. Para discernir lo inmutable en ellos, hemos de aplicar el criterio ya expuesto para las realidades naturales: Una doble derivación, en ellos, de lo Inmutable por sí mismo que es Dios: por la vía de esencia o por la vía existencial.

Y ya vimos que las esencias se participan de Dios como inmutables y necesarias. Esto que es válido para todas las esencias naturales, para todo el orden de la naturaleza creado por Dios, con sus principios esenciales, sus propiedades, leyes y relaciones también necesarias, con mayor razón lo será para la constitución esencial de la Iglesia, realidad sobrenatural inmediatamente instituida por Jesucristo.

Así, pues, inmutable en la Iglesia será su esencia misma, su estructura y constitución esencial, con todos los principios, notas y caracteres esenciales de que ha sido dotada, para existir y desenvolverse, por su divino Fundador.

Todavía lo inmutable en la Iglesia no es absoluto, como lo son los principios y notas que determinan las esencias naturales. La Iglesia no es un organismo sustancial distinto de su Cabeza y de sus miembros, porque un ser substancial, formalmente sobrenatural o divino fuera de Dios mismo es algo contradictorio y absurdo. La Iglesia es una institución u organismo social, constituida en su estructura dada por voluntad positiva de Dios. La Iglesia pudo haber sido fundada con otra estructura, con otros elementos esenciales distintos, si esto hubiera sido voluntad y beneplácito de Dios, pues no tiene necesidad inmutable por sí misma, como las esencias naturales. La Iglesia hubiera sido Iglesia, si hubiera sido fundada variados algunos principios actuales de su constitución; pero el hombre creado con una variación en alguna de sus notas esenciales, v. gr., espiritualidad del alma, forma del cuerpo, no hubiera sido hombre.

Esto significa que la inmutabilidad de la Iglesia no es absoluta, sino hipotética. La Iglesia es inmutable supuesta la voluntad divina de instituirla así y de no cambiarla perpetuamente en ninguno de sus elementos esenciales. En este sentido se adecúa en parte con su atributo de indefectibilidad o perennidad: La Iglesia es así por voluntad de su divino Fundador y seguirá con sus mismas notas y principios esenciales a través de todos los siglos. Este hecho anunciado de su perduración perpetua es de fe.

Pero dicho concepto de lo inmutable hipotético o relativo que aplicamos a los principios constitutivos de la Iglesia —no a sus dogmas o doctrinas de fe, que son inmutables absolutamente— es suficiente, y coincide con la idea común de inmutabilidad que se le atribuye: Son inmutables todas aquellas instituciones de la Iglesia que "no pueden ser cambiadas por los hombres", según expresión de la Ene. Mediator Dei; las estructuras o elementos sobre los cuales los hombres —aún los mismos Vicarios de Cristo en su Iglesia— no tienen poder alguno para modificar, innovar o suprimir.

Por eso mismo, dicho concepto de lo que es inmutable se confunde con la otra idea más común: Elementos inmutables en la vida de la Iglesia son los que se remontan a una institución inmediata de su divino Fundador, los que son de origen divino, de derecho divino.

Es bien patente que tales elementos afectan a la sustancia misma de la estructura de la Iglesia, pues, como decía el mismo Pío XII, "ella es inmutable en la constitución y en la estructura que su divino Fundador le ha dado" (Disc. al Congr. de Cienc. Hist., 7 sept. 1949). La esencia de la Iglesia, con todos sus principios fundacionales y notas esenciales, es inmutable, como obra inmediata de Jesucristo; ella resiste a todos los cambios de la historia y mudanzas de los hombres y, por disposición de su divino Fundador, ha de permanecer inmutada y realizarse siempre en todas sus líneas esenciales hasta el fin de los tiempos.

No es difícil enumerar los principales entre estos elementos e instituciones inmutables. Como consignaba el señor Zaragüeta, la vida interior de la Iglesia y elementos todos de su organización pueden reducirse a las tres grandes funciones designadas por la triple expresión: Lex credendi, lex orandi, lex regendi. Ahora bien:

a) Dentro de la lex credendi son inmutables todas las verdades dogmáticas que forman el contenido de la divina revelación, porque la revelación es el mensaje comunicado personalmente al mundo por el mismo Salvador, depositado en su Iglesia y formando el objeto infalible de la fe. En este orden, a los elementos variables pertenecen sólo las formas exteriores lingüísticas, de estilo y de distintos elementos de imaginación culturales y hasta conceptuables con que pueden presentarse los dogmas; tampoco alcanza la inmutabilidad divina a las consecuencias teológicas que pueden deducirse de los dogmas en cuanto tales.

b) En el campo de la lex orandi se presentan como inmutables el núcleo de instituciones fundamentales del culto cristiano y que se deben al mismo Cristo: El Sacrificio de la Misa y los Sacramentos en cuanto a la sustancia de los mismos, materia y forma, su eficacia de causar la gracia, sus efectos diversos, sujeto, ministro y disposiciones básicas para recibirlos, etc.; la institución del sacerdocio, con todos los poderes que comporta ; la ley divina de la oración, necesidad y efectos de la misma. Elementos esenciales que van acompañados de otros innúmeros instituciones y ritos variables que constituyen la Liturgia, las funciones todas y organización cultural de la Iglesia, etc.

c) Dentro de la lex regendi se destacan como inmutables todas las prerrogativas e instituciones que forman la función santificadora y el régimen esenciales de la Iglesia; su finalidad sobrenatural como sociedad destinada a la salvación y santificación de la Iglesia; su estructura interna como Cuerpo místico de Jesucristo con la unión interior por la caridad y todas las funciones vitales de comunicación de la gracia y vida divinas que ella comporta; su constitución exterior como sociedad visible con su poder de régimen reunido y acumulado en el Primado del Vicario de Cristo, con su prerrogativa de plenitud de potestad e infalibilidad de Magisterio; asimismo, los otros elementos de su constitución monárquica y jerárquica, la sucesión apostólica de los Obispos, etc. Por fin, las notas esenciales de unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad que acompañan a su vida y su misión indefectible en la tierra Con todas las conexiones, relaciones o leyes necesarias entre subditos y jerarquía, el sacerdocio, el magisterio y los fieles, etc., que la realización en el tiempo de esta estructura esencial entraña y lleva implicadas.

Esta enumeración tan sumaria y descarnada de los elementos inmutables de la Iglesia debería aún completarse —desarrollando así toda la Eclesiología— para obtener el cuadro de estructuración inmutable, de la que se sustrae al poder y a los cambios de los hombres, en la Iglesia. Fuera de ello, es bien notorio que todas las formas, instituciones, legislación y demás elementos de la vida y organización de la Iglesia pertenecen al orden de lo fundamentalmente mudable, al campo de creaciones e instituciones positivas, de derecho eclesiástico.

Pero de ahí no podrá deducirse, en buena consecuencia, que todo lo estatuido humanamente en ella conste de elementos puramente variables, sometidos a continua innovación, a un constante cambio, y ello por varios motivos.

En primer lugar, porque no son en rigor ritos o instituciones puramente humanas, sino de derecho eclesiástico, establecidas por la autoridad jerárquica de la Iglesia. Y la jerarquía recibe el poder sagrado, no del pueblo, sino de su divino Fundador. Sólo a la jerarquía corresponde decidir, en última instancia, sobre lo que es pasado, caduco e inadaptado en los elementos de la vida eclesial —ritos, cultos, legislación, formas de apostolado— y decretar su innovación.

Por otra parte, en el seno de cualquier institución secular del mundo hay una base de tradición, de elementos casi consustanciales a la vida de ese organismo. Las leyes, en cualquier sociedad perfecta, se promulgan a perpetuidad, tienen vigencia de suyo perpetua, mientras no sean abolidas. Y todas las instituciones de la vida eclesial están respaldadas por una legislación adecuada, juzgada más o menos conveniente o necesaria para alcanzar los fines de santificación de la misma Iglesia.

Así, pues, aun dentro de los elementos mudables y accidentales de la Iglesia —sea en sus ritos y formas culturales, sacramentales, formas de espiritualidad, legislación canónica, etc.— se han de distinguir aspectos o elementos cuasi-inmutables, pertenecientes a la tradición apostólica o primitiva de la Iglesia, o bien que están en conexión casi necesaria con otros elementos esenciales de la misma. Estos, a semejanza de las partes integrales notables de un organismo, que no se destruyen sin grave enfermedad o muerte del mismo, son en cierto modo inamisibles, que no cambiarán nunca, en la Iglesia. El mismo Pío XII mencionó "el estado de perfección o estado religioso, que es una de las cosas que no cambian jamás a pesar de la mutación de los tiempos", si bien las formas concretas de vida religiosa deben hacer esfuerzos de adaptación a la época actual (Discurso a los religiosos, 27 de noviembre de 1950). Pueden también agregarse a la institución del celibato eclesiástico, formas de oración y devociones en la piedad de la Iglesia, como la oración pública del oficio divino, la devoción al Corazón de Jesús, la devoción a María, y otras muchas.

En este sentido, afirmaban algunos conversadores, como el Padre Bidagor, que las bases de toda reforma auténtica de la Iglesia, como fue la del Concilio de Trento, fueron las bases tradicionales de primitivas instituciones eclesiásticas. La Iglesia debe reformarse y acomodarse a los nuevos tiempos; pero sobre la base de dichas instituciones tradicionales. Estas son los vetera sobre que deben fundarse los nova, las innovaciones y acomodaciones subsiguientes.

Otros elementos, en cambio, pertenecerán a la pura accidentalidad de los ritos, formas culturales o leyes canónicas de la Iglesia. Tales serán lo§ elementos más fácilmente mudables. Pero, a semejanza de cualquier organismo viviente que no se transforma de repente, sino lentamente y por sucesivas etapas de desarrollo, tampoco pueden forzarse los procesos de variación, de acomodaciones de la Iglesia, de asimilación de elementos temporales al edificio de Cristo, sino es con daño de su misma vida.

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Hemos encuadrado todo lo inmutable de la Iglesia dentro de sus elementos divinos. Mas no todo lo divino en ella es inmutable. Salvado todo lo que hay de divino institucional, los elementos de institución divina referentes a la esencia de la misma, salvadas también todas las leyes y relaciones necesarias que han de regir esta estructura esencial, lo divino existencial en ella, lo que se realiza y reside en los individuos concretos es —según la anterior analogía de lo individual existente en la naturaleza— por sí mismo fluyente y mudable.

La institución del Primado romano ; con la plenitud de poderes que encarna, de la jerarquía y de sucesión apostólica ininterrumpida, sin duda son inmutables en la Iglesia de Cristo. Mas los Pontífices, o los obispos portadores de esas prerrogativas. se suceden y cambian constantemente. Las leyes o condiciones esenciales según las cuales cada sacramento produce sus efectos de gracia en el alma, son inalterables. Pero hay mudanzas y cambios continuos en la recepción- concreta y actual de estos frutos de la gracia y divinos carismas según las mil variaciones de las disposiciones de las almas.

Y en general, bien puede afirmarse que en este otro aspecto de lo concreto y existencial, tenían plena razón los tenedores de la segunda corriente de ideas: La vida interna de la Iglesia, como la de cualquier otro organismo viviente, está en continuo cambio y transformación. Que la ley entonces del vivir cristiano, individual y social o eclesial, es, no de inmovilismo, sino de renovación y movilidad. Una corriente constante de dones divinos, de gracias y elementos de vida divina fluye a través de todo el organismo viviente del Cuerpo místico, se difunde e irradia por los sacramentos y por los demás órganos de comunicación de la verdad cristiana, para enriquecer las almas, para realizar el crecimiento y evolución continua del vivir cristiano en cada individuo y en todo el cuerpo eclesial.

En este sentido también debe hablarse, como otros dijeron, del mensaje cristiano como un mensaje de novedad, según el texto alegado de San Ireneo: Christus omnem novitatem affert. De negación de toda vetustez anquilosada en la Iglesia de Cristo, la cual no es vieja, sino que siempre aporta fermentos de innovación, y que puede decirse —como afirmaba el señor Santamaría— que se halla al comienzo de su vida. Que la Iglesia es un proyecto aún no del todo realizado sino que sigue realizándose, puesto que Jesucristo no acabó todo el proyecto y así la Iglesia sigue indefinidamente creciendo en varón perfecto: donec occurramus in virum perfectum in mensuram aetatis plenitudinis Christi (Ephes. 4, 13).

La Iglesia puede así afrontar toda novedad de los tiempos, adaptarse a todas las nuevas situaciones de lo temporal, asimilarse todo lo que hay de legítimas conquistas en los tesoros de cultura de los tiempos modernos. Los elementos inmutables de su esencial estructura divina y la virtud del Espíritu Santo, alma del Cuerpo Místico, que los vivifica, garantizan de que este crecimiento y evolución del organismo viviente de la Iglesia sea siempre homogéneo, o según la frase del Concilio Lirinense, que su progreso —doctrinal y vital— sea siempre in eodem sensu et in eadem sententia.

Por eso no hay incompatibilidad alguna entre tradición y progreso, entre proyecto y realización, dentro de la Iglesia. Ella realiza la unión y armonía admirables de esta aparente antinomia entre lo inmutable y lo mudable, entre los elementos de tradición y de progreso, que son los nova et vetera de la parábola evangélica (Mat. 13, 52).

Teófilo Urdanoz Aldaz, O.P.