Oscap
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Pequeño extracto de: La Historia de la Pasión del Padre Luis Palma

La Virgen María espera la Resurrección de su Hijo.

El día anterior la Virgen se había ido del huerto donde enterraron a su Hijo
haciéndose a sí misma mucha fuerza para arrancarse de allí. Probablemente vivía
durante aquellos días en casa del amigo de Jesús que le cedió el comedor para que
celebraran la cena de pascua.
Volvió aquella tarde camino de la Ciudad. Pasó de nuevo por el Calvario y se le
removió el corazón de dolor con el recuerdo. Juan la acompañaba. Oscurecía; por las
calles donde pasaban había su Hijo arrastrado su dolor con la cruz a cuestas; pero Juan,
al darse cuenta, la llevó por otro sitio a la casa.
Mucha gente la reconocía, al pasar, como la Madre del crucificado a quien vieron
llorar al pie de la cruz. Todos seguían comentando el suceso, y unos le defendían y otros
le condenaban; por eso también la llevó Juan por un camino más solitario, para que no
oyera cosas que la harían sufrir.
¿Quién es ésa?, dirían. Es la madre de Jesús, y hablarían de ella. ¡Pobre madre!,
dirían en voz baja. ¡Tener un hijo así! Otros al verla se detendrían, y se sentirían
obligados a decirlo alguna palabra de consuelo. Ella lo agradecía emocionada, “guardando
todas estas cosas en su corazón”.
Llegaron a la casa, y allí, que nadie la miraba, rompió a llorar. Vio la mesa en que
había cenado Jesús con sus discípulos, y ninguno de ellos estaba allí, sólo Juan la acompañaba.
Dijo que quería retirarse a su habitación. Y se fue a llorar y a rezar a solas, puesto su
corazón en Dios, en la esperanza alegre del nuevo día.
Vinieron después las otras mujeres y preguntaron por ella; Juan les dijo que estaba
en su cuarto y que no la molestaran.
La Virgen, sola, esperaba. Sola en su fe, rezaba a Dios. “Dondequiera que esté el
cuerpo, allí se congregarán las águilas” (Mt 24, 28). La Virgen, como un águila real, que
solía levantar su vuelo a lo más Alto y mirar el Sol de hito en hito, estaba ahora abrazada
al amor de este cuerpo muerto de Jesús.
Le parecía todavía ver a su Hijo, allí mismo, donde la noche antes se despidió de
ella. Pasaba por su memoria todo aquel día de dolor, yendo y viniendo con Él a los
tribunales, la presencia de su Hijo cuando Pilatos le presentó al pueblo azotado, coronado
de espinas, sangrando; vio la mirada de su Hijo en aquel encuentro camino del Calvario,
las largas horas viéndole morir al pie de la cruz. Se repetía a sí misma la admiración por
su silencio, su obediencia al Padre Eterno, su amor a los hombres, y todo lo repetía
admitiéndolo y grabándolo en su corazón. Recordaba todas aquellas cosas extasiada, le
venía a la memoria cada detalle, y lo valoraba como se valora un tesoro, porque aquél
era realmente su Tesoro.
No podía hacer otra cosa si aquel era su Amor oía sus gemidos en la cruz, le llegaba
aún el eco de sus divinas palabras, y sus lágrimas y su sangre parecía que le quemaban el
corazón. Sus manos y sus pies heridos cuando le bajaron de la cruz, ¡cómo deseaba
abrazarle de nuevo! ¡Pronto! Cuánto tardaban las horas en pasar.
Veía cómo se llevaron sus amigos aquel cuerpo muerto, y pedía con lágrimas al
Eterno Padre que lo resucitara. Sabía de su Hijo la seguridad que tenía en su Padre Dios,
una vez había dicho: “Padre, Yo sé que Tú siempre me escuchas” (Jn 11, 42), creía sin
el menor resquicio de duda que Jesús iba a resucitar, y su alma perdía el dolor y se
alegraba en la esperanza de ver pronto a su Hijo vivo, y de abrazarle. Se llenaba de
alegría imaginándose ya al Hijo resucitado.
Pero luego pensaba en los discípulos de su Hijo que habían huido, y se preocupaba
por ellos, deseaba tenerlos cerca, deseaba que estuvieran presentes con ella a la
Resurrección de Jesús.
Pasó la noche, y al día siguiente, sábado, decidió resolver su preocupación de la
noche anterior y, con maternal solicitud, habló a sus amigas, seguidoras de Jesús.
Algunas, como sabemos, eran madres de los apóstoles de Jesús: Salomé, madre de
Santiago; María, madre de Santiago el menor y de José, que era discípulo, y estaba
también allí la madre de Simón y de Judas Tadeo, que quizá fuera la misma María.
Habló con ellas, que como madres, también sentían con la Virgen la cobardía de sus
hijos. Decidieron buscarles y encontrarles. ¿Dónde estarían? Quizá Juan lo supiera, quizá
la Virgen supiera dónde estaba Pedro, pues había ido a ella para pedirle perdón.
Todos volvieron a su Madre. Podían estar contentos y agradecidos de que fuera su Madre quien intercedía por ellos, y se había preocupado de buscarles. Se sentían
avergonzados y le rogaron que perdonara su cobardía, que hablara bien de ellos a Jesús,
para que también les perdonara. Su Madre empezó a hablar de otra cosa y les abrazó
como a su Hijo.
Ni los apóstoles ni los discípulos terminaban de creer en la Resurrección de Jesús.
Pero la Virgen, que les vio tan débiles y asustados, intentó animarles y hacerles creer. No
podía ver que los hombres que su Hijo había elegido para la conquista del mundo
estuvieran tan acobardados y sin fe. Sabía la Virgen María que su Hijo los amaba, le
habían contado que la noche del jueves mandó a los que venían a prenderle que les
dejaran ir sin molestarles, y, además, había sido nombrada Madre de ellos. Ya les quería
hacía tiempo, algunos incluso eran parientes suyos, ¡cómo no les iba a querer y tanto!
Mientras el Señor no resucitara, ella era la encargada de esta familia. Ella tenía que
proteger con su fe y su esperanza, con el amor de su Hijo, esta naciente Iglesia, débil,
asustada. Nació así la Iglesia: al abrigo de nuestra Madre.
Pasaron todos el sábado junto a la Virgen María, “descansaron según la Ley” (Lc
23, 56). Todos querrían saber cómo habían ocurrido las cosas desde que ellos le
abandonaron huyendo. Y ella se lo contaría, les diría cómo su Hijo había sido afrentado
y azotado por ellos, cómo había muerto por su amor, y, para animarles a creer, les diría
que toda la gente se marchó del Calvario arrepentida, golpeándose el pecho, cómo el
centurión romano le llamó Hijo de Dios en voz alta, les recordó que, mañana, iba a
resucitar. Pero ellos no acababan de creer, aunque no dijeran nada para no herirla. La
Virgen María se había como olvidado de su pena para acudir a la necesidad de los
apóstoles, quería que no fueran débiles, que no tuvieran ya miedo, y les insistía: ¡Mi Hijo
lo ha dicho, “al tercer día resucitaré!”
Aun con todo, ellos no acababan de creer. Ella era la única luz encendida sobre la
tierra, nuestra esperanza, en quien había nacido la Sabiduría. Madre sin temor, amable,
del buen consejo, prudente. Ella era la Virgen fuerte y fiel. Nuestra alegría. El refugio de
los pecadores que no acababan de creer.
La Estrella de la mañana, radiante de alegría, vio cómo aquellas mujeres iban camino
del sepulcro, aún muy “de madrugada, cuando todavía estaba oscuro” (Jn 20, 1).
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