I. El pecado había cerrado la entrada de la bienaventuranza eterna, y el género humano gemía en las sombras de la muerte y en medio de las más espesas tinieblas miserablemente condenado al infierno, cuando para abrir las puertas dichosas, cerradas por el pecado, el Hijo de Dios descendió del Cielo a la tierra, se revistió de nuestra carne, se hizo humilde y pequeño y se sacrificó sobre la Cruz.