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Dos periodistas de Radio María despedidos por un artículo donde señalaron que Bergoglio ha destronado a San Pedro

El artículo señala que “la atención mediática” está centrada en la figura de Francisco “y no en la de San Pedro”
El fenómeno Francisco no se substrae a la regla fundamental del juego mediático sino que, más aún, se sirve de él casi hasta volvérsele connatural. El mecanismo fue definido con gran eficacia a comienzos de los años ochenta por Mario Alighiero Manacorda...

Dos periodistas de Radio María despedidos por un artículo donde señalaron que Bergoglio ha destronado a San Pedro - InfoVaticana
in Noticias / by Gabriel A. / on 15 octubre, 2013 at 16:30 /

(NOTA VER ABAJO VER EL TEXTO ORIGINAL EN ITALIANO PORQUE LA TRADUCCIÓN QUE HIZO ESTA PAGINA NO SE ENTIENDE MUY BIEN)
Se trata de Alessandro Gnocchi y Mario Palmaro, que publicaron la pasada semana un artículo en el diario Il Foglio titulado “Este Papa no nos gusta” y fueron despedidos por teléfono al día siguiente.
Gnochi y Palmaro fueron despedidos por teléfono el jueves pasado, un día después de que fuera publicado el artículo de Il Foglio dirigido por Giuliano Ferrara, donde criticaban a Francisco porque sus actos y gestos son en realidad “una muestra de relativismo moral y religioso“.
Los periodistas opinaron que “la atención del circuito mediático-eclesiástico” está centrada en la figura de Francisco “y no en la de San Pedro”, una apreciación que fue mal recibida por el director de la emisora católica. “El padre Livio sostiene que no se puede ser locutor de Radio María y, al mismo tiempo, criticar al papa” afirmaron los periodistas.
“Como no compartimos esta línea editorial, tomamos nota de este hecho y subrayamos de todas formas que nuestras críticas al papa Francisco no contienen ni una sola línea que no se atenga a la doctrina católica y que no hayan sido expresadas en los micrófonos de Radio María”, rearfirmaron.
Extrañados por la repercusión obtenida, los periodistas expresaron que las opiniones “son discutibles, ciertamente, pero legítimas” y señalaron que en diez años de trabajo dentro de la emisora abordaron temas “más sensibles con total libertad”.
El artículo que provocó el despido se tituló “Este papa no nos gusta”, y lo traemos por su interés.
ESTE PAPA NO NOS GUSTA
por Alessandro Gnocchi y Mario Palmaro

Cuánto haya costado la imponente exhibición de pobreza de la que el papa Francisco fue protagonista el 4 de octubre en Asís, no es cosa que se sepa. Cierto es que, en tiempos en los que está tan de moda la simplificación, se nos ocurre que la histórica jornada ha tenido muy poco de franciscano. Una partitura bien escrita y bien interpretada, si se quiere, pero privada del quid que hizo que el espíritu de Francisco, el santo, resultara único: la sorpresa que desaira al mundo. Francisco, el papa, que abraza a los enfermos, que se apretuja con la multitud, que bromea, que improvisa discursos, que asciende al Panda, que abandona a los cardenales durante el almuerzo con las autoridades para ir a la mesa de los pobres, era cuanto menos descontado que pudiera esperarse, y ocurrió puntualmente. Naturalmente con gran concurso de prensa católica y para-católica lista a exaltar la humildad del gesto y soltando un suspiro de alivio porque, esta vez, el papa habló del encuentro con Cristo. Y de la prensa laica diciendo que, ahora sí, la Iglesia se pone a tono con los tiempos. Toda buena mercadería para el titulador de medio calibre que quiere cerrar de prisa el diario y mañana se verá.
No hubo ni siquiera la sorpresa del gesto clamoroso. Pero incluso ésta sería bien poca cosa, en vistas de cuánto el papa Bergoglio ha dicho y hecho en sólo medio año de pontificado concluido con los guiños a Eugenio Scalfari y con la entrevista a Civiltà Cattolica.
Los únicos que se vieron derrotados, en este caso, habrían sido los “normalistas”, aquellos católicos que se esfuerzan patéticamente en convencer al prójimo, y aún más patéticamente en convencerse a sí mismos, de que nada ha cambiado. Es todo normal y, como de costumbre, es culpa de los diarios que tergiversan al papa a gusto, el cual diría sólo de manera distinta las mismas verdades enseñadas por sus predecesores.

Aunque el periodismo sea el oficio más antiguo del mundo, resulta difícil dar crédito a esta tesis.«Santidad», pregunta por ejemplo Scalfari en su entrevista, «¿existe una visión única del Bien? ¿Y quién la establece?». «Cada uno de nosotros», responde el papa, «tiene una visión del Bien y del Mal. Nosotros debemos animar a cada uno a dirigirse a lo que piensa que es el Bien». «Usted, Santidad» acosa jesuíticamente Eugenio, a quien no le parece real, «ya lo escribió en la carta que me mandó. La conciencia es autónoma, dijo, y cada uno debe obedecer a la propia conciencia. Creo que esta es una de las frases más valientes dichas por un Papa». «Y aquí lo repito», confirma el papa, a quien tampoco le parece cierto: «cada uno tiene su propia idea del Bien y del Mal y debe elegir seguir el Bien y combatir el Mal como él lo concibe. Bastaría eso para cambiar el mundo».
A Vaticano II ya concluido y a post-concilio más que aviado, en el capítulo 32 de laVeritatis Splendor Juan Pablo II escribía, refutando a «algunas corrientes de pensamiento moderno» que «se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categóricamente e infaliblemente acerca del bien y el mal (…), al punto que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral». Incluso el “normalista” más antojadizo debiera encontrar difícil conciliar el Bergoglio 2013 con el Wojtyla 1993.
En presencia de un tal cambio de ruta, los diarios hacen su honesto y descontado trabajo. Retoman las frases del papa Francisco en evidente contraste con aquello que los papas y la Iglesia han enseñado siempre y las transforman en titulares de primera página. Y entonces el “normalista”, que dice siempre y doquiera aquello que piensaL’ Osservatore Romano, sacan el contexto a colación. Las frases extrapoladas del bendito contexto no reflejarían la mens de aquel que las pronunció. Sin embargo -y es la historia de la Iglesia quien así lo enseña-, ciertas frases de sentido completo tienen sentido y son juzgadas con prescindencia del contexto. Si en una larga entrevista alguien sostiene que «Hitler ha sido un benefactor de la humanidad», difícilmente podrá evadirse ante el mundo invocando el contexto. Si un papa dice en una entrevista «yo creo en Dios, no en un Dios católico», es que el pastiche se ha consumado sin atenuantes. Hace dos mil años que la Iglesia juzga las afirmaciones doctrinales aislándolas del contexto. En 1713, Clemente XI publica la constitución Unigenitus Dei Filius, en la que condena 101 proposiciones del teólogo Pasquier Quesnel. En 1864, Pío IX publica en el Syllabus un elenco de proposiciones erróneas. En 1907, san Pío X adjunta a la Pascendi dominici gregis 65 frases incompatibles con el catolicismo. Y son sólo algunos ejemplos para decir que el error, cuando se encuentra, se reconoce a ojos vista. Un repasito al Denzinger no haría mal.
Por otro lado, en el caso de las entrevistas de Bergoglio, el análisis del contexto puede incluso empeorar las cosas. Cuando, por ejemplo, el papa Francisco le dice a Scalfari que «el proselitismo es una solemne tontería», el “normalista” explica de prisa que se está hablando del proselitismo agresivo de las sectas sudamericanas. Lamentablemente, en la entrevista, Francisco dice a Scalfari «no quiero convertirlo». Se sigue que, en la interpretación auténtica, cuando se define “solemne tontería” el proselitismo, se entiende el esfuerzo hecho por la Iglesia para convertir a las almas al catolicismo.
Sería difícil interpretar el concepto de otra manera, a la luz de las bodas entre Evangelio y mundo, que Francisco bendijo en la entrevista de Civiltà Cattolica. «El Vaticano II», explica el papa «supuso una relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea. Produjo un movimiento de renovación que viene sencillamente del mismo Evangelio. Los frutos son enormes. Basta recordar la liturgia. El trabajo de reforma litúrgica hizo un servicio al pueblo, releyendo el Evangelio a la luz de una situación histórica completa. Sí, hay líneas de continuidad y de discontinuidad, pero una cosa es clara: la dinámica de lectura del Evangelio actualizada para hoy, propia del Concilio, es absolutamente irreversible». Así, justamente: no más el mundo medido a la luz del Evangelio, sino el Evangelio deformado a la luz del mundo, de la cultura contemporánea. Y quizás cuántas veces tendrá aún que ocurrir, a cada vuelta del cambio cultural, emplazando cada vez la relectura precedente: no otra cosa que el “concilio permanente” teorizado por el jesuita Carlo Maria Martini.
Suguiendo este surco se va elevando sobre el horizonte la idea de una nueva Iglesia, el «hospital de campaña» evocado en la entrevista a Civiltà Cattolica donde resulta que los médicos, hasta el día de hoy, parecen no haber cumplido bien su oficio. «Estoy pensando en la situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto», continúa diciendo el papa. «Después de aquello esta mujer se ha vuelto a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor?». Un discurso construido sabiamente para ser rematado con una pregunta después de la cual se vuelve al comienzo para mudar argumento, casi destacando la incapacidad de la Iglesia para responder. Un pasaje desconcertante si se piensa que la Iglesia satisface desde hace dos mil años tal dilema con una regla que permite la absolución del pecador, con la condición de que esté arrepentido y que se esfuerce en no permanecer en el pecado. Y sin embargo, subyugadas por la desbordante personalidad del papa Bergoglio, legiones de católicos se han tragado la fábula de un problema que en realidad no ha existido jamás. Todos allí, con sentimiento de culpa por dos mil años de presuntas supercherías a expensas de los pobres pecadores, a agradecerle al obispo venido desde el fin del mundo, no el haber resuelto un problema que no existía, sino el haberlo inventado.
El aspecto inquietante del pensamiento subentendido en tales afirmaciones es la idea de una alternativa insanable entre rigor doctrinal y misericordia: si está el uno, no puede estar la otra. Pero la Iglesia, desde siempre, enseña y vive exactamente lo contrario. Son la percepción del pecado y el arrepentimiento por haberlo cometido, junto al propósito de evitarlo en lo futuro, los que hacen posible el perdón de Dios. Jesús salva a la adúltera de la lapidación, la absuelve, pero la despide diciendo «vete y no peques más». No le dice: «vete, y date por segura de que mi Iglesia no ejercitará ninguna injerencia espiritual en tu vida personal».
Visto el consenso prácticamente unánime del pueblo católico y el enamoramiento del mundo, contra el cual y no obstante el Evangelio debiera poner sobre aviso, diríase que seis meses del papa Francisco han cambiado una época. En realidad se asiste al fenómeno de un líder que dice a la multitud aquello que la multitud quiere que se le diga. Pero es innegable que esto se ejecuta con gran talento y mucho oficio. La comunicación con el pueblo, que se ha convertido en pueblo de Dios allí donde de hecho no hay más distinción entre creyentes y no creyentes, es sólo -en una pequeñísima parte- directa y espontánea. Incluso los baños de multitud en la plaza San Pedro, en la Jornada Mundial de la Juventud, en Lampedusa o en Asís, son filtrados por los medios de comunicación que se encargan de suministrar los acontecimientos juntamente con su interpretación.
El fenómeno Francisco no se substrae a la regla fundamental del juego mediático sino que, más aún, se sirve de él casi hasta volvérsele connatural. El mecanismo fue definido con gran eficacia a comienzos de los años ochenta por Mario Alighiero Manacorda en un provechoso librito con el provechosísimo título de El lenguaje televisivo. O la loca anadiplosis. La anadiplosis es una figura retórica que, como ocurre en este renglón, hace empezar una frase con el término principal contenido en la frase precedente. Tal artificio retórico, según Manacorda, se ha convertido en la esencia del lenguaje mediático. «Estos modos puramente formales, superfluos, inútiles e incomprensibles en lo tocante a la sustancia» decía, «inducen al oyente a seguir la parte formal, es decir la figura retórica, y a olvidar la parte sustancial».
Con el tiempo, la comunicación de masas ha terminado por sustituir definitivamente el aspecto formal por el sustancial, la apariencia a la verdad. Y lo ha hecho, en particular, gracias a las figuras retóricas de la sinécdoque y de la metonimia, con las cuales se representa el todo por la parte. La velocidad crecientemente vertiginosa de la información impone descuidar el conjunto y lleva a concentrarse sobre algunos particulares elegidos con pericia para dar una lectura del fenómeno complexivo. Cada vez más a menudo, diarios, tv, sitios de internete, resumen los grandes eventos en un detalle.

Desde este punto de vista, parece que el papa Francisco estuviera hecho para los mass media y que los mass media estuvieran hechos para el papa Francisco. Basta sólo con citar el ejemplo del hombre vestido de blanco que desciende por la escalera del avión llevando un andrajoso bolso de cuero negro: perfecta utilización de sinécdoque y metonimia a la vez. La figura del papa resulta absorbida por aquel bolso negro que anula la imagen sacral transmitida por siglos para devolver otra completamente nueva y mundana: el papa, el nuevo papa, está todo presente en aquel particular que exalta la pobreza, la humildad, la entrega, el trabajo, la contemporaneidad, la cotidianidad, la proximidad a cuanto de más terreno se pueda imaginar.
El efecto final de tal proceso lleva a disponer el concepto impersonal de papado como telón de fondo, y a la contemporánea salida a escena de la persona que lo encarna. El efecto es tanto más detonante si se observa que los destinatarios del mensaje asumen el significado exactamente opuesto: exaltan la gran humildad del hombre y piensan que éste le da lustre al papado.

Por efecto de sinécdoque y de metonimia, el paso sucesivo consiste en identificar la persona del papa con el papado: una parte por el todo, y Simón ha destronado a Pedro. Este fenómeno logra ciertamente que Bergoglio, aun expresándose formalmente como doctor privado, transforme de hecho cualquiera de sus gestos y cualquiera de sus palabras en un acto de magisterio. Si luego se piensa que aun la mayor parte de los católicos está convencida de que todo lo que dice el papa sea sólo y siempre infalible, el juego está completo. Por más que se pueda protestar que una carta a Scalfari o una entrevista a quien sea valgan incluso menos que el parecer de un doctor privado, en la época mass-mediática el efecto que producirán resultará inconmensurablemente mayor que el de cualquier pronunciamiento solemne. Es más: cuanto más formalmente pequeños e insignificantes resulten el gesto o el discurso, tanto mayor efecto tendrán y serán considerados como irreprochables e irrecusables.
No por caso la simbología que sostiene este fenómeno está hecha de pobres cosas cotidianas. El bolso negro llevado en la mano en el avión es un ejemplo de escuela. Pero también cuando se habla de la cruz pectoral, del anillo, del altar, de los objetos sagrados o de los paramentos, se habla del material con el que están hechos y ya no más de lo que representan: la materia informe le ha sacado ventaja a la forma. De hecho, Jesús ya no se encuentra más en la cruz que el papa lleva al cuello porque la gente es inducida a contemplar el hierro con el que el objeto fue producido. Una vez más la parte se engulle al Todo, que acá se escribe con T mayúscula. Y a la «carne de Cristo» se la busca en otra parte y cada uno acaba por identificar donde quiere el holocausto que más le viene a gusto. En estos días, en Lampedusa; mañana, quién sabe.
Es el éxito de la sabiduría del mundo, que san Pablo rechazaba como estulticia y que hoy es empleada para releer el Evangelio con los ojos de la tv. Pero ya en 1969 Marshall McLuhan escribía a Jacques Maritain: «los ambientes de la información electrónica, que han sido completamente etéreos, nutren la ilusión del mundo como sustancia espiritual. Éste es un razonable facsímil del Cuerpo Místico, una ensordecedora manifestación del anticristo. Al fin de cuentas, el príncipe de este mundo es un destacadísimo ingeniero electrónico».
Más tarde o más temprano tendremos que despertarnos del gran sueño mass-mediático y volver a cotejarnos con la realidad. Y será también necesario aprender la verdadera humildad, que consiste en someterse a Alguien más grande, que se manifiesta a través de leyes inmutables incluso por el Vicario de Cristo. Y será necesario recobrar el coraje de decir que un católico sólo puede sentirse turbado ante un diálogo en el que cualquiera, en homenaje a la pretendida autonomía de la conciencia, sea incitado a caminar hacia una suya y personal visión del bien y del mal. Porque Cristo no puede ser una opción entre tantas. Al menos para su Vicario.
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"Questo Papa non ci piace Il foglio.it Le sue interviste e i suoi gesti sono un campionario di relativismo morale e religioso, l’attenzione del circuito mediatico-ecclesiale va alla persona di Bergoglio e non a Pietro. Il passato è rovesciato Quanto sia costata l’imponente esibizione di povertà di cui Papa Francesco è stato protagonista il 4 ottobre ad Assisi non è dato sapere. Certo che, in …Más
"Questo Papa non ci piace Il foglio.it Le sue interviste e i suoi gesti sono un campionario di relativismo morale e religioso, l’attenzione del circuito mediatico-ecclesiale va alla persona di Bergoglio e non a Pietro. Il passato è rovesciato Quanto sia costata l’imponente esibizione di povertà di cui Papa Francesco è stato protagonista il 4 ottobre ad Assisi non è dato sapere. Certo che, in tempi in cui va così di moda la semplificazione, viene da dire che la storica giornata abbia avuto ben poco di francescano. Una partitura ben scritta e ben interpretata, se si vuole, ma priva del quid che ha reso unico lo spirito di Francesco, il santo: la sorpresa che spiazza il mondo. Francesco, il Papa, che abbraccia i malati, che si stringe alla folla, che fa la battuta, che parla a braccio, che sale sulla Panda, che molla i cardinali a pranzo con le autorità per andare al desco dei poveri era quanto di più scontato ci si potesse attendere, ed è puntualmente avvenuto. Naturalmente con gran concorso di stampa cattolica e paracattolica a esaltare l’umiltà del gesto tirando un sospirone di sollievo perché, questa volta, il Papa ha parlato dell’incontro con Cristo. E di quella laica a dire che, adesso sì, la chiesa si mette al passo con i tempi. Tutta roba buona per il titolista di medio calibro che vuole chiudere in fretta il giornale e domani si vedrà. Non c’è stata neanche la sorpresa del gesto clamoroso. Ma, anche questa, sarebbe stata ben povera cosa, visto quanto Papa Bergoglio ha detto e fatto in solo mezzo anno di pontificato culminato negli ammiccamenti con Eugenio Scalfari e nell’intervista a Civiltà Cattolica. Gli unici a trovarsi spiazzati, in questo caso, sarebbero stati i “normalisti”, quei cattolici intenti pateticamente a convincere il prossimo, e ancor più pateticamente a convincere se stessi, che nulla è cambiato. E’ tutto normale e, come al solito, è colpa dei giornali che travisano a bella posta il Papa, il quale direbbe solo in modo diverso le stesse verità insegnate dai predecessori. Per quanto il giornalismo sia il mestiere più antico del mondo, riesce difficile dare credito a questa tesi. “Santità”, chiede per esempio Scalfari nella sua intervista, “esiste una visione del Bene unica? E chi la stabilisce?”. “Ciascuno di noi”, risponde il Papa, “ha una sua visione del Bene e anche del Male. Noi dobbiamo incitarlo a procedere verso quello che lui pensa sia il Bene”. “Lei, Santità”, incalza gesuiticamente Eugenio, al quale non pare vero, “l’aveva già scritto nella lettera che mi indirizzò. La coscienza è autonoma, aveva detto, e ciascuno deve obbedire alla propria coscienza. Penso che quello sia uno dei passaggi più coraggiosi detti da un Papa”. “E qui lo ripeto”, ribadisce il Papa, al quale non pare vero neanche a lui. “Ciascuno ha una sua idea del Bene e del Male e deve scegliere di seguire il Bene e combattere il Male come lui li concepisce. Basterebbe questo per migliorare il mondo”. A Vaticano II già concluso e a postconcilio più che ben avviato, nel capitolo 32 della “Veritatis splendor”, Giovanni Paolo II scriveva, contestando “alcune correnti del pensiero moderno”, che “si sono attribuite alla coscienza individuale le prerogative di un’istanza suprema del giudizio morale, che decide categoricamente e infallibilmente del bene e del male (…) tanto che si è giunti a una concezione radicalmente soggettivista del giudizio morale”. Anche il “normalista” più estroso dovrebbe trovare difficile conciliare il Bergoglio 2013 con il Wojtyla 1993. Al cospetto di tale inversione di rotta, i giornali fanno il loro onesto e scontato lavoro. Riprendono le frasi di Papa Francesco in evidente contrasto con ciò che i papi e la chiesa hanno sempre insegnato e le trasformano in titoli da prima pagina. E allora il “normalista”, che dice sempre e ovunque quello che pensa l’Osservatore Romano, tira in ballo il contesto. Le frasi estrapolate dal benedetto contesto non rispecchierebbero la mens di chi le ha pronunciate. Ma, ed è la storia della chiesa che lo insegna, certe frasi di senso compiuto hanno senso e vanno giudicate a prescindere. Se in una lunga intervista qualcuno sostiene che “Hitler è stato un benefattore dell’umanità”, difficilmente potrà cavarsela davanti al mondo invocando il contesto. Se un Papa dice in un’intervista “io credo in Dio, non in un Dio cattolico” la frittata è fatta a prescindere. Sono duemila anni che la chiesa giudica le affermazioni dottrinali isolandole dal contesto. Nel 1713, Clemente XI pubblica la costituzione “Unigenitus Dei Filius” in cui condanna 101 proposizioni del teologo Pasquier Quesnel. Nel 1864, Pio IX pubblica nel “Sillabo” un elenco di proposizioni erronee. Nel 1907, San Pio X allega alla “Pascendi dominici gregis” 65 frasi incompatibili con il cattolicesimo. E sono solo alcuni esempi per dire che l’errore, quando c’è, si riconosce a occhio nudo. Una ripassatina al “Denzinger” non farebbe male. Per altro, nel caso delle interviste di Bergoglio, l’analisi del contesto può persino peggiorare le cose. Quando, per esempio, Papa Francesco dice a Scalfari che “il proselitismo è una solenne sciocchezza”, il “normalista” subito spiega che si sta parlando del proselitismo aggressivo delle sette sudamericane. Purtroppo, nell’intervista, Bergoglio dice a Scalfari: “Non voglio convertirla”. Ne scende che, nell’interpretazione autentica, quando si definisce “solenne sciocchezza” il proselitismo, si intende il lavoro fatto dalla chiesa per convertire le anime al cattolicesimo. Sarebbe difficile interpretare il concetto altrimenti, alla luce delle nozze tra Vangelo e mondo, che Francesco ha benedetto nell’intervista alla Civiltà Cattolica. “Il Vaticano II”, spiega il Papa, “è stato una rilettura del Vangelo alla luce della cultura contemporanea. Ha prodotto un movimento di rinnovamento che semplicemente viene dallo stesso Vangelo. I frutti sono enormi. Basta ricordare la liturgia. Il lavoro della riforma liturgica è stato un servizio al popolo come rilettura del Vangelo a partire da una situazione storica concreta. Sì, ci sono linee di ermeneutica di continuità e di discontinuità, tuttavia una cosa è chiara: la dinamica di lettura del Vangelo attualizzata nell’oggi che è stata propria del Concilio è assolutamente irreversibile”. Proprio così, non più il mondo messo in forma alla luce del Vangelo, ma il Vangelo deformato alla luce del mondo, della cultura contemporanea. E chissà quante volte dovrà avvenire, a ogni torno di mutamento culturale, ogni volta mettendo in mora la rilettura precedente: nient’altro che il concilio permanente teorizzato dal gesuita Carlo Maria Martini. Su questa scia, si sta alzando sull’orizzonte l’idea di una nuova chiesa, “l’ospedale da campo” evocato nell’intervista a Civiltà Cattolica dove pare che i medici fino a ora non abbiano fatto bene il loro mestiere. “Penso anche alla situazione di una donna che ha avuto alle spalle un matrimonio fallito nel quale ha pure abortito”, dice sempre il Papa. “Poi questa donna si è risposata e adesso è serena con cinque figli. L’aborto le pesa enormemente ed è sinceramente pentita. Vorrebbe andare avanti nella vita cristiana. Che cosa fa il confessore?”. Un discorso costruito sapientemente per essere concluso da una domanda dopo la quale si va capo e si cambia argomento, quasi a sottolineare l’inabilità della chiesa di rispondere. Un passaggio sconcertante se si pensa che la chiesa soddisfa da duemila anni tale quesito con una regola che permette l’assoluzione del peccatore, a patto che sia pentito e si impegni a non rimanere nel peccato. Eppure, soggiogate dalla straripante personalità di Papa Bergoglio, legioni di cattolici si sono bevute la favola di un problema che in realtà non è mai esistito. Tutti lì, con il senso di colpa per duemila anni di presunte soperchierie ai danni dei poveri peccatori, a ringraziare il vescovo venuto dalla fine del mondo, non per aver risolto un problema non c’era, ma per averlo inventato. L’aspetto inquietante del pensiero sotteso a tali affermazioni è l’idea di un’alternativa insanabile fra rigore dottrinale e misericordia: se c’è uno, non può esservi l’altra. Ma la chiesa, da sempre, insegna e vive esattamente il contrario. Sono la percezione del peccato e il pentimento di averlo commesso, insieme al proposito di evitarlo in futuro, che rendono possibile il perdono di Dio. Gesù salva l’adultera dalla lapidazione, la assolve, ma la congeda dicendo: “Va, e non peccare più”. Non le dice: “Va, e sta tranquilla che la mia chiesa non eserciterà alcuna ingerenza spirituale nella tua vita personale”. Visto il consenso praticamente unanime nel popolo cattolico e l’innamoramento del mondo, contro il quale però il Vangelo dovrebbe mettere in sospetto, verrebbe da dire che sei mesi di Papa Francesco hanno cambiato un’epoca. In realtà, si assiste al fenomeno di un leader che dice alla folla proprio quello che la folla vuole sentirsi dire. Ma è innegabile che questo viene fatto con grande talento e grande mestiere. La comunicazione con il popolo, che è diventato popolo di Dio dove di fatto non c’è più distinzione tra credenti e non credenti, è solo in piccolissima parte diretta e spontanea. Persino i bagni di folla in piazza San Pietro, alla Giornata mondiale della gioventù, a Lampedusa o ad Assisi sono filtrati dai mezzi di comunicazione che si incaricano di fornire gli avvenimenti unitamente alla loro interpretazione. Il fenomeno Francesco non si sottrae alla regola fondamentale del gioco mediatico, ma, anzi, se ne serve quasi a diventarne connaturale. Il meccanismo fu definito con grande efficacia all’inizio degli anni Ottanta da Mario Alighiero Manacorda in un godibile libretto dal godibilissimo titolo “Il linguaggio televisivo. O la folle anadiplosi”. L’anadiplosi è una figura retorica che, come avviene in questa riga, fa iniziare una frase con il termine principale contenuto nella frase precedente. Tale artificio retorico, secondo Manacorda, è divenuto l’essenza del linguaggio mediatico. “Questi modi puramente formali, superflui, inutili e incomprensibili quanto alla sostanza” diceva “inducono l’ascoltatore a seguire la parte formale, cioè la figura retorica, e a dimenticare la parte sostanziale”. Con il tempo, la comunicazione di massa ha finito per sostituire definitivamente l’aspetto formale a quello sostanziale, l’apparenza alla verità. E lo ha fatto, in particolare, grazie alle figure retoriche della sineddoche e della metonimia, con le quali si rappresenta una parte per tutto. La velocità sempre più vertiginosa dell’informazione impone di trascurare l’insieme e porta a concentrarsi su alcuni particolari scelti con perizia per dare una lettura del fenomeno complessivo. Sempre più spesso, giornali, tv, siti internet, riassumono i grandi eventi in un dettaglio. Da questo punto di vista, sembra che Papa Francesco sia stato fatto per i mass media e che i mass media siano stati fatti per Papa Francesco. Basta citare il solo esempio dell’uomo vestito di bianco che scende la scaletta dell’aereo portando una sdrucita borsa di cuoio nera: perfetto uso di sineddoche e metonimia insieme. La figura del Papa viene assorbita da quella borsa nera che ne annulla l’immagine sacrale tramandata nei secoli per restituirne una completamente nuova e mondana: il Papa, il nuovo Papa, è tutto in quel particolare che ne esalta la povertà, l’umiltà, la dedizione, il lavoro, la contemporaneità, la quotidianità, la prossimità a quanto di più terreno si possa immaginare. L’effetto finale di tale processo porta alla collocazione sullo sfondo del concetto impersonale di Papato e la contemporanea salita alla ribalta della persona che lo incarna. L’effetto è tanto più dirompente se si osserva che i destinatari del messaggio recepiscono il significato esattamente opposto: osannano la grande umiltà dell’uomo e pensano che questi porti lustro al Papato. Per effetto di sineddoche e metonimia, il passo successivo consiste nell’identificare la persona del Papa con il Papato: una parte per il tutto, e Simone ha spodestato Pietro. Questo fenomeno fa sì che Bergoglio, pur esprimendosi formalmente come dottore privato, trasformi di fatto qualsiasi suo gesto e qualsiasi sua parola in un atto di magistero. Se poi si pensa che persino la maggior parte dei cattolici è convinta che quanto dice il Papa sia solo e sempre infallibile, il gioco è fatto. Per quanto si possa protestare che una lettera a Scalfari o un’intervista a chicchessia siano persino meno di un parere da dottore privato, nell’epoca massmediatica, l’effetto che produrranno sarà incommensurabilmente maggiore a qualsiasi pronunciamento solenne. Anzi, più il gesto o il discorso saranno formalmente piccoli e insignificanti, tanto più avranno effetto e saranno considerati come inattaccabili e incriticabili. Non a caso la simbologia che sorregge questo fenomeno è fatta di povere cose quotidiane. La borsa nera portata in mano sull’aereo è un esempio di scuola. Ma anche quando si parla della croce pettorale, dell’anello, dell’altare, delle suppellettili sacre o dei paramenti, si parla del materiale con cui sono fatte e non più di ciò che rappresentano: la materia informe ha avuto il sopravvento sulla forma. Di fatto, Gesù non si trova più sulla croce che il Papa porta al collo perché la gente viene indotta a contemplare il ferro in cui l’oggetto è stato prodotto. Ancora una volta la parte si mangia il Tutto, che qui va scritto con la “T” maiuscola. E la “carne di Cristo” viene cercata altrove e ciascuno finisce per individuare dove vuole l’olocausto che più gli si confà. In questi giorni a Lampedusa, domani chissà. E’ l’esito della saggezza del mondo, che san Paolo bandiva come stoltezza e che oggi viene usata per rileggere il Vangelo con gli occhi della tv. Ma già nel 1969, Marshall McLuhan scriveva a Jacques Maritain: “Gli ambienti dell’informazione elettronica, che sono stati completamente eterei, nutrono l’illusione del mondo come sostanza spirituale. Questo è un ragionevole fac simile del Corpo Mistico, un’assordante manifestazione dell’anticristo. Dopo tutto, il principe di questo mondo è un grandissimo ingegnere elettronico”. Prima o poi ci si dovrà pur risvegliare dal grande sonno massmediatico e tornare a misurarsi con la realtà. E bisognerà anche imparare l’umiltà vera, che consiste nel sottomettersi a Qualcuno di più grande, che si manifesta attraverso leggi immutabili persino dal Vicario di Cristo. E bisognerà ritrovare il coraggio di dire che un cattolico può solo sentirsi smarrito davanti a un dialogo in cui ognuno, in omaggio alla pretesa autonomia della coscienza, venga incitato a proseguire verso una sua personale visione del bene e del male. Perché Cristo non può essere un’opzione tra le tante. Almeno per il suo vicario. di Alessandro Gnocchi e Mario Palmaro