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Don Antonio Bascuñán, sobre el aborto

Don Antonio Bascuñán, sobre el aborto

Pato Acevedo, el 24.09.15 a las 1:16 AM

El profesor Antonio Bascuñán es un prestigioso penalista chileno, autor de numerosos artículos académicos en Derecho Penal y titular de esa cátedra en dos universidades. Esta semana, se publicó en El Mercurio una columna suya en favor del aborto, que resulta interesante por al menos dos aspectos.

En primer lugar, es interesante contrastar cómo defienden el aborto los “tontos útiles” y cómo lo hacen las personas inteligentes. La mayoría de los defensores del aborto intentan negar que el niño en el vientre de su madre esté vivo, que sea humano o tonterías por el estilo. Sus argumentos suelen girar en torno a qué significa ser humano, si se debe ser capaz de sentir dolor, de pensar, de relacionarse con otros o de resolver ecuaciones cuadráticas. Es decir, fijan arbitrariamente una capacidad que en su opinión “define” la humanidad.

El caso más extremo de esta posición es el filósofo Peter Singer, quien justifica el infanticidio, señalando que no hay diferencia alguna entre un feto y un recién nacido, y habla del “aborto post parto”.

Don Antonio Bascuñán no es ningún tonto, y por eso no cae en tan burdas justificaciones. Tampoco lo hace don Carlos Peña, opinando en el mismo sentido algunos años atrás. En efecto, cualquiera se da cuenta que, de seguir a Peter Singer y sus esbirros, quedaría sin castigo el aborto involuntario. Si la mujer quiere que su hijo nazca, pero otro le provoca la muerte, según esta posición, no hay nada que castigar porque lo que ha muerto no es humano.

El profesor Bascuñán enfrenta un grave dilema: todavía desea que se permita abortar, pero no puede negar la humanidad del niño que está por nacer. ¿Qué hacer?

La solución que se plantea es la misma que ya han acogido la mayoría de las naciones occidentales, y que ignora los fundamentos de la civilización: Para permitir el aborto debemos legislar cuándo es legítimo matar al inocente. En un artículo publicado en 2004 (revista Derecho y Humanidades N° 10 p. 158), don Antonio escribe:

Aun si se concediera al [que está por nacer] la calidad de persona, y se le reconociera un derecho a la vida, no podría deducirse de ello una prohibición absoluta de causar un aborto. […] El pretendido carácter absoluto de la prohibición de dar muerte a otro no corresponde al derecho.

Así, sin más, reduce el derecho a la vida a una mera opinión religiosa, y se carga toda la teoría de los derechos humanos. ¡Hey! tal vez Manuel Contreras era inocente, después de todo, “la prohibición de dar muerte a otro no corresponde al derecho”. Tal vez Stalin actuó justificado por necesidades de bien común, porque el “no matar” no es más que una regla religiosa.

Jamás deja de impresionarme lo que algunos están dispuestos a sacrificar para permitir el aborto. Las ideas tienen consecuencias, y cuando permites algo, por justificado que parezca, debes hacerte cargo de que el mismo razonamiento se extienda a otros asuntos. La consecuencia de permitir el aborto es que aceptamos que hay seres humanos de los que podemos prescindir, vidas que valen más que otras. Y luego nos extrañamos que la desigualdad y la exclusión sea el cáncer de nuestras sociedades.

El segundo punto se refiere al aborto y la doctrina del doble efecto. En su columna, el profesor Bascuñán básicamente intenta acorralar a los católicos, denunciando que ya aceptan aborto. En resumen, su argumento es: “Uds. admiten que se termina con la vida del niño. Eso no es diferente de matar a un inocente, así que solo nos acordar cuándo será legal hacerlo”.

Al hombre moderno no le resulta fácil ver la diferencia entre un aborto, y una muerte previsible pero no deseada. Se cree que lo importante es el resultado, y los medios no hacen ninguna diferencia. Es la férrea garra del utilitarismo que no permite pensar con claridad. Es el mismo problema que se nos produce al intentar explicar la diferencia entre la anticoncepción y la planificación natural, o entre la eutanasia y dejar de aplicar un tratamiento. La distinción entre la esencia de una cosa y sus características les resulta una distinción bizantina

El derecho no es extraño a esa distinción. En derecho civil se dice “las cosas son lo que son, y no lo que las partes quieren que sea”. Este adagio se usa para explicar que, por mucho que las partes quieran hablar de un contrato de arriendo y lo redacten como tal, si hay un precio y una cosa que cambia de manos estamos ante una compraventa y se le aplican sus normas. En este caso, don Antonio quiere concluir que tratar un embarazo tubario, cortando las trompas, sería lo mismo que provocar un aborto, pero no lo es. Simplemente no tienen el mismo carácter moral las acciones dirigidas contra el cuerpo de un ser humano para destruirlo, y que aquellas intervenciones mínimas posibles para salvar la vida de otro.

La sección de las trompas no es un aborto, porque ni siquiera se toca al embrión. A lo más se puede comparar su situación con la de un enfermo terminal a quien se le desconecta de un respirador artificial, dejando que la enfermedad retome su curso. No hay acciones sobre el embrión, mucho menos que tengan la capacidad de producir la muerte. Si esta se produce, es el resultado previsible de una condición anterior, no de las acciones del médico. Y si algún día se cuenta con la tecnología para que el embrión ectópico continuara su desarrollo en un ambiente artificial, existirá el deber de hacerlo.

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