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Maríanoe
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Síndrome del emperador. Los amos de la casa: niños que ejercen control sobre sus padres. Los cambios en el entorno sociocultural y laboral de las últimas décadas han ido labrando el terreno para el …Más
Síndrome del emperador.

Los amos de la casa: niños que ejercen control sobre sus padres.

Los cambios en el entorno sociocultural y laboral de las últimas décadas han ido labrando el terreno para el surgimiento de algunas conductas disfuncionales en los niños.

Uno de los conjuntos de actitudes y conductas que más preocupan a los padres es la del hijo que se vuelve el amo indiscutible de la familia, sometiendo a los demás integrantes del seno familiar a sus exigencias y caprichos. Los psicólogos educativos ya han denominado Síndrome del Emperador a los 'niños emperadores', que escogen qué comida hay que cocinar, dónde viajará la familia para pasar las vacaciones, la cadena de televisión que se mira en casa, las horas para ir a dormir o para realizar distintas actividades, etcétera.

En contextos profesionales, el Síndrome del Emperador recibe el nombre de Trastorno de oposición desafiante (TOD). Para conseguir sus propósitos, gritan, amenazan y agreden física y psicológicamente a sus padres. Se podría decir que su nivel madurativo en el ámbito de la empatía (esa capacidad para ponerse en la piel de la otra persona) está subdesarrollado. Por esta razón parece que no sean capaces de experimentar sentimientos como el amor, la culpa, el perdón o la compasión. Este fenómeno ha recibido el nombre de 'Síndrome del Emperador', puesto que los niños emperadores establecen pautas conductuales e interpersonales para privilegiar sus caprichos y exigencias por encima de la autoridad de sus padres o tutores. Quien no acata los imperativos del niño es víctima de escandalosos berrinches y hasta agresiones.

La violencia que ejercen los hijos hacia sus progenitores, aprendiendo a controlar psicológicamente a éstos, redunda en conseguir que obedezcan y cumplan con sus deseos. Esta característica en la personalidad de los niños también ha recibido el denominativo de “hijos dictadores”, a causa del dominio incontestable que ejercen en el seno familiar. Los niños emperadores son fácilmente distinguibles: suelen mostrar rasgos de personalidad propios del egocentrismo y tienen una exigua tolerancia a la frustración: no conciben que sus exigencias no sean cumplidas. Estos rasgos no pasan desapercibidos en el entorno familiar, y mucho menos en el escolar, donde sus exigencias pueden ser menos satisfechas.

Son niños que no han aprendido a auto-controlarse ni a regular sus propios sentimientos y emociones. Tienen la pericia de conocer las flaquezas de sus padres, a quienes acaban manipulando en base a amenazas, agresiones y argumentos volubles. A pesar de que algunas investigaciones han tratado de dilucidar las causas genéticas de este síndrome, lo cierto es que existe un gran consenso entre la comunidad científica acerca de que el Síndrome del Emperador tiene causas de origen psicosocial. De este modo, se señala la decisiva influencia del cambio en el modelo laboral y social, factor que repercute en la cantidad y calidad del tiempo que los padres pueden dedicar a sus hijos.

Muchos psicólogos educativos y psicopedagogos han subrayado que uno de los factores de crianza que pueden desembocar en que el niño adquiera patrones conductuales del Síndrome del Emperador es el escaso tiempo de los padres para educar y establecer normas y límites a sus retoños. Las necesidades económicas y el inestable mercado laboral no ofrece a los tutores el tiempo y espacio necesarios para la crianza, ocasionando un estilo educativo de tipo culpógeno, y siendo proclives a consentir y sobreproteger a los hijos. También suele observarse en estos niños una falta de hábitos familiares afectivos, descuidando la necesidad de jugar e interactuar con los hijos. Socialmente, uno de los problemas que sirve de caldo de cultivo a la conducta egocéntrica infantil es la actitud ultrapermisiva de los adultos hacia los pequeños. El estilo educativo imperante décadas atrás se basó en el autoritarismo: padres que gritaban, que dictaban órdenes y que ejercían un control punitivo sobre las conductas de los hijos. En cierto modo por miedo a volver a caer en ese estilo que muchos padecieron en sus propias carnes, el estilo educativo actual ha virado hacia el extremo opuesto: la ultrapermisividad. Por eso es importante recordar que la autoridad no es lo mismo que el autoritarismo: los padres deben ejercer un grado controlado e inteligente de autoridad, de forma sana y adecuándose a las necesidades educativas y evolutivas de cada niño. Cuando hablamos de educación y de estilos educativos para nuestros hijos, es preciso recordar la crucial influencia de los valores morales del conjunto de la sociedad, puesto que esta forma superestructural de ética compartida fomentará ciertos vicios y/o virtudes en la actitud del niño.

La cultura consumista actual se abandera del hedonismo y la necesidad del ocio y de la prontitud como valores irrenunciables. Esto choca con cualquier tipo de imposición interna o externa de responsabilidad sobre las propias acciones y con la cultura del esfuerzo. Si estos valores no son bien gestionados y reconducidos, el niño aprende erróneamente que su derecho a pasarlo bien o a hacer lo que le plazca puede pasar por encima del derecho de los demás a ser respetados, y pierden la noción de que las recompensas precisan de un esfuerzo previo. Los padres dubitativos que ejercen una educación pasiva y laxa, descuidan establecer marcos de referencia para las conductas de los hijos, permitiéndoles siempre la réplica, cediendo a sus chantajes y siendo víctimas hasta de agresiones verbales y físicas.

El sistema educativo queda saturado también. Mientras los padres han cedido ya toda su autoridad, los maestros se ven en la tesitura de marcar límites a unos niños que han sido educados para desobedecerlos y desafiarlos en pos de sus exigencias. Se llega a dar el caso de que los maestros que tratan de establecer normas reciben la desaprobación y las quejas de los padres, que no consienten que nadie ejerza autoridad alguna sobre sus hijos. Esto refuerza y consolida al niño emperador en su actitud. En la etapa de la adolescencia, los niños emperadores han consolidado sus pautas conductuales y morales, siendo incapaces de concebir algún tipo de autoridad externa que les imponga ciertos límites. En los casos más graves, pueden llegar a agredir a sus padres, siendo una denuncia ampliamente reportada en las comisarías y cada vez más frecuente. De hecho, son las madres las que se llevan la peor parte, quienes sufren, comparativamente, mayor proporción de agresiones y vejaciones por parte de sus hijos. Los profesionales de la psicología, la psicopedagogía y la salud mental están de acuerdo en que es imprescindible fraguar unos sólidos cimientos en la educación de los niños. Para educar a futuros niños, adolescentes y adultos sanos, libres y responsables, es preciso no renunciar a poner límites claros, permitir a los niños experimentar cierto grado de frustración para que puedan comprender que el mundo no gira en torno a su ego, y para inculcarles poco a poco la cultura del esfuerzo y el respeto hacia las demás personas. Solo así podrán tolerar la frustración, se comprometerán con sus objetivos y se esforzarán por alcanzar sus metas, tomando consciencia del valor de las cosas. Muchas veces nos oímos, como profesionales o como ciudadanos, las reclamaciones de padres, profesores, tertulianos, acerca de la importancia de la educación de los niños. Podemos partir de diferentes paradigmas acerca de la inteligencia, el desarrollo personal y las variables individuales para crear nuestra propia concepción del constructo educación, pero muchas veces olvidamos algo tan básico como es la declaración de los derechos de la infancia, los cuales están recogidos en la convención de los derechos del niño.

Esta declaración no hace referencia sólo a la obligación de cubrir las necesidades básicas para su subsistencia, sino también a su derecho a la libertad y a la felicidad de la que deberían gozar para poder crecer como adultos sanos mental y emocionalmente hablando, sin olvidar del disfrute de su etapa vital actual no solo como mera transición al mundo de los adultos.

Ayudar y acompañar a los niños como personas y no como seres sin capacidad de decisión y de crear sus propios esquemas cognitivos acerca de la realidad debería ser la principal misión de cualquier sociedad “desarrollada”, y este proceso pasa primero por no proyectar nuestra mente adulta en los niños.

Actividades como la gestión de los patios o juntar niños más aventajados en ciertas materias con otros niños con más dificultades para asimilar los conceptos, situación familiar o momento vital, son puntos clave en los proyectos de innovación educativa. Pero, llevados sin el rigor necesario, pueden convertirse más en un problema que en una solución.

Un ejemplo acerca de esto puede ser el no gestionar el proceso que se da en la relación entre dos niños a la hora de que haya un aprendizaje significativo a través de la interacción y enseñanza de un alumno a otro. Como profesionales tenemos el deber de dotar de recursos y acompañar en el proceso en lugar de dejar a la suerte el proceso educativo entre dos personas. Es lo más cercano al dilema entre el niño como científico versus el niño como antropólogo.

Está suficientemente demostrado que los niños aprenden en un contexto bañado en la cultura, y aprenden de sus semejantes pautas de acción aceptadas dentro de la sociedad en la que viven. No buscan las leyes científicas de los procesos o de los elementos que se encuentran en su etapa vital. Por ello, como auténticos antropólogos en miniatura que son, se les ha de acercar a la cultura siendo nosotros meros intermediarios entre el aprendizaje social y el niño, sin proyectar en ellos nuestra visión y hacer adulto.