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Por qué leer a los clásicos

Por qué leer a los clásicos

José Luis Moralejo Álvarez. Catedrático emérito de Filología Latina en la Universidad de Alcalá de Henares.

Conferencia en el I.E.S. Ordoño II, León, 10.05.17.


En la vida de un catedrático jubilado como el que hoy les habla no es muy frecuente que recurran a él las personas o instituciones que siguen en activo en el cultivo de nuestros viejos estudios clásicos, a no ser que medien razones de particular afecto como las que sin duda han movido a mi excelente discípula y amiga Marta Prieto a invitarme para que hoy les hable a Vds. Seguramente piensa que mi ya más de medio siglo de enseñanza e investigación en el ámbito de la Filología Latina me habrá permitido adquirir y decantar ciertas experiencias e ideas que pueden ser de interés para quienes están todavía en la antesala de sus años de formación; de esos años en que se fragua la personalidad intelectual de los hombres y mujeres; los años que un recordado maestro y amigo mío llamaba los de los grandes libros, refiriéndose a las lecturas llamadas a dejar en ella una huella duradera. No se trata sola o precisamente de los libros capaces de suscitar una concreta vocación profesional, sino de cuantos, en diversa medida, contribuyen a marcar y trazar un determinado rumbo espiritual conforme al cual el joven estudiante tenderá a orientar su vida. Y entre esos libros están, naturalmente, los clásicos por excelencia: los que nos han llegado de la Antigüedad griega y latina.

Pero ¿qué es o era un clásico? Según acabo de apuntar, y aunque actualmente también se hable de clásicos de las literaturas modernas, como, por ejemplo, los del Siglo de Oro español, el término se ha aplicado por excelencia a los autores de la que solemos llamar Antigüedad clásica: los surgidos en la Grecia y la Roma de entre los siglos VIII a. C. –los probables tiempos de Homero- y el V d. C., cuando se declaró en quiebra el Imperio Romano de Occidente; más de un milenio, pues, de literatura occidental y europea. Ahora bien, curiosamente, la aplicación a esos autores de la denominación de clásicos parece ser cosa relativamente reciente, no anterior al siglo XVIII, salvo precedentes aislados, lo que no obsta para que la misma tenga raíces que se remontan a la propia Antigüedad. En efecto, parece ser que la primera aplicación conocida del término classicus a un autor literario remonta al siglo II d. C., y no significaba, desde luego, un autor de los que se dan en clase. En la época dicha, se cree que escribió el erudito Aulo Gelio. En su obra, Las Noches Áticas, que es una gran recopilación de noticias gramaticales, literarias y anticuarias en forma dialogada, Gelio se plantea con frecuencia cuestiones de corrección lingüística. En el pasaje que ahora nos interesa (XIX, VIII 15), y al discutir el empleo de un par de términos, dice Gelio que hay que recurrir a la autoridad de algún escritor acreditado como modelo; es decir, a un classicus adsiduusque… scriptor -“un escritor con clase y con arraigo”-, y no a un “proletario”; y este antónimo nos aclara el sentido del término a considerar: proletarius designaba en la Roma antigua al hombre que no tenía otro patrimonio que su prole, sus hijos, por oposición al hombre de clase o, por así decirlo, de primera clase. Naturalmente, en ese lejano precedente la metáfora que daría lugar al empleo de classicus que aquí nos interesa está todavía en fase de formación, pues aún se percibe el valor primitivo y no traslaticio de la palabra, Así, pues, como muchos siglos más tarde diría el gran crítico Sainte-Beuve, un clásico sería “un escritor de valor y de marca”; digamos que “un escritor con autoridad”; y de hecho, hasta el siglo XVIII, como decíamos, a los que nosotros llamamos clásicos casi siempre se los llamaba auctores: no cualquier escritor era un auctor; solo lo era el que tenía una auctoritas en la que uno podía apoyarse al hablar o al escribir; era el garante que respaldaba un determinado uso o giro lingüístico. Ese empleo, por cierto, todavía está vivo en el título de una obra clásica de nuestra Real Academia: el llamado Diccionario de Autoridades, que no es, desde luego, un repertorio de ministros o gobernadores civiles, sino un léxico en el que los correctos empleos de las palabras se ilustran con ejemplos de autores reconocidos. Naturalmente, andando el tiempo todas las literaturas -y las demás artes- pasaron a tener sus clásicos, sus modelos dignos de imitación; y cuando, como suele ocurrir, esos modelos se concentraban en determinados períodos, también las literaturas -y demás artes- distintas de la griega y la latina pasaron a tener sus épocas clásicas, sus Siglos de Oro; pero en todo caso los clásicos por excelencia siguieron siendo los nuestros: los grandes autores antiguos de Grecia y Roma. Ya sabemos, pues, de quiénes hablamos.

Aclarado este punto, pasemos al tema central de nuestra charla, que se ha anunciado como lo que los griegos llamaban un protréptico y los latinos una exhortatio, una “invitación” a leer a nuestros clásicos (añadamos que en la Antigüedad abundaron sobre todo los protrépticos destinados a animar a los lectores a abrazar la filosofía, y no como simple saber, sino como modo de vida, tal cual por entonces se la entendía). También, aunque no de forma tan sistemática, han surgido en el seno de la que llamamos cultura europea u occidental invitaciones al cultivo de los grandes autores antiguos. Sin embargo, conviene aclarar que también en el seno de los mismos hubo clásicos y clásicos: algunos, por así decirlo, ya fueron clasificados en vida, como le ocurrió a Virgilio, cuyas Églogas ya se leían en las escuelas y se recitaban en los teatros a poco de publicadas. Luego, al final de la Antigüedad, la apreciación y, consiguientemente, la transmisión de los autores experimentó, por así decirlo, giros extraños que sumieron en la sombra a algunos dignos de mejor suerte y encumbraron a otros que eran claramente de segunda fila.

Entrando ya en lo principal de nuestro asunto, les advierto de que no pretendo hacerles una exposición sistemática y académica de las ideas y valores que uno puede recabar de la lectura de los clásicos, sino presentarles, y sin alargarme mucho, una semblanza impresionista de algo de lo que a estas alturas aún podemos aprender de ellos (y aclaremos términos: supongo que les habrán enseñado a Vds. que la esencia de la pintura impresionista, admirablemente practicada ya por nuestro Velázquez, reside en que el artista no reproduce uno por uno –según hacen todavía los hiperrealistas actuales como Antonio López- todos y cada uno de los rasgos de su modelo real o imaginado; antes bien, sus trazos se limitan a los rasgos relevantes para la vista del observador, cuyo ojo suple de manera automática los que no lo son).

Ante todo, me permitiré recordar aquí que en otras ocasiones he hablado de la oralidad virtual de la literatura antigua. Con esos términos pretendía yo subrayar que esa literatura, tras haber nacido en una sociedad analfabeta, que no conocía la escritura, durante siglos se desarrolló y se conservó de manera oral, confiada a la memoria con la ayuda del verso y de la música, como durante mucho tiempo hicieron los rapsodos que recitaban los poemas homéricos. Más adelante llegó la escritura como nuevo mecanismo de conservación del texto, lo que indudablemente supuso una enorme ventaja y, sobre todo, con vistas al desarrollo de la prosa y de una literatura en el sentido etimológico del término (pues este supone la littera, la letra escrita); pero aún entonces, naturalmente la mayor parte de la poesía conservó una oralidad, al menos virtual, en virtud de la cual el texto escrito venía a ser algo así como una partitura musical que el recitador ejecutaba. Y de hecho en Roma la primera etapa de la publicación de una obra era su presentación en una de las frecuentes recitationes que los autores organizaban y que pronto pararon en actos sociales como son las actuales presentaciones de libro; y en ellas nos consta que también se leían, aunque fragmentariamente, textos de prosa histórica y de otros temas. Obviamente, hubo géneros que nunca perdieron su originaria oralidad, como el teatro, o bien la oratoria, aunque antes o después de ejecutados luego esos textos se pusieran por escrito a efectos de publicación y de conservación.

Pasaré ahora a comentarles otro que considero rasgo fundamental de la cultura clásica, y genéticamente conectado con el anterior: el que me permito llamar de el poder de la palabra. Y a su respecto, y tanto para Grecia como para Roma, procede hablar del arte retórica. En efecto, todos hemos conocido a personas que tienen el que suele llamarse el don de la palabra, una capacidad natural para hablar de manera grata y convincente; pero en ese punto los antiguos hilaron más fino: se percataron de que, independientemente del talento de un orador –pues a los oradores miraba la retórica-, cabía identificar, formular y sistematizar una serie de recursos –digamos que de trucos- por medio de los cuales un discurso podía resultar, al tiempo que más bello, más persuasivo, que era de lo que se trataba. Cierto que en la Antigüedad existía otro arte de la convicción, la dialéctica, más o menos equivalente a la lógica; pero su papel social era muy distinto: el filósofo, armado con su dialéctica, dialogaba con su oponente, pero en turnos alternativos en los que se enfrentaban las razones del uno y del otro y – se supone- acababan imponiéndose las más acertadas. Muy distinta era la situación en la oratoria, que era el ejercicio práctico de la retórica: en ella, por así decirlo –y como decía Tácito- se daba pista libre al orador como a un buen caballo de carreras, y él, sin mediar interrupciones, debía convencer a su auditorio o a los jueces de su causa de que sus razones eran las mejores; la retórica, pues, era la técnica de hablar de manera convincente.

¿Y en qué circunstancias se aplicaba semejante técnica? Aquí es donde llegamos a lo que antes decíamos de el poder de la palabra; y es que en la Antigüedad, tanto en la griega como en la romana, había unas circunstancias en la que, por decirlo con palabras de Cicerón, las armas cedían ante la toga; las espadas y las lanzas, aunque siempre a mano, reposaban para dar audiencia al orador de turno; y esas circunstancias eran, por una parte, la de los procesos judiciales y, por otra la de las asambleas políticas. Comenzando por estas últimas, les recordaré que una de las grandes invenciones de los griegos, concretamente de los atenienses del siglo V a. C., fue la de la democracia, la del gobierno del pueblo. Cierto es que, por desgracia, no fue una experiencia duradera; pero sí lo bastante significativa para que su nombre y su concepto llegaran hasta nuestros días. Creo que todos Vds. han nacido y vivido hasta la fecha al amparo de un sistema político que, pese a sus lacras, puede llamarse democrático, por lo que corren el riesgo de considerarlo como algo normal o poco menos; pero ello no ha sido así a lo largo de la historia y sigue sin ser así en muchos lugares del ancho mundo: a la moderna democracia la Humanidad solo llegó tras una larga y trabajosa peregrinación que se inició en aquella Atenas de los años 400 a. C. y por obra de políticos como el gran Pericles. Él logró imponer el sistema que podríamos definir con el principio de un hombre, un voto (todavía resuenan en nuestros oídos aquellas palabras del gran tribuno de “El nombre [de nuestro sistema], debido a que el gobierno no depende de unos pocos, sino de la mayoría, es el de democracia”); y de ahí que el poder de la palabra del que veníamos hablando fuera un pilar fundamental de la estructura social de la pólis. En efecto, los líderes, en la asamblea del pueblo, la llamada boulé, y en otras más especializadas debían convencer de sus propuestas a sus conciudadanos; y lo hacían aplicando, aparte de su talento natural, los artificios del arte retórica, en los que el propio Pericles se reveló como un maestro. Esos artificios habían sido descubiertos o inventados por los famosos sofistas, y sobre todo por el siciliano Gorgias de Leontinos; y en el siglo siguiente alcanzarían su sistematización más clásica en la Retórica de Aristóteles, la mente más preclara que vio la Antigüedad. El caso es, pues, que en tiempos de la democracia ateniense, en la gobernación del estado contaba más la capacidad de convencer por medio de la palabra que la influencia social heredada, que la riqueza o que las propias armas.

Naturalmente, el dominio de la palabra no solo alcanzaba a las decisiones políticas a tomar, a la llamada retórica deliberativa, sino también a la administración de justicia, en la que acusadores y acusados, y ambas partes en litigio en un proceso civil, tenían que valerse de las técnicas de la persuasión ya codificadas, recurriendo en general a profesionales, los llamados logógrafos, que elaboraban discursos a medida de las necesidades de los consumidores.

Algo parecido cabría decir del poder de la palabra en la Roma antigua, si bien en ella, como es sabido, apenas hubo un sistema democrático de gobierno, y lo más parecido al mismo se limitó a los últimos tiempos de la República –la primera mitad del siglo I a. C.-, tiempos, por lo demás, de grandes turbulencias sociales y de enfrentamientos violentos entre los partidos. Sin embargo, como les decía, también en Roma la oratoria y la retórica, tanto de carácter político como judicial, tenían un papel central en la vida de la sociedad: nadie que no tuviera una cierta formación y capacidad para hablar de manera elegante y convincente tenía nada que hacer en la escena pública, y el pueblo seguía con pasión las actuaciones de los oradores de fama. Eran los tiempos en que, como nos cuenta Tácito, “tantos y tan eminentes ciudadanos hacían que el Foro se quedara pequeño, cuando los clientes, las tribus y hasta delegaciones de los municipios de Italia, apoyaban con su presencia a los acusados, cuando en la mayoría de los juicios el pueblo romano creía que eran sus propios intereses los que se juzgaban”. Así, pues, aunque la imagen de la Roma antigua que nos ha transmitido la historia sea sobre todo la de cabeza y centro de un gran imperio logrado por la fuerza de las armas, también es verdad que entre los valores que forjaron interiormente la robustez y la energía demostrada por ese gran poder contó no poco ese poder de la palabra del que hasta aquí les he venido hablando.

Y pasemos ya, siempre con esa técnica impresionista de los rasgos fundamentales de la que antes les hablaba, a considerar otros valores que la lectura de los clásicos puede ayudarnos a captar y a apreciar. El que a continuación quisiera comentar con Vds. podríamos llamarlo el de el sentido de la historia. Alguien ha dicho que conforme los pueblos se hacen viejos empiezan a pensar en su pasado o a soñar con él; y en cuanto nuestras noticias alcanzan, fueron primero Grecia y luego Roma las primeras civilizaciones que experimentaron ese síndrome, si prescindimos de algunos meros registros documentales surgidos en otras sociedades más lejanas de la nuestra. A este respecto se ha llamado a Heródoto, que vivió en el siglo V, “el padre de la historia”; pero tiene razón Albin Lesky cuando reclama ese título para un griego bastante más antiguo, el poeta Homero. En efecto, hay que tener presente que para los griegos de época clásica los acontecimientos narrados en la Ilíada, la Odisea y los denominados poemas cíclicos eran testimonios de hechos realmente acaecidos, no puras ficciones poéticas. De ahí que se cuidaran de dotar a esos mitos de una cronología relativa que los conectaba unos con otros y los convertía en verdadera historia. Así, no solo se llegó a calcular el siglo -el XII a. C.- de la caída de Troya, sino también el año y hasta el día en que la misma había acontecido. (En esta tarea se distinguió especialmente el genial erudito Eratóstenes de Alejandría, del siglo III a. C., que, además, calculó con admirable aproximación la longitud del perímetro terrestre; es decir, situó a sus contemporáneos tanto en el tiempo como en el espacio).

La épica, pues, es la primera etapa de la memoria histórica de los griegos. Cierto que sus epopeyas están escritas en verso, y no en prosa; pero conviene recordar de nuevo que el verso fue durante siglos el sucedáneo de la escritura para la conservación de los textos, que los rapsodos –los juglares de entonces- memorizaban enteros para luego recitarlos ante su público, de la misma manera que hasta la época moderna los recitadores de epopeyas de las culturas eslava y del Oriente Medio han sido capaces de transmitir de memoria poemas tradicionales de enorme extensión. Andando el tiempo, y según algunos creen, en un curioso proceso inverso la creación del alfabeto griego, a partir de la más primitiva escritura fenicia, pudo deberse en buena medida al afán de fijar por escrito aquellos poemas homéricos en los que la Hélade veía sus raíces y la primitiva historia de su pueblo. Vino entonces, y por obra de los jonios, los griegos del Asia Menor, la historiografía propiamente dicha, escrita y en prosa, entreverada de geografía, y con el propósito declarado de contar lo que podía darse por verdadero (el término historía significaba de hecho una averiguación procedente de una investigación propia, es decir de “lo que uno ha visto”; y en eso, obviamente, se alejaba de las narraciones fabulosas de la epopeya). Esa historiografía propiamente dicha surge en la Grecia de en torno al año 500 a. C., y sobre todo, como decía, al amparo del ambiente especialmente ilustrado de la Jonia, la parte occidental del Asia Menor, poblada por griegos procedentes del Ática desde muy atrás. En aquella región fue donde los griegos parecen haberse formado una conciencia como pueblo, y seguramente gracias a que allí lindaban, y muy de cerca, con pueblos asiáticos como los carios, lidios y, sobre todo, los persas, que se convertirían pronto en la gran amenaza para el mundo helénico. Pues bien, podríamos acotar de entre los historiadores griegos de obra conservada una serie central que arranca con Heródoto, que para Cicerón sí fue “el padre de la historia”, y que historió el encuentro y el choque de civilizaciones entre griegos y bárbaros desde sus orígenes hasta el triunfo de los primeros en las Guerras Médicas a principios del siglo V; le sigue en la serie el gran Tucídides, algo más joven, que con mayor espíritu crítico, pero con un pesimismo bien comprensible, trazó la crónica de la Guerra del Peloponeso, la guerra fratricida en la que aquella Grecia triunfadora del Oriente, en la que había florecido la democracia, se desangró por tantos años. A su respecto, me permitiré recordar que el más grande filósofo de la historia de la Época Moderna, Arnold Toynbee, afirmaba que él “no podía vivir la experiencia del estallido de la guerra de 1914 –la gran guerra civil europea- sin sentir que el estallido de la del 431 a. C. –la del Peloponeso- habría brindado a Tucídides la misma experiencia”; uno de tantos casos en que la Historia Antigua parece iluminar la Contemporánea. Y, en fin, saltando un par de siglos –por atenernos, según decíamos, a historiadores de obra conservada- llegamos a Polibio, un griego llevado a Roma primero como rehén y luego como huésped, que fue el cronista de los últimos tiempos de una Grecia aún relativamente libre y de los primeros de la dominación de la nueva potencia que asomaba por el Occidente: la República romana. Por cierto, es original de Polibio la tesis que cifraba la grandeza de aquel poder emergente en el carácter mixto de su constitución que combinaba elementos de monarquía, de aristocracia y de democracia, conforme a una idea ya formulada por Platón. En fin, con esos tres historiadores puede decirse que queda completo el gran ciclo historiográfico e histórico de la Grecia antigua (se echarán de menos en él las hazañas orientales de Alejandro Magno, pero hay que aclarar que las fuentes más cercanas sobre las mismas no han llegado hasta nosotros).

Los historiadores griegos, y desde luego Tucídides al respecto de los atenienses, insistían en el tópico legendario de su autoctonía, a saber, en que ellos no habían llegado a su solar histórico por vía de las migraciones, sino que eran originarios del mismo, sin más. Muy otra fue la posición de los historiadores romanos y por una razón clara: se hacía deseable conectar los orígenes de su patria con las leyendas de prestigio de su tiempo, entre las cuales, como puede suponerse, la de la Guerra de Troya era la principal; y así surgió la que convirtió en lejanos ancestros de Roma al troyano Eneas y a sus compañeros fugitivos de la ciudad destruida por los aqueos tras largos años de guerra. Roma quedaba así ligada a aquella historia mítica que, como antes les decía, se tenía por historia real. Y con la narración de esas raíces troyanas de Roma se inicia precisamente la obra del más grande de los historiadores romanos, Tito Livio.

Ahora bien, no solo a través de la épica y más delante de la historia recrearon o soñaron los griegos su pasado. En efecto, como una especie de apéndice de las sagas heroicas de Homero nos encontramos el impresionante mundo de la tragedia, con la que nació el teatro europeo, también en el prodigioso siglo V de la ciudad de Atenas. Como saben, la tragedia surgió en el seno de las celebraciones religiosas en honor de Dioniso, el dios de la viticultura, predilecto de los campesinos del Ática; y desde muy pronto a esos cultos se les incorporaron elementos narrativos y, sobre todo, dramáticos que representaban los grandes mitos de la época heroica: la suerte de los personajes de la guerra de Troya tras su vuelta a casa, el triste sino de Agamenón, asesinado por su esposa y vengado por su hijo Orestes, la desdichada Andrómaca prisionera de los aqueos, hasta llegar a los odios fraternos de Tiestes y Atreo, pasando por las mil calamidades de Edipo y su estirpe maldita de Tebas, con el ejemplo de piedad fraterna de la pobre Antígona; o bien los episodios del ciclo de los Argonautas y la terrible venganza de Medea, por celos de Jasón (desde entonces, pasando por Dido y Eneas, y hasta la desdichada Madama Butterfly, la tragedia de la mujer abandonada por el marino que se vuelve a embarcar ha dado mucho de sí) . Todas ellas eran historias sin suspense, cuyo desarrollo y desenlace eran bien conocidos por el público; pero lo que importaba era la manera en que el poeta trágico las presentaba, produciendo en los espectadores aquella catarsis de la que Aristóteles hablaría como efecto de la contemplación de los grandes dramas trágicos: una purificación o purga que, al hacerles ver en los personajes de la obra la encarnación de los grandes vicios, como la cólera, la envidia, la soberbia o la ambición, los llevaría, por así decirlo, a escarmentar en cabeza ajena, evitando seguir sus malos pasos (alguna vez también he dicho que el pueblo llano que asistía a una tragedia seguramente se consolaba un poco al ver que “los ricos también lloran”). Como Vds. saben, se nos ha conservado buena parte de la obra de los grandes tragediógrafos atenienses (Esquilo, Sófocles y Eurípides). Por el contrario, de la tragedia romana, nacida a imitación de la griega, casi nada nos ha llegado: sí tenemos las del filósofo Séneca, pero seguramente se trataba de literatura para la lectura y la recitación, que nunca llegó a los teatros, por entonces envilecidos por espectáculos de baja estofa como el mimo, que debieron parecerse no poco a los que actualmente nos coloca a diario la televisión.

Ahora bien, ni en la escena griega ni en la romana era todo tragedia: en el propio siglo de Pericles cristaliza la comedia, primero en la forma desternillante, estrafalaria y obscena que le da Aristófanes, y más adelante, en la llamada comedia nueva, en el apacible retrato de costumbres –verdadero reflejo de la vida de las clases medias- que nos encontramos en las obras de Menandro, a cuyo respecto ya un crítico antiguo se preguntaba si él había imitado la vida, o era la vida la que lo había imitado a él. De la comedia romana, por supuesto, trasunto de la griega, sí tenemos abundantes muestras de su mejor época, la arcaica, en las de Plauto y Terencio. En los últimos años el interés creciente de profesores y alumnos aficionados ha llevado de nuevo a la escena algunas de ellas, y con un éxito que permite afirmar que, como todo lo realmente clásico, no han llegado a envejecer. En resumen, el teatro occidental y europeo nació como teatro griego y romano.

Hasta aquí, en nuestro apresurado recorrido por la civilización clásica, hemos considerado aspectos, rasgos e ideas que se nos aparecen de manera sustancialmente igual, o muy parecida, en Grecia y en Roma, lo que es una simple consecuencia de que la cultura romana es en esencia una rama alóglota, es decir, expresada en otra lengua, de la griega y concretamente de la etapa de la misma a la que se suele llamar época helenística; aquella en que, como consecuencia de las empresas y el efímero imperio de Alejando Magno la cultura griega se expande por gran parte del mundo mediterráneo. Sin embargo, ahora llegamos a una especie de bifurcación en que hemos de considerar separadamente la civilización helénica y la romana. En efecto, nadie parece dudar de que el centro de gravedad del legado cultural que la Grecia clásica dejó al mundo moderno reside en la filosofía, de la que se puede considerarla creadora; como nadie puede dudar de que su derecho romano fue la principal aportación que Roma nos legó. Filosofía griega y derecho romano son dos de los pilares sobre los que se asienta nuestra Civilización Occidental, pilares a los que luego se añadiría el de la religiosidad judeo-cristiana. (Aclaremos que la filosofía griega tuvo continuidad en la cultura romana, pero que ésta no le añadió aportaciones originales; y, a la inversa, que Grecia desarrolló toda una organización jurídica, pero no comparable a lo que para nuestro mundo representó el derecho romano, al que no se le pueden encontrar antecedentes griegos significativos).

El caso es que, como decíamos, la filosofía nació en Grecia, también en la región de la Jonia, en la costa occidental de Anatolia (en territorio de la actual Turquía). Allí, en torno al año 600 a. C. inició Tales de Mileto sus especulaciones sobre el mundo, cuyo principio constitutivo fundamental estimó que era el agua. Pronto le surgieron discípulos como Anaxímenes y Anaximandro; y aunque él no lo fuera, también era un jonio el más famoso Heráclito, el filósofo del cambio continuo, que consideraba al fuego como constituyente esencial de la naturaleza.

Los orígenes de la filosofía griega continuaron por un tiempo ligados a la Hélade periférica; así también, a la más occidental, a la que las colonizaciones habían llevado a la que se denominaría la Magna Graecia. Allí en el Sur de Italia, floreció la segunda gran corriente filosófica a considerar, la fundada por el gran Pitágoras, llegado de tierras de la Jonia, que cifraba la esencia de la naturaleza en los números y en sus proporciones, con adherencias místicas y musicales. También allí, en Elea, surgió la escuela de Parménides, el filósofo del ser por excelencia, por cuya senda marcharon Zenón, Empédocles, Anaxágoras, Leucipo, el padre del atomismo, y Demócrito, el filósofo de la sonrisa. Y hasta ahí los llamados filósofos presocráticos, por referencia a Sócrates, que en la Atenas de Pericles, a finales de los años 400 a. C. dejó instalado en Atenas el trono de la filosofía, que en siglo siguiente ilustraron Platón y Aristóteles, los primeros filósofos cuyas obras han llegado en su mayoría hasta nosotros. A partir de Sócrates, la filosofía griega, sin perder su congénita curiosidad por la naturaleza y el cosmos, empieza a sentir mayor interés por el hombre mismo, por sus posibilidades de conocimiento y por sus relaciones con el prójimo, desarrollando así una dialéctica y una ética, es decir, una doctrina de la conducta humana. Puede decirse que ese giro fundamental que Sócrates imprimió a la filosofía venía a ser la realización de un famoso precepto que estaba grabado en el frontispicio de uno de los templos del santuario de Apolo en Delfos: gnôthi sautón, “conócete a ti mismo”. Esa tendencia humanizadora de la especulación filosófica se acentúa en las escuelas de época helenísticas como las de los estoicos y los epicúreos, a los que se ha llamado “los filósofos de la resignación”, los cuales “buscan un camino para la paz en la mente individual, manteniendo al hombre al margen de sus circunstancias externas” (poco le gustaría ese juicio a nuestro Ortega y Gasset con su “yo soy yo y mi circunstancia”). En todo caso, debe quedar claro que para los antiguos la dedicación a la filosofía no es una mera actividad intelectual; filosofar, como al principio decíamos, es adoptar y practicar un determinado modo de vida establecido por los principios de una escuela. Y las escuelas, ya fuera la comunidad cuasi-religiosa de los pitagóricos, ya el cenáculo de Sócrates y sus amigos, ya la Academia de Platón, ya el Liceo de Aristóteles, el Jardín de los epicúreos o el Pórtico de los estoicos, llegaron a ser verdaderas instituciones jerarquizadas. La filosofía antigua fue en todo caso un saber para la vida.

Ahora bien, esa humanización de la filosofía de la que venimos hablando no arrinconó el interés por las ciencias que desde los orígenes habían sido patrimonio y cometido de los “amantes del saber”, los filósofos. Naturalmente, en esos campos suponía una importante limitación la escasa capacidad para concebir y practicar un método empírico de investigación. Sin embargo, con poco más instrumental que la agudeza de su mente, Eratóstenes fue capaz de calcular el perímetro de la Tierra con una exactitud que, en cambio, cabía echar en falta en los cálculos sobre los que Cristóbal Colón se fundó en su aventura descubridora (conviene aclarar que las objeciones que entones le plantearon algunos cosmógrafos llamados por los Reyes Católicos a consulta no estribaban, como alguna vez se ha dicho, en que no creyeran en la esfericidad de nuestro planeta, cosa ya sabida desde la propia Antigüedad, sino en el hecho de que a los cómputos del Almirante, a causa de las malas traducciones de los textos griegos en que se fundaban, les sobraban miles de millas en el cómputo de la extensión de Europa y Asia, por lo que a él le parecía que navegando hacia el Oeste la India estaba, por así decirlo, a la vuelta de la esquina; y menos mal que por medio estaba América, con la que se tropezó). Volviendo a los filósofos griegos que también hicieron ciencia, y duradera, en los campos de la astronomía y de la matemática, cabe recordar, al lado de Eratóstenes, a Aristarco, al que se considera precursor de la doctrina heliocéntrica del sistema planetario; también a Hiparco, que catalogó según su situación y magnitud unas ochocientas estrellas fijas, y que –lo más importante- identificó la que los sabios llaman precesión de los equinoccios: el movimiento por el cual el eje terrestre se desplaza progresivamente, contribuyendo así decisivamente a la fijación del año solar. En cuanto a la matemática, todos nos hemos topado con los teoremas de Tales, el ya citado fundador de la filosofía, con el tan útil teorema de Pitágoras, con la geometría de Euclides, que sigue vigente, al menos, al tratar con superficies planas y con los hallazgos de Arquímedes, el del famoso heureka. En fin, en esta sumaria crónica de la ciencia griega no podemos olvidar a los padres de la medicina: Hipócrates y Galeno, varios siglos posterior y que por antonomasia dio nombre a todos los galenos que en el mundo han sido.

Como antes les decía, los romanos no añadieron nada sustancial a la filosofía y a la ciencia griega, por más que sus textos nos sean de utilidad para conocer algunos testimonios de aquellas que no han llegado hasta nosotros (y vaya aquí una referencia a Plinio el Viejo, que tantas curiosidades nos transmitió, al lado de noticias absolutamente inverosímiles). Por el contrario, la más sólida aportación de los romanos estuvo en su derecho, que al igual que las cimbras o encofrados que les permitieron levantar monumentos como el Coliseo o el Panteón de Roma o nuestro acueducto de Segovia, ha sustentado por muchos siglos y hasta nuestros días la estructura jurídica de las sociedades occidentales. Se ha dicho, y no sin razón, que el derecho romano es ante y sobre todo un derecho privado, con escasa consideración de la dimensión pública de tan importante institución. Pero con todo respeto me permitiré acotar, en primer lugar, que incluía en su seno un derecho penal que garantizaba, de manera muy razonable para sus tiempos, los derechos de los acusados con razón o sin ella. Además, y con no poca frecuencia, los proceso penales concernían a infracciones reales o presuntas de leyes que protegían al estado frente a administradores deshonestos o incompetentes, como era el caso de los procesos por corrupción electoral, por malversación de fondos públicos por parte de los magistrados, o por acuerdos con extranjeros que los mismos hubieran suscrito en detrimento de los intereses de Roma; todos ellos supuestos en los que el ius Romanum adquiría una clara dimensión pública.

En diverso grado y medida, ideas como la “del imperio de la ley”, y de la escrita, por encima de influencias bastardas, se las debemos al derecho romano, y especialmente en lo concerniente a las que hoy llamamos “garantías procesales”, que protegían al acusado o al litigante frente a la eventual arbitrariedad de los jueces. En suma, las bases de lo que en nuestros días llamamos un estado de derecho. Y podríamos añadir que nuestro Código Civil, al igual que los de algunos otros países, sigue considerando los principios del derecho romano entre las fuentes de derecho para casos que en la legislación vigente no aparezcan contemplados con la deseable claridad. Y es que, de manera paradójica, la Roma antigua, y sobre todo con la progresiva extensión de su derecho, justo cuando se estaba viniendo abajo como estructura política unitaria, dejó tras de sí una primera forma de unidad europea. En esos años finales del Imperio de Occidente retrataba muy bien esa realidad el poeta Rutilio Namaciano cuando dirigiéndose a la propia Roma, ya en decadencia, le decía: fecisti patriam diuersis gentibus unam: “hiciste para pueblos distintos una sola patria”.

Va siendo hora de concluir, y lo haré evocando cierta frase atribuida a un sabio medieval del siglo XII, Bernardo de Chartres. Contemplando la cultura de su tiempo, y reconociendo cuanto la misma debía a los antiguos, decía que él y sus contemporáneos eran “enanos encaramados a hombros de gigantes”; esos gigantes eran precisamente los clásicos, los que hacían que los hombres pudieran ver más lejos de lo que su propia estatura les permitiría.

Muchas gracias por su atención.