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Serie "Escatología de andar por casa" - Escatología intermedia -2- El juicio particular

“Y del mismo modo que está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio,… (Hebr. 9, 27)”.
Tras la muerte, tema que fue contemplado en el capítulo anterior, acaece, para cada alma, el denominado “juicio particular” que es, como tal expresión indica, el momento en el que Dios, atendiendo a su divina y santa justicia, aplica a cada alma los merecimientos que hasta el momento de la muerte haya adquirido. Y también, claro, los desmerecimientos…
Pero vayamos, ahora mismo, con todo lo relativo al juicio particular, momento espiritual que establece un antes y un después de la vida del alma del ser creado por Dios a su imagen y semejanza.

El ya citado libro “Teología de la salvación” del P. Antonio Royo Marín, refiere acerca del juicio particular lo siguiente (p. 280, edición 1956):
“A la muerte se sigue inmediatamente el juicio particular. En susbstancia consiste en la apreciación de los méritos y deméritos contraídos durante la vida terrestre, en virtud de los cuales el supremo Juez pronuncia la sentencia que decide de nuestros destinos eternos”.
Tras el juicio particular, el destino eterno se establece para cada alma. Sin embargo, es claro que quien sea destinado al infierno no ha de salir de allí; que quien sea destinado al cielo no puede ser perjudicado en el juicio final y que quien sea destinado al Purgatorio pasará por tal estado espiritual hasta que haya limpiado las manchas de su alma. Luego, cuando eso acaezca, ascenderá al cielo. Podemos decir, por tanto, que sólo quien vaya al cielo tras su juicio particular tendrá su destino definitivo en las praderas del definitivo Reino de Dios tan sólo a la espera de volverse a unir con su cuerpo en el momento de la resurrección de la carne.
Por su parte, el Catecismo de la Iglesia católica también hace referencia a tal momento espiritual. En concreto que
“1021 La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf.Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros.
1022 Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf. Concilio de Lyon II: DS 856; Concilio de Florencia: DS 1304; Concilio de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf. Concilio de Lyon II: DS 857; Juan XXII: DS 991; Benedicto XII: DS 1000-1001; Concilio de Florencia: DS 1305), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf. Concilio de Lyon II: DS 858; Benedicto XII: DS 1002; Concilio de Florencia: DS 1306).
‘A la tarde te examinarán en el amor’ (San Juan de la Cruz, Avisos y sentencias, 57)”.
Y, por abundar en las Sagradas Escrituras, la necesidad del juicio particular lo pone de manifiesto San Pablo cuando, en la Segunda Espístola a los de Corinto dice, en un momento determinado (5, 10) que
“Porque es necesario que todos seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal”.
Hemos muerto y, en seguida, en tal instante (o uno muy corto después) comparecemos ante el Tribunal de Dios donde Cristo nos ha de juzgar.
Así lo expresa el P. Royo Marín en el libro citado arriba (p. 281):
“Al separarse del cuerpo, el alma humana es inmediatamente juzgada por Dios”.

E, inmediatamente, da conveniente explicación a lo que esto significa:
a) Al separarse del cuerpo, o sea, en el momento de producirse la muerte real, que no coincide -como ya hemos visto- con el de la muerte aparente.
b) El alma humana, esto es, toda alma racional cristiana o pagana, justa o pecadora, de adulto o de niño, de hombre o de mujer, sin ninguna excepción.
c) Inmediatamente, sin demora alguna.
d) Es juzgada por Dios, o sea, sometida a un acto de justicia por el cual, en vista de sus buenas o malas obras, Dios pronuncia la sentencia que merece en orden al premio o al castigo”.
Vemos, pues, que es inmediato el juicio particular.
Al respecto de la inmediatez de tal juicio, el evangelio de San Lucas (16, 19-24) nos ofrece un caso muy conocido (la parábola de Lázaro y el llamado Epulón) que bien puede darnos muestras de, precisamente, lo inmediato del enjuiciamiento de Cristo sobre el alma separada. Dice que
“Era un hombre rico…y un pobre, llamado Lázaro…Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. Estando en el Hades, entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro en su seno. Y gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama’”.
Si bien esta parábola “aunque no es histórica” (a tenor lo indicado por Enrique Pardo Fusteren “Fundamentos bíblicos de la teología católica”, Volumen II, p. 389, publicado por Fundación Gratis Date, 1994) el caso es que (continúa tal autor)
“es claramente doctrinal. Muere el rico y es sepultado en el fuego del infierno; muere Lázaro y es llevado al seno de Abraham. Estas dos retribuciones les son dadas a cada antes de la resurrección del final de los tiempos, como se deduce del coloquio de aquel rico con Abraham acerca de sus hermanos que todavía vivían en este mundo.
Por tanto, de este texto se deduce que después de la muerte se concede una retribución a la que necesariamente debe de preceder un juicio.”
Pues bien, hemos dicho arriba que es Cristo quien juzga. Eso pudiera parecer no correcto pues en las Sagradas Escrituras no se dice, en ningún momento, eso en tales términos. Sin embargo, no resulta imposible deducir que eso es así si, por ejemplo, atendemos a lo siguiente:
Jesús se acercó a ellos y les habló así: ‘Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes…’ (Mt. 28, 18).
El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano (Jn. 3, 35).
Porque el Padre no juzga a nadie; sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo,… (Jn. 5, 22).
Y nos mandó que predicásemos al Pueblo, y que diésemos testimonio de que él está constituido por Dios juez de vivos y muertos (Hch. 10, 42).
De todas formas, nada extraño hay en esto porque, como sabemos, Jesús forma parte de la Santísima Trinidad y es Dios hecho hombre. Que nos juzgue Cristo es, por tanto, exactamente igual que lo haga Dios, pues lo es.
Pero ¿en qué consiste el juicio particular?
Aunque ya hayamos respondido, en líneas generales, a tal pregunta en otro momento de este capítulo y los propios textos de la doctrina católica ya se han referido a tal realidad, el caso es que, a tenor de lo escrito por el P. Royo Marín (op. cit, p. 284)
“El juicio particular consistirá substancialmente en la intimación de la sentencia divina al alma separada, mediante un acto intelectual simplicísimo e instantáneo. Una especie de radiograma espiritual que el alma recibirá de parte de Dios y que se adecuará exactamente a los méritos o deméritos que la propia alma descubrirá en sí misma, instantáneamente con toda claridad y precisión”.
En tal momento, el de la muerte, es exactamente en el que seremos juzgados. Esto, que se ha dicho aquí muchas veces porque es muy importante tener en cuenta lo que hasta entonces hemos hecho o dicho, lo plasma muy bien San Agustín, cuando en su “Cátena Aurea” (vol III, p. 202) dice
“Cada cual ha de ser juzgado en el estado en que salga de este mundo; y por esto ha de velar todo cristiano, para que la llegada del Señor no le encuentre desprevenido”.
Y por esto mismo, por la necesidad de llevar una vida de tal jaez que en el juicio particular no se nos pueda mostrar que no hemos actuado como hijos fieles de Dios es por lo que San Fulgencio de Ruspe (en su Sermón 3, 1-3) dice que
“La caridad, por tanto, es la fuente y el origen de todo bien, la mejor defensa, el camino que lleva al cielo”.
Apunta, aquí, pues, a lo que debemos practicar a lo largo de nuestra vida y merecer, entonces, ante el juicio al que debemos someternos.
Luego sigue diciendo que
“El que camina en la caridad no puede errar ni temer, porque ella es guía, protección, camino seguro.
Por esto hermanos, ya que Cristo ha colocado la escalera de la caridad, por la que todo cristiano puede subir al cielo, aferraos a esta pura caridad, practicada unos con otros y subir por ella cada vez más arriba”.
Y, para ser exactos en lo que es importante, Tomás de Kempis, en su “Imitación de Cristo” (I, 3,5) dejó escrito que
“Ciertamente, el día del juicio no nos preguntarán qué leímos, sino qué hicimos; ni lo bien que vivimos. Dime: ¿Dónde están ahora todos aquellos señores y maestros que tú conociste cuando florecían en los estudios? Ya poseen otros sus rentas y, por ventura, de ellos no se tiene memoria; en su vida algo parecían, más ya no hay de ellos memoria”.
Y, más concretamente, San Juan Crisóstomo (en su Homilía sobre la Epístola a los Gálatas, 2-8) nos dice que
“Aunque tengas padres o hijos o amigos o alguien que pudiera interceder por ti, sólo te aprovechan tus hechos. Así es este juicio: se juzga sólo lo que has hecho”.
Pero es que, además, es la propia conciencia de cada cual la que actúa de acusador como podemos deducir de este texto de la Epístola a los Romanos de San Pablo (2, 15-16)
“…como quienes muestran tener la realidad de esa Ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que les acusan y también les defienden…en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres,…”.
Sabemos, pues, cuándo es el juicio, quién juzga y sobre qué se nos juzga.
Al respecto del lugar
donde acaece el juicio particular dice el P. Royo Marín (op. cit., p. 288) que
“Por lo que acabamos de decir (se refiere al tiempo en el que se produce el juicio particular) se ve claro que el lugar donde se verifica el juicio es el mismo donde se ha producido la muerte. El alma es juzgada en el lugar donde está el cuerpo, en el momento mismo de abandonarlo como forma substancial del mismo, pero antes de separarse localmente de Él. Porque, como el alma es juzgada en el momento mismo de la muerte y en un instante no puede darse movimiento local, es necesario que el alma sea juzgada cuanto todavía no se ha separadamente de su cuerpo. De donde resulta que el alma, en el momento mismo de la muerte, conoce su suerte final y al punto se dirige al lugar designado por la sentencia del Juez”.
Hasta ahora hemos visto aquello que se refiere al juicio particular y a los aspectos relacionados con el mismo. Pero, como sabemos, todo juicio (este también) termina en una sentencia que, en este caso, es inapelable e irrevocable. Lo es, primero, por las especiales circunstancias del juicio particular (ya no se puede merecer pues hemos muerto) pero, sobre todo, porque el juzgador es Dios mismo (o Jesucristo, como hemos dicho arriba) y contra su justicia, sabiduría y misericordia no podemos hacer nada.
No se puede, pues, hacer nada y, por tanto, la sentencia se ha de ejecutar y eso se producirá (como el propio juicio) de forma inmediata, ipso facto, en el mismo momento de ser pronunciada.
Que eso es así no es, siquiera, discutible, porque está determinado por la Iglesia católica que es dogma de fe y no puede ser objeto de discusión por católico que se precie de ser hijo fiel de la misma. Y es así desde que Benedicto XII, en su constitución apostólica “Benedictus Deus”(29 de enero de 1336) dejó dicho que
“Por esta constitución, perpetuamente valedera, definimos, con nuestra autoridad apostólica, que, según la común ordenación de Dios, las almas de todos los santos… inmediatamente después de su muerte -o después de sufrir la purificación los que la necesiten- … entran en el cielo…, donde ven la divina esencia con visión intuitiva y facial…”
“Definimos, además, que, según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en actual pecado mortal descienden al infierno inmediatamente después de su muerte”.
Y tal verdad dogmática o, al menos, tal verdad (antes de ser así declarada, como hemos dicho arriba) fue presentada de tal guisa por Santo Tomás de Aquino en su “Contra gentiles”(IV,91) cuando escribió que
“Inmediatamente después de la muerte, las almas de los hombres reciben el merecido premio o castigo. Pues las almas separadas con capaces de penas, tanto espirituales como corporales, se demostró (capítulo precedente). Y que son capaces de gloria es manifiesto por lo que hemos tratado en el libro tercero (c. 51). Pues, por el mero hecho de separarse el alma del cuerpo, se hace capaz de la visión de Dios, a la que no podía llegar mientras estaba unida al cuerpo corruptible. Ahora bien, la bienaventuranza íntima del hombre consiste en la visión de Dios, que es el ‘premio de la virtud’. Luego no hay razón alguna para diferir el castigo o el premio, del cual pueden participar las almas de unos y otros. Luego el alma, inmediatamente que se separa del cuerpo, recibe el premio o castigo ‘por lo que hizo con el cuerpo’ (2 Cor. 5,10)”.
Seguramente nunca estará mejor aplicado el dicho que nos informa acerca de que “mientras hay vida, hay esperanza”… de merecer, podríamos decir, y de no ser, en exceso, castigados.

Eleuterio Fernández Guzmán