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Bosquejo del modernismo filosófico

Bosquejo del modernismo filosófico

Luis I. Amorós, el 2.02.16 a las 9:26 PM

El modernismo filosófico contemporáneo se puede equiparar al subjetivismo, que pone al sujeto en el centro del acto moral y de la acción política.

Aristóteles consideraba a la voluntad como el auriga rector de los dos caballos de la inteligencia y las pasiones. El hombre modernista (según la definición de Hobhouse), por contra, es considerado simple manifestación de ambas. Por tanto, la voluntad es su servidora; y la persona, mero fenómeno.

Sus bases son:

El fundamento del ser es el pensamiento teórico.

La ciencia positiva o empírica es la única fuente de conocimiento.

La moral es identificada con la opción libre de la voluntad. Puede ser personal o individualista, o compartida (costumbre)

El orden político se crea por la mera voluntad de la sociedad.

La justicia es equivalente a la decisión (efectiva) de quien ostenta el poder. La ley positiva sustituye a la ley natural, en lugar de sujetarse a ella.

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El fundamento del ser en el pensamiento teórico


Este principio evoca el racionalismo de Descartes (que parte a su vez de Platón).

Haciendo una simplificación burda (inevitable dada la naturaleza y espacio de este artículo), podemos afirmar que el francés considera que la Razón es capaz de comprender tanto la Naturaleza como lo Sobrenatural sin auxilio divino, empleando el método cartesiano. De ese modo, la Revelación se hace innecesaria. Asimismo, mientras Platón consideraba a las ideas como realidades, Descartes las considera meras representaciones mentales de la realidad, dando lugar al concepto de Pensamiento moderno.

Este punto es importante, puesto que el modernismo filosófico va más allá: Ahora el pensamiento no sólo no es mera representación de la realidad, sino que de hecho puede crearla al interpretarla. Es más, se considera que es ese pensamiento independiente de la realidad lo que define al ser. La Autoconsciencia del axioma descartiano “pienso, luego existo”, llevada a su extremo lógico: sólo existe quien piensa. Sólo existe el sujeto, y el pensamiento es su medida.

El filósofo modernista, pues, ya no busca una realidad externa a él, un orden al que acceder y comprender; al que, en cierto modo, conformarse en su obrar. Los griegos clásicos buscaban la Verdad “ahí fuera”, para poder dotar a la moral de un Bien objetivo. El hombre moderno valora sobre todo el Sujeto: ese ser dotado de pensamiento es quien crea el orden sobre todo aquello sobre lo que dirige sus sentidos. La respuesta a la pregunta platónica sobre qué es el Bien resulta en “lo que el ser dotado de pensamiento así percibe y razona”.

El modernismo filosófico acaba pues en un racionalismo que a la vez no es realista (pues postula que la realidad no existe fuera del pensamiento del ser).

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La ciencia positiva o empírica es la única fuente de conocimiento


¿Cómo se relaciona ese ser pensante con la realidad, entonces? Ante todo, y a diferencia de Descartes o Aristóteles, la filosofía modernista descarta de plano la existencia real de lo sobrenatural (o lo preternatural). Dado que el método cartesiano únicamente puede estudiar la naturaleza, las ciencias empíricas son el único instrumento para acceder a una realidad común a todos los seres. Las ciencias meramente racionales son consideradas inferiores.

En este punto, el modernismo filosófico declara evidentemente su sensualismo (Condillac): son los sentidos los que nos dan acceso a la naturaleza; por tanto, son la única fuente de conocimiento seguro para el pensamiento. Como le ocurrió a los discípulos más destacados del abate, los filósofos modernistas son francamente materialistas. El hombre queda despojado de su alma, y su relación con Dios degradada a mera alucinación o confusión de la mente, engañada por los sentidos alterados o ausentes.

Por ende, el naturalismo se convierte en la única opción válida de pensamiento complejo. La metafísica ha muerto.

Resulta curioso que el pensamiento modernista pretende de hecho el dominio y control de la naturaleza (piénsese en la espontaneidad con la que se presenta la teoría de que la sexualidad, como producto fundamentalmente cultural, es optativa de la voluntad de cada uno, sin sujetarse a determinación natural alguna), con lo que termina confirmando que la única realidad para él es el propio ser; y las ciencias empíricas, mero instrumento de manipulación. Finalmente, quien afirma creer únicamente en el mundo natural, lo hace para ponerlo a su servicio.

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La moral es identificada con la opción libre de la voluntad


Si el ser pensante (sujeto) es la única realidad, el Bien es lo que su pensamiento determina, en base a su razón y sus pasiones, manifestándolo por medio de la voluntad. Naturalmente, la ética para a ser algo exclusivamente personal, y hace aparición el individualismo.

El subjetivismo conduce indefectiblemente al relativismo ético. Y este, por pura lógica, se convierte en siervo de los deseos (de la pasión) y de los intereses (de la inteligencia). Por confusión, se equipara esta servidumbre a la libertad.

Por supuesto, la vida del hombre es en sociedad, y para que esta pueda existir, se hace necesario cierto orden moral que permita la convivencia. Dado que se rechaza de entrada la existencia de un orden moral externo que hallar y aprehender por medio del conocimiento (teoría de los clásicos griegos), la solución a esa dificultad moral es probablemente el desafío más complejo al que se enfrenta el hombre moderno.

Muchos teóricos filósoficos del liberalismo (Hobbes, Locke, Montesquieu, etc) ensayaron diversas soluciones por medio del llamado “contrato social”, que partía de un hombre primigenio individualista que se ajustaba a vivir en sociedad cediendo parte de sus derechos en aras a la convivencia. En el intento de plasmación de ese supuesto teórico se han explorado varias vías, siendo actualmente la más en boga en el modernismo la de las “opciones compartidas”, por la cual cuando una mayoría suficiente de población de una sociedad percibe las mismas opciones éticas, estas se han de hacer normativas en aras a la paz social y al orden público. Una suerte de sufragismo ético.

Esta solución es muy inestable, pues esas opciones compartidas cambian continuamente en el espacio y en el tiempo (por la provisionalidad de las cambiantes condiciones económico-sociales a través de la historia), provocando continuas diferencias y discusiones sociales sobre la moral social, que se ha de estar reciclando interminablemente en un ciclo que agota su fuerza vital. Mientras el progreso técnico continúa exponencialmente, el progreso moral (que debería acompañarle al mismo ritmo) se estanca.

Asimismo, la tensión entre los socializadores y los individualistas que pretenden regresar continuamente a la absoluta autonomía moral (véase el ejemplo muy actual del libertarianismo) es permanente, y la amenaza de la disolución social pende de continuo, cual espada de Damocles, sobre cualquier sociedad basada en los principios del modernismo filosófico.

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El orden político se crea por la mera voluntad de la sociedad


Corolario de lo anterior resulta que la comunidad política se considera mera opción voluntaria de sus miembros, sin un modelo natural (como puede ser considerado la familia, o la aldea) a partir del cual construir la red de relaciones sociales.

Hace así aparición el voluntarismo, por el cual el actuar político no depende de autoridad superior o externa. Dado que no existe el alma, ni ciudad celeste a la que tender con nuestro actuar vital, la ciudad terrena queda reducida a puro poder, su adquisición, su ejercicio y su conservación.

Naturalmente, en esa carrera o lucha, los más fuertes (por influencia, número, o capacidad de coerción) imponen finalmente su voluntad. El poder es para los fuertes, como prueba la enorme aceptación del neodarwinismo social, sobre todo entre los dirigentes políticos.

El orden es sustituido por la mera organización. La búsqueda de la armonía interna de las personas y comunidades como reflejo de una armonía universal es erradicada; en su lugar se trabaja por una simple pacificación externa, que permita cauce para que cada individuo pueda seguir expresando su voluntad sin conflicto manifiesto con el resto de individuos.

Ya no hay orden político, sino simple orden público.

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La justicia es equivalente a la decisión (efectiva) de quien ostenta el poder


Recapitulemos: el hombre moderno ya no es aquel dueño de su inteligencia y sus pasiones, que tiran de él, pero a las que gobierna por medio de la voluntad. El hombre de la filosofía aristotélica es un animal racional y libre, que observa la realidad, y a partir de ella- y por medio de la razón- se erige en señor de sus actos.

El hombre moderno, por contra, no es una unidad. Está sometido a (y es víctima de) sus instintos y pulsiones (verdaderas manifestaciones de su personalidad), y su voluntad es mera expresión de estas. A la vez, al no reconocer mandato superior a su propia voluntad, pone el acento de la acción moral en el sujeto, en lugar de en el objeto. Es, por tanto, a la vez subjetivista y voluntarista. Y el pensamiento es su única cualidad de ser.

Esto explica que se despersonalice a quien no puede expresar su pensamiento o voluntad: por ejemplo los seres humanos no nacidos, los que se hallan en coma, o los que sufren retraso mental. Como objetos en los que son convertidos, su existencia o bienestar son pura voluntad del sujeto. Si este es otro ser (por ejemplo la madre en el caso de los no natos) y decide su eliminación, el derecho modernista le asiste. En el caso de que el sujeto sea el Estado (expresión normativa y máxima de la sociedad modernista), las leyes establecerán los límites de la personalización de dichos seres humanos-objeto.

Naturalmente, la disolución del ser, que de dueño de sus actos se convierte en víctima de sus pasiones, le provoca la pérdida de su responsabilidad y, por ende, de su libertad. Todo acto proveniente de un impulso irrefrenable se convierte de facto en legítimo o, si es antisocial, en atenuante.

Al no reconocer alma o vocación trascendente en el hombre (naturalismo radical), cuando la filosofía modernista habla de conciencia, no alude a la intuición humana acerca del orden moral natural, sino a la expresión adecuada del autoconocimiento a la hora de enjuiciar éticamente (ya elaborada detalladamente en autor tan precoz como Rousseau), de modo que la manifestación de nuestra voluntad sea lo más genuina posible. Así, la conciencia es la facultad (o el poder) de crear el Bien y el Mal.

Esto se traslada de modo directo al derecho: la justicia ya no es el ideal de recuperación del orden natural, de que cada uno tenga lo que le corresponde por naturaleza. Ahora es el producto de un consenso social (ya vimos que inestable) de opciones morales contingentes. La expresión de esa concepción de la justicia (el derecho) deja de ser el producto de un orden moral superior, y se convierte en la única realidad tangible, y por tanto, obligatoria. Si el poder era para los más fuertes, la ley la elaborarán los poderosos. Eliminada la ley natural, para el hombre moderno la ley positiva (que era antes el escalón más humilde y contingente de la cadena) se convierte en la normativa.

Como la ley positiva la elaboran los poderosos, es obvio que se cumple el argumento del sofista Trasímaco de Calcedón, que citaba Platón en la República: “lo que aprovecha al fuerte, he aquí en lo que consiste la justicia”.

Esta inversión del camino del conocimiento entre el hombre y la realidad (de fuera a dentro por el de dentro a fuera), lleva al hombre moderno a diseñar la realidad, a producir un orden en la naturaleza, en lugar de indagar y aceptar el existente. En el fondo, no deja de ser una variante de la enseñanza luciferina de plegar la realidad a la voluntad humana (seréis como dioses). Su resultado lógico es la expulsión de Dios de la experiencia y de la historia.

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Epílogo


La filosofía modernista es actualmente casi equiparable al pensamiento de Occidente, aunque en diferentes lugares y momentos adopte variantes diversas, y tal vez se le podría considerar la heredera legítima del liberalismo clásico, hoy en día muy en retirada. Asimismo, está entre los antecedentes de otras formas de pensamiento contemporáneas, como el existencialismo (Nietzsche, Heidegger o Sartre) o elneomarxismo cultural y político (Gramsci, Marcuse).

En el camino que la comunidad católica en política (nota: distíngase política de politiquería) debe emprender para deshacer la obra des-civilizadora en las antiguas sociedades cristianas, se hace ineludible comprender las bases del pensamiento modernista, profundamente antiteo, para denunciarlas. Asimismo, los católicos debemos ejercer de contracultura que busque restaurar el orden natural y cristiano en la vida privada tanto como en la pública.

Retornar a Aristóteles, san Agustín y Santo Tomás, para a partir de ellos establecer un diálogo (que no puede sino ser confrontación) con el modernismo, no es “enquistarse en viejas doctrinas”, sino emprender el único camino que puede permitir la subsistencia de la fe y el pensamiento cristiano, y a largo plazo, la recuperación de un Occidente postrado y en vías de colapso.

Con la ayuda del Espíritu Santo.

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