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DOMINGO Solemnidadad de la SANTÍBIMA TRINIDAD 2018

Día 27 Domingo. Solemnidad: La Santísima Trinidad Ser bautizados supone haber sido destinados, por voluntad de Dios y en virtud de su libre decisión y poder, a su misma vida trinitaria. Los que hemos sido bautizados tenemos un porvenir sobrenatural, recibido gratuitamente, que no tenemos capacidad para comprender del todo ni para explicar, a causa de su inmensa grandeza. Supera supera nuestra inteligencia y, por consiguiente, nuestra capacidad de expresión. Pero es, sin embargo, el único capaz de satisfacer plenamente, no sólo todos nuestros anhelos personales, sino cualquier expectativa humana posible. Las últimas palabras de Jesús a los apóstoles, instantes antes de ascender a los cielos, se refieren al bautismo. Son palabras que vienen a resumir toda su enseñanza; serían la esencia de la doctrina que vino a traer al mundo y la razón por la que tomó carne humana. Son, por otra parte, un mandato expreso a los que había escogido junto a Sí para esa misión; a los que había preparado para ella durante su vida pública. Es como si Jesús quisiera dejar clara la verdadera y única razón por la que difundir el Evangelio, y el por qué de la vida a la que conducen los mandamientos entregados a Moisés, que alcanzan su perfección última con sus enseñanzas, con el Evangelio. En los pocos versículos de san Mateo que hoy contemplamos, podemos observar algunos detalles en las palabras del Señor que iluminan más aún la enseñanza central. Dice el evangelista que, algunos de los discípulos le adoraron, mientras otros dudaron. Nos viene a decir que la actitud que espera el Señor de sus apóstoles –en nuestros días como entonces– es de fe, es decir, de confianza en Él y de reconocimiento expreso de su divinidad: quienes difundamos el Evangelio hemos de hacerlo adorando, por reverencia a su petición y por amor. Jesús impulsa a sus apóstoles a evangelizar a todos los pueblos. Toda la humanidad es, por tanto, destinataria del bautismo que nos constituye en hijos de Dios por Jesucristo. De todo hombre espera amor nuestro creador y Padre, con tal de que haya recibido el bautismo y, con este sacramento, la conveniente instrucción en el Evangelio. Grande es, por consiguiente, la responsabilidad de cuantos ya nos sabemos hijos de Dios. Tenemos, como dice un salmo, el mundo por heredad. Hemos de ver a nuestros semejantes, por lejanos que puedan estar física o moralmente, como candidatos al Reino de los Cielos. Y corre de nuestra cuenta animarlos, hasta que ellos mismos se sientan encendidos en deseos de difundir, junto a nosotros, el Reino de Dios. ¿Cómo?: como tratamos de atraer noblemente a nuestros conocidos y amigos a nuestra casa, a nuestro negocio, a nuestra diversión; como intentamos captar, incluso a quienes todavía no conocemos, para que apoyen las iniciativas nobles sociales, económicas, políticas, etc. que nos interesan. Es ser y sentirse apóstoles: mujeres y hombres capacitados por su bautismo –y más por su confirmación– para extender, con el poder de Cristo, el reino de Dios en nuestro mundo: se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, id pues... Así dice Jesús a sus apóstoles, para que se sientan con confianza ante la tarea que les encomienda. Con confianza, porque será eficaz su esfuerzo –más incluso de lo que pueden prever– acrecentado con el poder de Cristo. Y esto también cuando parecen insuperables y objetivos los obstáculos o tenaz y perseverante la resistencia de personas a la gracia divina. Confianza que es a la vez seguridad en que, con ese mismo poder de Cristo, que ante todo vivifica al apóstol y hará eficaz su tarea, agrada también a Dios –le ama– a pesar de su debilidad. Mas contemplemos hoy, aparte de la urgente responsabilidad apostólica, por ser el mismo Dios quien nos encomienda la misión, el contenido de la vida a que nos llama: de comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Ya sabemos que no tenemos capacidad para reconocer adecuadamente el don de Dios; que no podemos, por tanto, valorar sus designios de amor sobre el hombre como sería preciso en justicia. Nos esmeraremos, sin embargo, de todo corazón, en agradecer, corresponder y difundir esta Buena Nueva: que todo hombre tiene un lugar en el corazón de la Trinidad; que, según la expresión san Josemaría: la Trinidad se ha enamorado del hombre y, siendo erigidos en hijos de Dios, nos encomienda la más honrosa y noble de las tareas: ser difusores de su Amor entre los hombres y que el mundo adore a Dios.