Lecturas y reflexiones +

Primera lectura

2R 11,1-4.9-18.20

Ungieron a Joás y gritaron: «¡Viva el rey!
Lectura del segundo libro de los Reyes.
EN aquellos días, cuando la madre del rey Ocozías, Atalía, vio que su hijo había muerto, se dispuso a eliminar a toda la estirpe real. Pero Josebá, hija del rey Jorán y hermana de Ocozías, tomó a Joás, hijo de Ocozías, de entre los hijos del rey que estaban siendo asesinados, lo escondió y lo instaló, a él y a su nodriza, en su dormitorio, manteniéndolo oculto a la vista de Atalía y así no lo mataron. Estuvo seis años con ella, escondido en el templo del Señor, mientras Atalía reinaba en el país.
El séptimo año, el sacerdote Yohoyadá mandó buscar a los centuriones de los carios y de los guardias y los condujo junto a sí al templo del Señor para establecer un pacto con ellos y hacerles prestar juramento. Luego les presentó al hijo del rey.
Los centuriones cumplieron cuanto Yehoyadá les ordenó. Cada uno tomo sus hombres, los que entraban y los que salían de servicio el sábado, y se presentaron ante el sacerdote. Yehoyadá entregó a los centuriones las lanzas y escudos del rey David que había depositados en el templo del Señor.
Los guardias se apostaron, arma en mano, desde el extremo sur hasta el extremo norte del templo, ante el altar y el templo, en torno al rey, por un lado y por el otro.
El sacerdote hizo salir al hijo del monarca y le impuso la diadema y las insignias reales. Luego lo proclamaron rey y lo ungieron. Aplaudieron y gritaron:
«¡Viva el rey!».
Cuando Atalía oyó el griterío de los guardias y del pueblo, se fue hacia la muchedumbre que se hallaba en el templo del Señor. Miró y vio al rey de pie junto a la columna, según la costumbre: los jefes con sus trompetas con él, y a todo el pueblo de la tierra en júbilo, tocando sus instrumentos.
Atalía rasgó entonces sus vestiduras y gritó:
«¡Traición!, ¡traición!».
Entonces el sacerdote Yehoyadá dio orden a los jefes de las tropas:
Háganla salir de entre las filas. Quien la siga será pasado a espada». (pues el sacerdote pensaba: «No debe ser ejecutada en el templo del Señor»).
Le abrieron paso y, cuando entró en el palacio real por la puerta de los Caballos , fue ejecutada.
Luego Yehoyadá hizo una alianza entre el Señor, el rey y el pueblo, por la que el pueblo se convertía en pueblo del Señor; hizo también una alianza entre el rey y el pueblo.
Y todo el pueblo de la tierra acudió al templo de Baal para derribarlo. Hicieron pedazos sus altares e imágenes, y ejecutaron a Matán, sacerdote de Baal, frente a los altares.
El sacerdote puso entonces centinelas en el templo del Señor.
Todo el pueblo de la tierra exultaba de júbilo y la ciudad quedó tranquila: Atalía ya había muerto a espada en palacio.
Palabra de Dios.
Salmo

Sal 132(131),11.12.13-14.17-18 (R. 13)
R.
El Señor ha elegido Sion
para vivir en ella.

V. El Señor ha jurado a David
una promesa que no retractará:
«A uno de tu linaje
pondré sobre tu trono». R.
V.
«Si tus hijos guardan mi alianza
y los mandatos que les enseño,
también sus hijos, por siempre,
se sentarán sobre tu trono». R.
V.
Porque el Señor ha elegido a Sion,
ha deseado vivir en ella:
«Esta es mi mansión por siempre,
aquí viviré, porque la deseo».R.
V.
«Haré germinar el vigor de David,
enciendo una lámpara para mi Ungido.
A sus enemigos los vestiré de ignominia,
sobre él brillará mi diadema». R.
Aclamación

R.
Aleluya, aleluya, aleluya
V. Bienaventurados los pobres de Espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. R.
Evangelio

Mt 6,19-23

Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.
Lectura del santo Evangelio según san Mateo
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No atesoren para ustedes tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y roban. Háganse tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.
La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; pero si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Si, pues, la luz que hay en ti está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!».
Palabra del Señor.

Pistas para la Lectio Divina
El tesoro y el corazón
Lectio de Mateo 6,19-23
P. Fidel Oñoro CJM
Una vez que ha puesto en el corazón de la revelación la paternidad de Dios con la enseñanza sobre la oración, Jesús da un nuevo paso con lo que se desprende de ella: el abandono en esa providencia paterna divina.
No pareciera casualidad que el paso siguiente a la oración y al ayuno sea precisamente el del abordaje de la manera como uno gestiona las preocupaciones de la vida, la ansiedad por los logros, por los que poseemos y por lo que nos deparará el mañana.
La cuestión de fondo es: ¿En quién se apoya mi corazón? El mayor valor que nortea mi proyecto, por el que gasto mis mejores energías, mi tiempo, donde pongo mis esperanzas, ¿cuál es realmente?
Según la respuesta la vida de uno tomará una ruta, creceremos o....
Jesús nos ayuda a responder a esto poniéndonos al frente dos imágenes, primero la del tesoro y luego la del ojo.
1. 1. ¿Cuál es el verdadero tesoro? (6, 19-21)
“No atesoren para ustedes tesoros en la tierra” (6, 19).
La imagen nos lleva a pensar en esa tendencia de uno al tener y tener, al consumismo, al amasar inútil de bienes que son pasajeros. Pero el punto fuerte de su frase está sobre todo en el “para ustedes”, el “para sí mismo”.
Jesús lo dice poniendo como ejemplo dos ítems de gran valor en su contexto social: la ropa, pero que siempre estaba expuesta a que se la comieran las polillas; y la plata, no había billetes, sólo monedas, las cuales podían terminar corroídas por la oxidación. Ambos, además, estaban expuestas a los robos en un tiempo en el que había mucha inseguridad social.
Jesús hace una contraposición. Pero atención, hagamos una aclaración importante: aquí no se trata de la contraposición entre un tesoro de la tierra y un tesoro del cielo, entre lo material y lo espiritual.
Los bienes que se atesoran en el cielo son las mismas riquezas de aquí, no más que no se amasan para sí mismo sino para darlas en limosna, como le dirá Jesús más adelante al joven rico: “Vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos” (Mt 19, 21).
Vale la pena considerar esta imagen del “tesoro” usada por Jesús. Es repetida en este evangelio. Tanto así, que más adelante este mismo término sustituirá el de corazón: “El hombre bueno saca del buen tesoro (para decir corazón) cosas buenas...” (12, 35). Incluso será el tema de una parábola (13, 44).
¿A qué apunta la metáfora?
Nuestro corazón, nuestra atención, nuestra solicitud, siempre se dirigen espontáneamente hacia aquello que retenemos como lo más preciado para nosotros y por tanto debemos cuidar. Por eso el dicho de Jesús alude al hecho de que aquello que para ti es de valor te ocupa la mente, te preocupa y te ocupa: la ropa hay que orearla para que no venga la polilla, las monedas hay que limpiarlas para que no oxiden. Y así...
Por tanto, todo depende de lo qué es lo que realmente estimamos como nuestro “tesoro”, esto es, aquello en lo cual invertimos nuestro tiempo, gastamos nuestras mejores energías y ocupa nuestra mente y afectos (13, 44).
El problema no es la riqueza en sí, ni siquiera la sabia previsión del futuro. El problema ocurre cuando los bienes se convierten en motivo de seguridad, un tesoro con el que podré contar y que me da garantías. Ese es el peligro.
No sólo la plata, sino todo aquello en lo que se pone la confianza podría ser una competencia a Dios. ¿Es Dios mi tesoro, o sea, mi seguridad más firme, o qué lo es?
El hecho es que todo lo demás algún día resultará deshaciéndose. Sólo hay una realidad, una persona, que siempre permanece.
¿Qué quiere decir, entonces Jesús con la frase concluyente: “Donde está tu tesoro allí estará tu corazón”?
1. 2. ¿Cómo es mi manera de ver, de apreciar? (6, 22-23)
“El ojo es la lámpara del cuerpo” (6, 22), continúa Jesús. Pasa del corazón al ojo.
Pongamos atención al dicho: no quiere decir que el ojo sea la “luz”, sino que el ojo es el órgano que percibe y refleja la luz en todo el cuerpo. Lo mismo que ocurre cuando se pone la lámpara en la sala.
En este mismo sentido Jesús ya se había expresado antes: “No se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa” (5,15).
El énfasis está puesto en el efecto de una irradiación.
Y para que esto sea posible hay una condición: “Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará iluminado” (6, 22).
No se trata de un asunto de optometría, sino de la manera como uno ve, como uno aprecia las personas y las cosas.
Podemos notar que Jesús contrapone dos situaciones. A una la denomina “cuando tu ojo está sano” y a la otra “cuando tu ojo es malo”.
¿A qué se refiere con “ojo sano”?
El término griego es “haploûs” es un término raro, aparece sólo dos veces en todo el Nuevo Testamento, aquí y en el paralelo de Lucas. Probablemente traduzca el término hebreo “tam”, que tiene la misma raíz de “íntegro” o “perfecto”. “Perfecto” había sido llamado Dios poco antes y se había invitado a ser como él (5, 48)
Se trata del ojo que no se deja arrastrar por la envidia, la codicia o los celos. A quien lograba preservarse así, en el mundo rabínico, se le solía llamar: “ojo bueno”.
Y el “ojo malo”, ¿qué es?
Es lo contrario. El “ojo malo” (6, 23) se refiere a las actitudes de la persona tacaña, avarienta, apegada a los bienes, pero sobre todo a la envidiosa. Esa es el ojo enfermizo, morboso.
Acerca del ojo malo, entendido como tacañería, tenemos una frase en el libro del Deuteronomio que describe con esa misma imagen a una persona que se las ingenia para no ayudar a su hermano necesitado: “Y mires con malos ojos a tu hermano pobre para no darle” (Dt 15, 9).
En cuanto al ojo malo connotando el mirar con envidia, o sea, con ganas de poseer lo que tienen los otros, tenemos un proverbio en el libro del Eclesiástico que dice: “Ojo perverso hasta el pan escatima, y en su mesa hay escasez” (14, 10).
Jesús aquí parece usar la expresión en este último sentido, el de envidia.
Lo hará de nuevo en la parábola de los obreros de la viña, cuando el patrón responda a los reclamos de quienes trabajaron todo el día: “¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O es que vas a ver con malos ojos que yo sea bueno?” (Mt 20, 15).
Pero la advertencia de Jesús es todavía más fuerte: a uno se le puede cambiar la manera de ver.
Cuando el ojo de uno se enferma de esta manera, las consecuencias son terribles. Un ojo bueno que se vuelve malo, o sea, envidioso, resulta ser como la sal que se vuelve insípida, no sirve para nada, sólo para que la pisoteen (5,13).
Y esto es lo que concluye Jesús: “Si resulta que la luz que hay en ti se vuelve tiniebla, ¡cuánto más (grande será) la oscuridad!” (6, 23).
¡Cuánto más!, advierte Jesús. El cambio de la persona se hace notar, ha pasado de una situación positiva a otra negativa, nefasta.
Hay una tiniebla vacía, sorda, inquietante que podríamos llevar por dentro. Esa que trata de esconderse de la gente, que es rabiosa, agresiva, violenta y que a ratos asusta.
Pero Jesús ha dicho en primer lugar, y esto es lo importante, la que es nuestra mejor posibilidad: “Si tu ojo es sano, todo tu cuerpo estará iluminado” (6, 22).
Hay otra manera de ver que revitaliza, reanima, levanta, nos hace vivir con energía y gozo, como cuando está todo iluminado. Eso es lo que nos regala el Evangelio cuando nos llena de Dios.
Pues sí, esa es una vida dramáticamente libre, espléndidamente libre. No es la vista que con el tiempo se deteriora y pasa hacia la oscuridad, sino todo lo contrario: es el paso de luz, aún con pequeños momentos de oscuridad, a cada vez más luz. Es el paso de lo que destruye a lo que construye. ¡Vida radiante!
3. ¿Qué nos enseña Jesús?
En primer lugar, a mirar las personas y las cosas bajo la luz correcta. Esto es, no hacerse esclavo de nada ni de nadie.
Hay una falsa ilusión que puede desorientarnos: el pensar que la vida dependa de las cosas que acumulamos. Esto despierta una especie de avidez insaciable que lo lleva a uno a no contentarse con nada, ni con lo que se es ni con lo que se tiene.
Y esto tiene nefastas consecuencias, malogra la propia vida y deteriora las relaciones con las personas que amamos y daña el ambiente de nuestro entorno.
Detrás de ese afán por acumular, como una forma de tener seguridad, de ese tener de qué aferrarnos, están nuestras inseguridades no resueltas, pero sobre todo nuestros miedos: el miedo de la soledad en primer lugar y luego el miedo de la muerte.
Es como si se le delegara a las cosas la tarea de anestesiarnos frente al vértigo de la fragilidad, de la cruel experiencia de los límites.
¿Qué nombre tienen mi soledad y mis miedos? ¿De qué resulto aferrándome?
Jesús lo dice para que nos revisemos, para que tomemos conciencia de ese mecanismo perverso y lo reorientemos a tiempo.
Y para que entendamos que hay otro tipo de riqueza que está a favor nuestro, que da estabilidad, que es eterna, que es lo contrario de la tacañería o de la envidia. Es la que se adquiere cada vez que se comparte restituyéndole la dignidad a quien lo necesita.
El verdadero tesoro está en las relaciones, las buenas relaciones, relaciones sanas, satisfactorias, constructivas, que de verdad te llenan el corazón.
La propuesta de Jesús es la de una profunda libertad interior. Esto es precisamente lo que me regala Dios.
Y esto va de la mano del buen mirar. De la liberación interior de la codicia y de la envidia, del mirar morboso.
Por la manera de mirar se puede reconocer cuánta tiniebla o luz se puede llevar por dentro. ¿No es así? Una mirada que juzga, que es maliciosa, que ve el mal donde no lo hay, refleja una vida interior enfermiza, oscura, lejana de Dios.
Pero cuando uno deja que la luz del Evangelio entre en lo más profundo, hasta inundar los rinconcitos más remotos de nuestro inconsciente; nuestra mirada, nuestra manera de apreciar será como la de Dios, limpia y radiante de luz.
Dios es mi tesoro y mi luz. Es él en quién me apoyo, es él quién realmente me llena. La confianza en el Señor me conquista, en ella pongo el corazón.
Es con el corazón iluminado que le respondo con las palabras que me inspira el primer Salmo: “Feliz el hombre que ha puesto su confianza en el Señor”.
En fin...
Si de verdad se quieres degustar la vida mira bien dónde está tu tesoro, porque “Donde está tu tesoro allí estará tu corazón” (6,21). Desde allí tendrás una mirada diferente, apreciarás las personas y las cosas, no como realidades para poseer, sino como espacio para crecer.
Y yo me pregunto, ¿qué otra cosa puede ser mi tesoro sino la acumulación de mis esperanzas y de las personas por las que lloro y sufro?
Un tesoro de personas y esperanzas es el motor de la vida. El corazón vive si le ofrecemos tesoros para amar, esperar y buscar. De lo contrario, no vive.
Nuestra vida está viva si hemos cultivado tesoros de personas, tesoros de esperanza, pasión por el bien posible, por la sonrisa posible, por el amor posible, un mundo que sea lo mejor posible.
Nuestra vida está viva cuando tiene un tesoro por el que valga la pena levantarse con alegría casa mañana, en una gloriosa emigración hacia la vida, hacia Aquel que se llama Amor, hacia mi Dios que es pastor de constelaciones y de corazones.

Francisco Fernández-Carvajal
Hablar con Dios
11ª Semana. Viernes
DONDE ESTÁ TU CORAZóN
— La familia, «el primer ambiente apto para sembrar la semilla del Evangelio».
— Delicada atención hacia las personas que Dios ha puesto a nuestro cuidado.
— Dedicarles el tiempo necesario, que está por encima de otros intereses. La oración en familia.
I. Nos aconseja el Señor que no amontonemos tesoros en la tierra, porque duran poco y son inseguros y frágiles: la polilla y la herrumbre los corroen, o bien los ladrones socavan y los roban1. Por mucho que lográramos acumular durante una vida, no vale la pena. Ninguna cosa de la tierra merece que pongamos en ella el corazón de un modo absoluto. El corazón está hecho para Dios y, en Dios, para todas las cosas nobles de la tierra. A todos nos es muy útil preguntarnos con cierta frecuencia: ¿en qué tengo yo puesto el corazón?, ¿cuál es mi tesoro?, ¿en qué pienso de modo habitual?, ¿cuál es el centro de mis preocupaciones más íntimas?... ¿Es Dios, presente en el Sagrario quizá a poca distancia de donde vivo o de la oficina en la que trabajo? O, por el contrario, ¿son los negocios, el estudio, el trabajo, lo que ocupa el primer plano..., o los egoísmos insatisfechos, el afán de tener más? Muchos hombres y mujeres, si se respondieran con sinceridad, quizá encontrarían una respuesta muy dura: pienso en mí, solo en mí, y en las cosas y personas en cuanto hacen referencia a mis propios intereses. Pero nosotros queremos tener puesto el corazón en Dios, en la misión que de Él hemos recibido, y en las personas y cosas por Dios. Jesús, con una sabiduría infinita, nos dice: Amontonad tesoros en el Cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón.
Nuestro corazón está puesto en el Señor, porque Él es el tesoro, de modo absoluto y real. Y no lo es la salud, ni el prestigio, ni el bienestar... Solo Cristo. Y por Él, de modo ordenado, los demás quehaceres nobles de un cristiano corriente que está vocacionalmente metido en el mundo. De modo particular, el Señor quiere que pongamos el corazón en las personas de la familia humana o sobrenatural que tengamos, que son, de ordinario, a quienes en primer lugar hemos de llevar a Dios, y la primera realidad que debemos santificar.
La preocupación por los demás ayuda al hombre a salir de su egoísmo, a ganar en generosidad, a encontrar la alegría verdadera. El que se sabe llamado por el Señor a seguirle de cerca no se considera ya a sí mismo como el centro del universo, porque ha encontrado a muchos a quienes servir, en los que ve a Cristo necesitado2.
El ejemplo de los padres en el hogar, o de los hermanos, es en muchas ocasiones definitivo para los demás miembros, que aprenden a ver el mundo desde un entorno cristiano. Es de tal importancia la familia, por voluntad divina, que en ella «tiene su principio la acción evangelizadora de la Iglesia»3. Ella «es el primer ambiente apto para sembrar la semilla del Evangelio y donde padres e hijos, como células vivas, van asimilando el ideal cristiano del servicio a Dios y a los hermanos»4. Es un lugar espléndido de apostolado. Examinemos hoy si es así nuestra familia, si somos levadura que día a día va transformando, poco a poco, a quienes viven con nosotros. Si pedimos frecuentemente al Señor la vocación de los hijos o de los hermanos –o incluso de nuestros padres– a una entrega plena a Dios: la gracia más grande que el Señor les puede dar, el verdadero tesoro que muchos pueden encontrar.
II. Donde está el propio tesoro, allí están el amor, la entrega, los mejores sacrificios. Por eso debemos valorar mucho la particular llamada que cada uno ha recibido, y las personas con las que convivimos, que son beneficiarias inmediatas de ese tesoro nuestro, porque difícilmente se quiere lo que consideramos de escaso valor. Y el Señor no querría una caridad que no cuidara en primer lugar a quienes Él ha puesto –por lazos de sangre o por un vínculo sobrenatural– a nuestro cuidado, porque no sería ordenada y verdadera.
La familia es la pieza más importante de la sociedad, donde Dios tiene su más firme apoyo. Y, quizá, la más atacada desde todos los frentes: sistemas de impuestos que ignoran el valor de la familia, determinadas políticas educativas, materialismo y hedonismo que tratan de fomentar una concepción familiar antinatalista, falso sentido de la libertad y de independencia, programas sociales que no favorecen que las madres puedan dedicar el tiempo necesario a los hijos... En numerosos lugares, principios tan elementales como el derecho de los padres a la educación de los hijos han sido olvidados por muchos ciudadanos que, ante el poder del Estado, acaban por acostumbrarse a su intervencionismo excesivo, renunciando al deber de ejercer un derecho que es irrenunciable. A veces, y debido en parte a esas inhibiciones, se imponen tipos de enseñanza orientados por una visión materialista del hombre: líneas pedagógicas y didácticas, textos, esquemas, programas y material escolar que orillan intencionadamente la naturaleza espiritual del alma humana.
Los padres han de ser conscientes de que ningún poder terreno puede eximirles de esta responsabilidad, que les ha sido dada por Dios en relación con sus hijos. Y todos hemos recibido del Señor, de distintas formas, el cuidado de otros: el sacerdote, las almas que tiene encomendadas; el maestro, sus alumnos; y lo mismo tantas otras personas sobre quienes haya recaído una tarea de formación espiritual. Nadie responderá por nosotros ante Dios cuando nos dirija la pregunta: ¿Dónde están los que te di? Que cada uno podamos responder: No he perdido a ninguno de los que me diste5, porque supimos poner, Señor, con tu gracia, medios ordinarios y extraordinarios para que ninguno se extraviara.
Todos debemos poder decir en relación a quienes se nos han confiado: Cor meum vigilat: Mi corazón está vigilante. Es la inscripción ante una de las muchas imágenes de la Virgen de la ciudad de Roma. Vigilantes nos quiere el Señor ante todos, pero en primer lugar ante los nuestros, ante los que Él nos confió.
Dios pide un amor atento, un amor capaz de percibir que quizá uno descuida sus deberes para con Dios, y entonces se le ayuda con cariño; o que está triste y aislado de los demás, y se tienen con él más atenciones; o se facilita a otro acercarse al confesonario, con cariño, amablemente, insistiendo cuando sea oportuno... Un corazón vigilante para percibir si en el ambiente familiar se van introduciendo modos de proceder que desdicen de un hogar cristiano, si en la televisión se ven programas sin seleccionar o con demasiada frecuencia, si se habla poco de temas comunes, si no hay un clima de laboriosidad o falta preocupación por los otros... Y sin enfados, dando ejemplo, con oración, con más detalles de cariño, pidiendo a San José vivir la fortaleza y la constancia, llenas de caridad y de cariño humano. Y si uno cae enfermo todos se desviven, porque hemos aprendido que los enfermos son los predilectos de Dios, y en ese momento la persona que sufre es el tesoro de la casa, y se le ayuda a ofrecer su enfermedad, a rezar alguna oración, y se procura que padezca lo menos posible, porque el cariño quita el dolor o lo alivia; al menos, es un dolor distinto.
III. Pensemos hoy en nuestra oración si la familia y las personas a nuestro cargo y cuidado ocupan el lugar querido por Dios, si el nuestro es para ellos un corazón que vigila. ¡Ese, junto a la propia vocación, sí que es un tesoro que dura hasta la vida eterna! Otros tesoros que nos parecieron importantes quizá encontremos un día que la falta de rectitud de intención los convirtió en herrumbre y en orín, o que eran falsos tesoros, o de menor cuantía.
Vida familiar significa en muchos casos tener tiempo los unos para los otros: celebrar fiestas de familia, hablar, escuchar, comprender, rezar juntos... No basta con tener un cariño latente y genérico, sino que hay que hacerlo crecer: es necesario empeño y oración, ejercicio de las virtudes humanas y olvido de uno mismo. No es ocioso que nos preguntemos: ¿para qué –o para quién– vivo yo?, ¿qué intereses llenan mi corazón?
Ahora, cuando parece que los ataques a la familia se han multiplicado, el mejor modo de defenderla es el cariño humano verdadero –contando con los defectos propios y ajenos– y hacer presente a Dios gratamente en el hogar: la bendición de la mesa, el rezar con los hijos más pequeños las oraciones de la noche..., leer con los mayores algún versículo del Evangelio, rezar por los difuntos alguna oración breve, por las intenciones de la familia y del Papa..., y el Santo Rosario, la oración que los Romanos Pontífices tanto han recomendado que se rece en familia y que tantas gracias lleva consigo. Alguna vez se puede rezar durante un viaje, o en un momento que se acomoda al horario familiar..., y no siempre tiene que ser iniciativa de la madre o de la abuela: el padre o los hijos mayores pueden prestar una colaboración inestimable en esta grata tarea. Muchas familias han conservado la saludable costumbre de ir juntos los domingos a Misa.
No es necesario que sean numerosas las prácticas de piedad en la familia, pero sería poco natural que no se realizara ninguna en un hogar en el que todos, o casi todos, se profesan creyentes. No tendría mucho sentido que individualmente se consideren buenos creyentes y que ello no se refleje en la vida familiar. Se ha dicho que a los padres que saben rezar con sus hijos les resulta más fácil encontrar el camino que lleva hasta su corazón. Y estos jamás olvidan las ayudas de sus padres para rezar, para acudir a la Virgen en todas las situaciones. ¡Cuántos habrán hallado la puerta del Cielo gracias a las oraciones que aprendieron de labios de su madre, de la abuela o de la hermana mayor!
Y unidos así, con un cariño grande y con una fe recia, se resisten mejor y con eficacia los ataques de fuera. Y si alguna vez llega el dolor o la enfermedad, se lleva mejor entre todos, y es ocasión de una mayor unión y de una fe más honda. La Virgen, nuestra Madre, nos enseñará que el tesoro lo tenemos en la llamada del Señor, con todo lo que ella implica, y en la propia casa, en el propio hogar, en las personas que Dios ha querido vincular de diversos modos a nuestra vida.
Dentro del Corazón de Jesús encontraremos infinitos tesoros de amor6. Procuremos que nuestro corazón se asemeje al Suyo.