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Mons. Aguer sobre la liturgia: exactitud, solemnidad, belleza

La liturgia: exactitud, solemnidad, belleza.

La liturgia es una dimensión esencial de la vida de la Iglesia; es así desde sus comienzos hasta la actualidad. Señalo dos momentos modernos constitutivos: el Concilio de Trento y la obra de San Pío V y el Vaticano II y las decisiones consecuentes de San Pablo VI. Los grandes Concilios teológicos y cristológicos han servido de orientación ortodoxa del culto divino. Pienso, especialmente, en Nicea (325) y Éfeso (431). El culto consiste en la aplicación y vivencia de los misterios de la Fe; el culto divino es una re–presentación sacramental de la Pasión y la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y de la obra de la redención. El centro de esta experiencia objetiva del Misterio es la Eucaristía: “Hagan esto en memoria mía”, ha dicho el Señor. La predicación del Evangelio y la celebración eucarística van realizando en el tiempo la obra de la salvación y difunden el Misterio de la Trinidad.
Las formas litúrgicas se diversificaron en los ritos de Oriente y Occidente conservando siempre la realidad esencial; en el rito se verifica lo que éste re-presenta: es el sacramento de la entrega de Cristo al Padre desplegando la acción del Espíritu Santo. El latín sacramentum equivale al griego mysterion. Eso es la liturgia, es decir la leiturgía: culto de Dios que participa en el culto realizado por el Verbo Encarnado, en su ofrenda, realizada en el Sacrificio de la Cruz, que puede hacerse presente en la celebración litúrgica porque Jesús resucitó y ascendió al cielo, donde el hombre Jesucristo, que es personalmente Dios, ofrece al Padre el Sacrificio eterno porque Él es el Sumo y Eterno Sacerdote. La ekklesía es convocada para incorporarse a la entrega del Señor, a través de la cual continúa comunicando la gracia de la redención.
La apretada síntesis que precede define lo que es la liturgia, cuyas cualidades esenciales son la exactitud, la solemnidad y la belleza, dotes constitutivas que la Iglesia ha recibido en herencia y cuida y actualiza en los diversos ritos desplegados en el tiempo y el espacio: hay una historia de la liturgia que registra la evolución de los diversos ritos.
Exactitud. El rito debe ser seguido sin menoscabo alguno. El arte de la celebración consiste en que el propósito subjetivo se encarne en la objetividad del rito, lo cual muestra la insondable riqueza de la vida eclesial que se expresa en el rito eucarístico; toda interpretación y cambio de las expresiones rituales por palabras inventadas por el celebrante hace de la celebración algo privado, individualista, ajeno a lo transmitido por la historia de la Tradición; traiciona el mandato del Señor que la Iglesia ha recibido y cumplido en memoria suya. Desgraciadamente este defecto se ha tornado un vicio muy común; lo mismo se debe decir del equívoco sobre el carácter festivo de la celebración litúrgica y la consiguiente adopción de las formas de un festejo profano, como los aplausos y la soltura de movimientos que son propios de otras circunstancias. Muchas personas han aceptado esto por necesidad y rutina, pero amplios sectores de jóvenes, en diversas partes del mundo, han descubierto el valor de la Tradición y la posibilidad de adoptar el rito (preconciliar), que durante siglos fue el vivido por los fieles católicos. Esta realidad incomoda al progresismo encarnado en Roma; que ve, perplejo, que pese a los múltiples obstáculos que pone en su camino, más crece. Se ha corrido la voz de que próximamente se descolgaría con la casi total prohibición de la Misa Tradicional, lo cual sería una arbitrariedad y expresión de derrota de la línea adoptada por el pontificado del Papa Bergoglio.
Solemnidad. Es una dote intrínseca de la liturgia que por eso se deja ver aún en las celebraciones cotidianas de la misa, en el porte y ademanes del celebrante, pero sobre todo en la ocasión dominical y en las fiestas. Durante veinte años, como Arzobispo de La Plata, he celebrado en la magnífica Catedral, con diácono y monaguillos, dejando ver la diferencia respecto de una liturgia doméstica. Todo el contexto expresa el reflejo de la grandeza celestial y la magnificencia de Dios, a quien se dirige el culto. Los fieles que habitualmente asistían a los ritos presididos por el sucesor de los apóstoles percibían esa grandeza y participaban de ella uniéndose a los cantos y oraciones. No se trata de una gestualidad exterior, simplemente, sino de una participación espiritual, de una elevación del alma a Dios.
Belleza. Es propia de la liturgia, y se deja ver en las celebraciones solemnes de la Eucaristía, en primer lugar, del entorno: el templo, los adornos –flores y cirios- pero sobre todo en los ritos, en la lengua utilizada y la composición de los textos, en el canto, del que hay una tradición en ritmo y melodía; pienso en el canto gregoriano, pero también en la obra de grandes compositores como Bach y Mozart. El Papa Benedicto XVI, en numerosos pasajes de su teología litúrgica ha volcado su saber musical y su experiencia. La belleza, al igual que la solemnidad es un valor esencial del rito, lo cual vale tanto para el sobrio rito latino como para los varios ritos orientales. Hay que reconocer que la penuria se ha apoderado de esta realidad eclesial, difundiendo la vulgaridad y la fealdad. Se hace desear una verdadera restauración. La belleza litúrgica deja entrever la belleza misma de Dios, que es Verdad, Bien y Belleza. Los hombres debemos ser educados en la percepción de esta realidad que nos resulta connatural; se la posee misteriosamente, pero se la descubre y cultiva. En la liturgia bellamente realizada, la gratuidad lo permite desde la infancia; pienso en los jóvenes monaguillos, que se ejercitan casi sin argumentación alguna y se habitúan al trato con la belleza divina. Todos los fieles pueden entrar en ese despliegue objetivo que constituye un verdadero arte.

+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata.

Buenos Aires, miércoles 10 de julio de 2024. -