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Secuestro de representatividad

Fray Nelson, el 16.10.16 a las 5:27 AM

El concepto

En el sistema de gobierno democrático pocas palabras pueden competir en importancia con el verbo “representar” y sus derivados. La razón por la que unos líderes acceden a cuotas de poder mayores que los demás ciudadanos, ya se trate de lo ejecutivo, lo legislativo o lo judicial, es porque se supone que representan a sectores amplios o significativos de la sociedad. por eso todo político en sus cabales debe asegurarse de que sus electores se vean representados en él, o ella, según sea el caso.

El proceso para lograr la representatividad es complejo, diverso y cambiante: como un juego cuyas reglas se re-escriben a menudo. Uno puede decir con bastante fundamento que, en general, esas reglas tienden cada vez más a lo vano, lo externo, lo publicitario. Hay elecciones muy importantes en que el tono de voz, el peinado del candidato, la vestimenta o la gente con la que se toma fotografías tienen un peso absurdo y muy alto. Si conoce Usted la realidad española, imagine por ejemplo qué pasaría si Pablo Iglesias apareciera mañana dando declaraciones sin su famosa coleta, y más bien aderezado con una elegante corbata y saco de paño.

Lamentablemente la consecuencia que esto trae es que las destrezas requeridas por el juego democrático para acceder al poder no son necesariamente equivalentes a las destrezas requeridas para hacer un gobierno justo y orientado al bien del país. El resultado de este desfase de destrezas es que con bastante frecuencia llegan a la cima del poder retóricos o actores notablemente ineptos cuya única preocupación se condensa en esta pregunta: ¿Y ahora qué tengo que hacer / parecer / decir / declarar / gritar para seguir en el poder? Nada de extraño que el político camaleónico sea un especie de rabiosa reproducción en nuestros días.

Otra consecuencia de la hipertrofia de la representatividad es que los inevitables ataques entre facciones conllevan casi siempre un esfuerzo por transmitir al adversario este mensaje: “Usted NO representa a tal o cual sector de la sociedad…” Una frase tan breve, que a la mayoría de los seres humanos nos dejaría impávidos, supone una tortura mental espantosa para los que son políticos por su ADN, o porque no tuveron otra opción en la vida. Decirle a un político que no representa a una parte de la población es como maldecirlo, como arrancarle un brazo, como dejar al descubierto que finalmente es simplemente un ser humano.

Me vienen a la memoria varios ejemplos de esta clase de “improperios.” El 31 de agosto de 2016, en una de las largas series de discursos con motivo de los esfuerzos por formar gobierno en España, Mariano Rajoy, presidente en funciones, y Pablo Iglesias se envuelven en menuda trifulca por la representatividad, con estas palabras, que recoge la versión electrónica del periódico El Mundo:

Iglesias dijo que, afortunadamente, nadie dudaba de que Podemos y PP son “formaciones antagónicas” […] y empezó con su cantinela habitual sobre la gente.¡Viva la gente! La hay donde quiera que vas. Incluso en el PP, como bien le contestó Rajoy: “¿Hay alguien en esta Cámara, además de usted y sus correligionarios, que tenga algo bueno? ¿Todos los que no le gustan a usted son malos? A ustedes les votan los jóvenes, los catedráticos… Al PP, según usted, nos votan los ricos y algún despistado. Ustedes no tienen el monopolio de la gente".

No soy entusiasta de Rajoy. Ni de lejos. Pero su respuesta es ejemplo de libro de lo que significa golpear a un político, en este caso, a Iglesias, donde más le duele: “Ustedes no tienen el monopolio de la gente…”

El mismo periódico alude a otra anécdota semejante, esta vez en el debate entre Giscard D’Estaing y Mitterand, en 1974. El periódico El País recoge lo sucedido:

El primer debate en la historia de las presidenciales francesas tuvo lugar el 10 de mayo de 1974, cuando la tradición se había consolidado ya en América tras el legendario enfrentamiento entre Kennedy y Nixon. En aquella ocasión, Valéry Giscard D’Estaing y François Mitterand se sentaron frente a frente durante 1 hora y 40 minutos en un escenario entre pomposo y lúgubre. Los tiempos se medían con unos cronómetros semejantes a los de la Estación de Saint Lazare de París y los periodistas no tenían opción a hacer preguntas. De ese duelo queda una frase histórica para la política francesa. Cuando parecía que Mitterrand se llevaba el gato al agua en el debate, Giscard D’Estaing le dijo: “Señor Mitterrand, usted no tiene el monopolio del corazón". La leyenda dice que esa frase hizo mucho por la victoria del candidato conservador.

Panorama eclesial

Sería fascinante recoger más anécdotas como las ya mencionadas pero el propósito de este artículo va en otra dirección. Conviene examinar los secuestros de representatividad que se han presentado en tiempos recientes en la Santa Iglesia.

Recuerdo algo que me sucedió cuando empezaba mi doctorado de teología en Milltown Institute, en Dublín. De modo espontáneo, y con la mejor buena intención, pienso, mis profesores hacían dos suposiciones sobre mí: (1) “Este es latinoamericano; de la teología sólo debe interesarle el tema de la pobreza"; (2) “En Latinoamérica los que trabajan el tema de la pobreza son los de la Teología de la Liberación.”

De esas dos premisas provino que un número importante de ellos pensaran automáticamente que mi tesis iba a ir en la línea de la Teología de la Liberación, probablemente en los escritos de un Jon Sobrino o de un Leonardo Boff. Recuerdo bien sus caras de perplejidad cuando les decía que mi interés actual era el problema de la unidad sustancial del alma humana según el planteamiento de Santo Tomás. Al final, mi tema cambió bastante pero la anécdota muestra hasta qué punto ellos consideraban que la Teología de la Liberación tenía por lo menos dos “monopolios": el de la teología y el de los pobres.

Los intentos de secuestrar el Concilio Vaticano II son cada vez más frecuentes y descarados: a nombre de algo llamado “el espíritu del Concilio” se niegan de un plumazo las afirmaciones centrales de sus documentos para imponer una hermenéutica que supuestamente representaría lo que de verdad, de verdad, quiso el Concilio.

Otros han secuestrado a San Juan XXIII. Así por ejemplo, han tomado su nombre para una Asociación de Teólogos que no representa ni de lejos la vida, la doctrina y la espiritualidad del Papa Bueno. Los que hemos intentado recordar cosas desagradables para esta Asociación, como el entusiasmo apasionado de Juan XXIII por el latín somos despachados sumariamente como gente que no ha entendido al “verdadero” Juan XXIII. es decir: se han auto-nombrado sus representantes.

Con Monseñor Oscar Romero, recientemente beatificado, ha pasado algo muy semejante: los de la Teología de la Liberación lo tenían ya canonizado hace tiempo, pero a su modo, léase: como profeta latinoamericano que se alzó en solitario contra un gobierno oligárquico y perverso, y por eso fue asesinado. El hecho de que este mismo obispo se haya opuesto férreamente, como debe hacerlo todo católico, al aborto es cosa que suele silenciarse, quizás porque los grupos de izquierda llevan diciendo demasiados años que es parte de la “liberación” de la mujer que pueda abortar a discreción.

La lista de las representatividades secuestradas es larga en la Iglesia: he conocido carismáticos (y atención, que yo le debo muchísimo a la Renovación Carismática Católica), que consideran tener poco menos que el monopolio del Espíritu Santo. Y hay neocatecúmenos que dudan de una conversión si no ha sucedido en el esquema del Camino. Y hay amantes de la liturgia tradicional que consideran tener el monopolio de toda liturgia, de modo que quien no celebre con el Vetus ordo, que no espere más que “rite probatum.”

Un caso de particular interés es el que tiene que ver con la misericordia. Se ha insistido tanto últimamente en las obras de misericordia corporales que pocos parecen valorar suficientemente lo que implica orar por los difuntos, atender confesiones, dar consejos oportunos y muchas veces arduos… lo que fascina a los medios son las fotos: cajas y cajas de mercados repartidos; frazadas para los pobres; viviendas para los refugiados ¿No es esto también situarse en el borde o más allá de un secuestro de representatividad? ¿Por qué habría que pensar que sólo quienes realizan tales obras son los verdaderos misericordiosos?

La cuestión se vuelve aguda, hasta el punto de confrontación, cuando se piensa en la evangelización explícita. Me he encontrado con que muchos católicos, sobre todo europeos, consideran que el servicio de “caridad” no debería incluir ninguna forma de evangelización: como que la “pureza” de la intención caritativa se contaminara por el hecho de añadir un mensaje expresamente confesional. Según esta lógica, dar pan a los pobres es bueno; pero conducirlos a descubrir el Pan del Cielo o a reconocer en Jesucristo la plenitud de todo anhelo humano ya sería proselitismo, capillismo, o el nombre que se le quiera dar. ¡Hasta ese punto hemos llegado!

Los orígenes del “buenismo”

Vemos que el deseo de llegar, como sea, a todos, de representarlos a todos, y en cierto sentido: de recibir el apoyo de todos, puede causar daños serios a la obra de la evangelización, y por consiguiente, al ser mismo de la Iglesia, que, en palabras del beato Pablo VI, “existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa” (Evangelii nuntiandi, 14).

En efecto, un deseo apresurado de representar a todas las culturas y todas las naciones lleva como espontáneamente a disimular las aristas más propias del mensaje cristiano y católico. Puesto que es problemático hablar de la Cruz con los musulmanes, entonces busquemos de qué se puede hablar que no nos distancie. Al repetir esta estrategia con otros sectores sociales, el énfasis, una y otra vez, se pone en qué nos une mientras se dejan aplazados o en la penumbra los temas que nos separan. Suena como una aproximación pastoral respetuosa y pacífica pero tiene un muy grave inconveniente.

En efecto, por el camino irenista de “miremos sólo lo que nos une” la fe se va reduciendo a una serie de postulados abstractos, nacidos puramente del consenso o del sentido común, y por lo mismo, ajenos al Evangelio y sobre todo desconectados de la oferta infinita de gracia que está en la muerte redentora en la Cruz, y en el Don del Espíritu Santo. O dicho más breve: quedamos todos matriculados en un “buenismo” filantrópico que hace en realidad superflua a la misma fe. Es decir: suicidio. No es metáfora. Es la imagen deprimente del cristianismo en buena parte del llamado “Primer Mundo.”

Por supuesto, la iniciativa “buenista” encuentra oídos fascinados y muchas manos de apoyo en el mundo contemporáneo. Es el tipo de cristianismo que se adaptará a lo que se le ponga por delante; es el tipo de creyente que dará su aporte a la sociedad sin cambiar la hoja de ruta de quienes tienen muy claro hacia dónde quieren que vaya la humanidad. El nombre de ese punto de llegada es “Nuevo Orden Mundial.” ¿Su aspiración básica? Desarticular, neutralizar y en lo posible eliminar toda instancia intermedia entre el estado (o el Gobierno Mundial mismo) y el individuo. Es decir: que la gente no tenga más verdad que la que se le diga, ni más felicidad que la que se le vende, ni más libertad que la que se le controle minuciosamente.

Hay que ser muy precavidos y despiertos porque una mal entendida representatividad de la Iglesia, como si Ella tuviera que pedir o lograr ante todo el aval del mundo, es un instrumento de descenso a un fango anónimo, buenista, domesticado, infinitamente miserable y pronto al suicidio–convertido además en un nuevo “derecho.”

La ONU: un estudio de caso

De modo dramático la Historia ha demostrado que, cuando la fe no ocupa un lugar central y esencial en una organización, pronto se convierte en un obstáculo que al principio se tolera, aunque con incomodidad, y luego se ridiculiza, se margina, se proscribe, para finalmente ser perseguido.

La Organización de Naciones Unidas (ONU), fue vista por la Iglesia, en su momento, como una esperanza de la civilización por encima de las fuerzas destructoras de la guerra y del caos. Sólo puede hablarse de optimismo en las palabras de San Juan XXIII en el número 145 de Pacem in terris (1963):

Deseamos, pues, vehementemente que la Organización de las Naciones Unidas pueda ir acomodando cada vez mejor sus estructuras y medios a la amplitud y nobleza de sus objetivos. ¡Ojalá llegue pronto el tiempo en que esta Organización pueda garantizar con eficacia los derechos del hombre!, derechos que, por brotar inmediatamente de la dignidad de la persona humana, son universales, inviolables e inmutables.

El Beato Pablo VI, sucesor del Papa Bueno, utilizaba un tono aún más elogioso, por ejemplo en el n. 3 de su famoso discurso a la Asamblea General de la ONU, el 4 de octubre de 1965:

Nuestro mensaje desea ser ante todo una ratificación moral y solemne de esta augusta Organización. Este mensaje nace de nuestra experiencia histórica. Es como “experto en humanidad” que aportamos a esta Organización el sufragio de nuestros últimos predecesores el de todo el episcopado católico y el nuestro, convencidos como estamos de que esta Organización representa el camino obligado de la civilización moderna y de la paz mundial.

San Juan Pablo II inicia así su propio discurso, 30 años después de su predecesor:

Es un honor para mí tomar la palabra en esta Asamblea de los pueblos, para celebrar con los hombres y mujeres de todos los países, razas, lenguas y culturas, los cincuenta años de la fundación de la Organización de las Naciones Unidas. Soy plenamente consciente de que, hablando a esta respetable Asamblea, tengo la oportunidad de dirigirme, en cierto sentido, a toda la familia de los pueblos de la tierra. Mi palabra, que quiere ser signo de la estima y del interés de la Sede Apostólica y de la Iglesia Católica por esta Institución, se une de buen grado a la voz de quienes ven en la ONU la esperanza de un futuro mejor para la sociedad de los hombres.

Benedicto XVI ya usa un tono más precavido o reflexivo en su discurso del 18 de abril de 2008:

Señoras y Señores, con el transcurrir de la historia surgen situaciones nuevas y se intenta conectarlas a nuevos derechos. El discernimiento, es decir, la capacidad de distinguir el bien del mal, se hace más esencial en el contexto de exigencias que conciernen a la vida misma y al comportamiento de las personas, de las comunidades y de los pueblos. Al afrontar el tema de los derechos, puesto que en él están implicadas situaciones importantes y realidades profundas, el discernimiento es al mismo tiempo una virtud indispensable y fructuosa.

En sus palabras se perciben las amenazas ya muy claras de un humanismo puramente horizontal; por eso dice, hacia la parte final:

Las Naciones Unidas siguen siendo un lugar privilegiado en el que la Iglesia está comprometida a llevar su propia experiencia “en humanidad”, desarrollada a lo largo de los siglos entre pueblos de toda raza y cultura, y a ponerla a disposición de todos los miembros de la comunidad internacional.

Esta experiencia y actividad, orientadas a obtener la libertad para todo creyente, intentan aumentar también la protección que se ofrece a los derechos de la persona. Dichos derechos están basados y plasmados en la naturaleza trascendente de la persona, que permite a hombres y mujeres recorrer su camino de fe y su búsqueda de Dios en este mundo. El reconocimiento de esta dimensión debe ser reforzado si queremos fomentar la esperanza de la humanidad en un mundo mejor, y crear condiciones propicias para la paz, el desarrollo, la cooperación y la garantía de los derechos de las generaciones futuras.

En efecto, el discernimiento hace mucha falta para que no se ahogue la libertad de conciencia, abiertamente despreciada o conculcada en tantas partes del mundo.

El Papa Francisco se ha dirigido también a la misma Asamblea General el 25 de septiembre de 2015. Además de mencionar temas relativamente nuevos como la ecología y los costos humanos del narcotráfico, pone el acento en el valor de toda vida humana–tema de complejo debate en la ONU cuando hay tantos grupos que quieren presentar el aborto como un derecho de la mujer.:

La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u otra estadística.

Lo cierto es que la ONU ha ido derivando de modo consistente hacia líneas irreconciliables con la fe católica. Ya se dijo: el aborto como “derecho,” pero también: imposición de la ideología de género, y de los llamados “nuevos modelos de familia,” que es un eufemismo para apoyar la unión entre personas del mismo sexo–sin que se sepa qué sigue después en la desintegración de la familia. Cuando uno recoge, así sea sumariamente, más de 50 años de textos de la Iglesia hacia la ONU es inevitable sacar conclusiones.

Conclusiones generales

1. Cese ya toda ingenuidad. Todo poder que no reconozca el señorío de Jesucristo verá a Cristo o como un instrumento o como un estorbo para sus propios fines. Nuestro lenguaje no tiene por qué ser agresivo pero conviene que sea mucho más crítico, mostrando por ejemplo, con más claridad, los temas en los que no estamos de acuerdo. La novedad cristiana puede causar escozor pero el escozor trae también conversiones.

2. El diálogo no es un fin en sí mismo: es un camino para pronunciar de modo inteligible la propuesta bendita del amor de Dios, como se nos ha dado en Jesucristo, y como la ha predicado la Iglesia desde sus primeros Apóstoles y la pléyade de sus mártires. Convivir en paz no es nuestro último ideal sino apenas el comienzo de nuestra tarea.

3. Por todo ello, nuestro primer esfuerzo no es que todos se sientan representados en nuestras palabras sino que nuestras palabras representen con fidelidad y caridad el mensaje y testimonio que hemos recibido del Señor. No permitiremos, pues, que ninguna expresión parcial se considere representante de nuestra fe pero tampoco consideraremos nuestra fe como obligada a representar al mundo en su estado presente.

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