Alelina
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La Santa Misa : Liturgia del Sacrificio

1. Prefacio
Da comienzo la tercera parte de la Misa con una oración magnífica llamada Prefacio y que va precedida con un diálogo introductorio entre el Ministro y el pueblo. Ello mismo le da un realce y debe llamarnos la atención. El Prefacio es una oración elegantemente redactada, llena de sentido
y enseñanza, profundamente dogmática y hasta poética en algunas ocasiones.
Varía según la celebración o la fiesta y si ponemos atención, quedamos perfectamente ubicados en la mentalidad de la Iglesia para la ocasión.

2. Santo, Santo, Santo
El Prefacio termina introduciéndonos al canto que entonaremos embelesados ante la Divina Majestad por los siglos de los siglos en la Gloria. La Iglesia desde ahora, en comunión con la Corte Celestial, alaba al que es el Santo de los Santos (Apocalipsis 4, 8-11; Isaías 6, 3).

3. Anáfora
Hasta antes del Concilio la Misa tenía una sola oración consecratoria llamada Canon Romano. S.S. San Pío V la aprobó para unificar distintas versiones usuales en su tiempo y evitar cuidadosamente infiltraciones y desviaciones venidas del protestantismo.
Con la Reforma Litúrgica actual, la Iglesia ha incorporado al Misal varias otras oraciones, llamadas Anáforas, para realizar la consagración de las especies sacramentales.

Tengamos presente ante las nuevas anáforas, dos hechos muy importantes: en primer lugar, algunas no son nuevas ni mucho menos; por el contrario, han sido rescatadas de antiguos misales
y son por lo tanto tradicionales; y en segundo lugar, recordemos que la Iglesia tiene todo el poder, dado por Nuestro Señor, de componer dichas anáforas. Después de todo, en la Ultima Cena, las palabras consagratorias empleadas por el Señor, son muy breves y el resto lo dejó Dios a su Iglesia.
Siendo fieles al relato de la Ultima Cena y empleando exactamente las mismas palabras de Nuestro Señor, las especies sacramentales quedan transubstanciadas en el Cuerpo y Sangre de Cristo lo que constituye la esencia misma de la Misa.

Misterium Fidei
La Consagración
Todas las anáforas nos llevan por distintos caminos a la Última Cena. Es el momento sublime sobre toda ponderación, en que el sacerdote oficiante deja de ser en cierto modo él mismo para consagrar
“in persona Christi” (personalmente, como Cristo, en persona de Cristo) el pan y el vino diciendo:

“Tomad y comed todos de él porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros. Tomad y bebed todos de él porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía.”

Haciendo presente por su ministerio, real y verdaderamente a Cristo el Señor, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. ¡Cristo, Dios y Hombre, se hace presente en cada altar de la Iglesia Católica! Suprimiendo con su todo poder las distancias y los tiempos, multiplica su Presencia Real en nuestros altares para consumar su Sacrificio hasta el fin de los tiempos.

La Elevación
Con toda razón decimos que este hecho es un
“Misterium Fidei”: un misterio de FE. En contra de todas las apariencias, tan solo por la fe sin discusiones que la Iglesia tiene en la Palabra del Señor, somos capaces de creer hecho tan prodigioso. A la entrega total, absoluta, radical de Dios Encarnado a los hombres, corresponde una Fe no menos total, absoluta y radical. ¡No podía ser de otra manera!

Cristo está en nuestros altares realmente presente y realmente muerto. Signo eficaz de la muerte redentora de Cristo, es la CONSAGRACIÓN por separado del Cuerpo y la Sangre. Así como en el Calvario, Jesús murió, al derramar su Sangre, así está muerto por nosotros en el altar. Cada altar católico en el mundo entero, es un Calvario en donde se sacrifica a la única Víctima capaz de
“perdonar el pecado del mundo”. Toda la fuerza redentora del sacrificio de la cruz, está Presente en el altar, salvando permanentemente a la humanidad pecadora.

Si en el Ofertorio no teníamos otra cosa que ofrecer al Padre sino un poco de pan y vino y nuestras pobres buenas obras, ahora la Iglesia tiene por fin
“al Cordero de Dios” que se ofrece a Sí mismo y a quien ofrecernos inmediatamente después de la Consagración. Y además, nos ofrecemos a nosotros mismos junto con la Víctima Divina, completando en nosotros, Cuerpo Místico del Señor, los sufrimientos de Jesucristo. Toda la Iglesia es sacerdotal y toda la Iglesia es víctima con Cristo el Señor.

Todas las anáforas terminan espléndidamente con una pequeña elevación de nuestra Víctima hacia Dios Padre, acompañando el gesto oferente con las palabras
“Por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.”

Podríamos decir que esta oración, es el resumen de toda la Misa, es por el hecho prodigioso de que Jesús está presente en nuestros altares que podemos dar al Padre Eterno, por el Espíritu Santo, la gloria que se merece. Y la Iglesia se atreve, con la seguridad que le da la FE a proclamar que esto repercutirá “por los siglos de los siglos”. A estas palabras eminentemente sacerdotales, el pueblo fiel responde con el Amén más solemne de la Misa, que debe resonar vibrantemente, con la fuerza de un pueblo que se sabe salvado por Cristo Jesús, capaz de adorar al Padre Eterno con toda propiedad porque en la Eucaristía, y solo en Ella, Cristo con su Iglesia es quien rinde honores al Padre de todos, en el Espíritu Santo.