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RECUERDOS DEL PILAR. Por San Josemaria Escrivá de Balaguer (Artículo publicado en El Noticiero, Zaragoza, 11-X-1970) La Virgen es nuestra Madre. Una verdad que he tratado de hacer mía, que he predicado …Más
RECUERDOS DEL PILAR.

Por San Josemaria Escrivá de Balaguer
(Artículo publicado en El Noticiero, Zaragoza, 11-X-1970)

La Virgen es nuestra Madre. Una verdad que he tratado de hacer mía, que he predicado de continuo y que todo católico ha oído y repetido mil veces, hasta colocarla muy en lo íntimo del corazón, y asimilarla de una manera personal y vivida.

Cada cristiano puede, echando la vista hacia atrás, reconstruir la historia de sus relaciones con la Madre del Cielo. Una historia en la que hay fechas, personas y lugares concretos, favores que reconocemos como venidos de Nuestra Señora, y encuentros cargados de un especial sabor. Nos damos cuenta de que el amor que Dios nos manifiesta a través de María, tiene toda la hondura de lo divino y, a la vez, la familiaridad y el calor propios de lo humano.

Mi devoción a la Virgen del Pilar me ha acompañado siempre: mis padres, con su piedad de aragoneses, la inculcaron en mi alma desde niño. Ahora, al pensar en Santa María, vuelven a mi cabeza tantos ratos de oración y tantos sucesos, pequeños en apariencia; grandes, si se ven con ojos de amor. Durante el tiempo que pasé en Zaragoza haciendo mis estudios sacerdotales, mientras frecuentaba las aulas de la Facultad de Derecho Civil, mis visitas al Pilar eran por lo menos diarias.

Como tenía buena amistad con varios de los clérigos que cuidaban la Basílica, pude un día quedarme en la iglesia después de cerradas las puertas. Me dirigí hacia la Virgen, con la complicidad de uno de aquellos buenos sacerdotes ya difunto, subí las pocas escaleras que tan bien conocen los infanticos y, acercándome, besé la imagen de Nuestra Madre. Sabía que no era esa la costumbre, que besar el manto se permitía exclusivamente a los niños y a las autoridades: entonces, cuando el Cardenal Soldevila ya me había nombrado Director del viejo y queridísimo seminario de San Francisco, no había recibido ni las órdenes menores, sólo la tonsura.

Sin embargo, estaba y estoy seguro de que, a mi Madre del Pilar, le dio alegría que me saltara por una vez los usos establecidos en su catedral. Más tarde, corría el mes de marzo de 1925, en la Santa Capilla ante un puñado de personas, celebré sin ruido mi primera Misa.

Después, en 1966, tuve ocasión de repetir aquel gesto de amor a María. El señor arzobispo de Zaragoza -al que me une un cariño fraterno- me invitó a celebrar la misa en un pequeño oratorio del palacio arzobispal, donde hace tantos años recibí la tonsura. Concluida la acción de gracias, desayunamos juntos y me preguntó si me gustaría visitar con él el Pilar. Fuimos, y pude así besar de nuevo el manto y la imagen de mi Madre Santísima.

Cuando me aproximaba, uno de los infanticos intentó detenerme, diciendo: no se puede. Sonreí y repliqué: el señor arzobispo dice que puedo. Y señalé al Prelado, que tranquilizó al niño con un gesto afirmativo. Entonces, el chico me dejó paso, y se apresuró a colocar un cojín para que pudiera arrodillarse con comodidad el arzobispo. Son sólo pequeñas pinceladas marianas, que me gusta revivir con cariño de hijo.

Porque, aunque materialmente me encuentre lejos de allí, no se irán nunca de mi memoria ni el Pilar ni la Madre de Dios del Pilar. La sigo tratando con amor filial. Con la misma fe con que la invocaba por aquellos tiempos, en torno a los años veinte, cuando el Señor me hacía barruntar lo que esperaba de mí: con esa misma fe la invoco ahora.

Si en ocasiones se presentan sucesos desabridos, duros, injustos o de cualquier otra manera desagradables -salpicaduras de cieno, que un cristiano no remueve-, se me convierten en flores hermosas, que con el corazón pongo ante ese Pilar sagrado, como cantamos los aragoneses, y digo: Señora, te ofrezco también esto.

Bajo su protección, continúo siempre contento y seguro. Para eso quiere Dios que nos acerquemos al Pilar: para que, al sentirnos reconfortados por la comprensión, el cariño y el poder de nuestra Madre, aumente nuestra fe, se asegure nuestra esperanza, sea más viva nuestra preocupación por servir con amor a todas las almas. Y podamos, con alegría y con fuerzas nuevas, entregarnos al servicio de los demás, santificar nuestro trabajo y nuestra vida: en una palabra, hacer divinos todos los caminos de la tierra.