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San Josemaria escribe sobre la Virgen del Pilar. Por San Josemaria Escrivá de Balaguer LA VIRGEN DEL PILAR (Artículo publicado en Libro de Aragón, por la Caja de Ahorros Municipal de Zaragoza, Aragón …Más
San Josemaria escribe sobre la Virgen del Pilar.

Por San Josemaria Escrivá de Balaguer

LA VIRGEN DEL PILAR
(Artículo publicado en Libro de Aragón, por la Caja de Ahorros Municipal de Zaragoza, Aragón y Rioja, 1976)

La teología ha ideado en los siglos pasados una sentencia que resume el amor de los cristianos a la Madre de Dios: “de Maria, nunquam satis”, nunca podremos excedernos en hablar y escribir sobre la dignidad de la que dio su carne y su sangre a la Segunda Persona de la Trinidad Santísima. Hago mía una vez más esa expresión, mientras redacto estas páginas sobre la Virgen del Pilar.
Los temas se acumulan en el corazón y en la memoria. Por un lado, la historia de una maravillosa advocación mariana, tan ligada al inicio de la evangelización de España; los milagros realizados en la tierra aragonesa por las manos de María; la maternal protección de Nuestra Señora a todos los que han acudido y acuden, desde el mundo entero, a este santuario de la misericordia divina. Por otro lado, mis recuerdos personales.
La devoción a la Virgen del Pilar comienza en mi vida, desde que con su piedad de aragoneses la infundieron mis padres en el alma de cada uno de sus hijos. Más tarde, durante mis estudios sacerdotales, y también cuando cursé la carrera de Derecho en la Universidad de Zaragoza, mis visitas al Pilar eran diarias. En marzo de 1925 celebré mi primera Misa en la Santa Capilla. A una sencilla imagen de la Virgen del Pilar confiaba yo por aquellos años mi oración, para que el Señor me concediera entender lo que ya barruntaba mi alma. Domina! -le decía con términos latinos, no precisamente clásicos, pero sí embellecidos por el cariño-, ut sit!, que sea de mí lo que Dios quiere que sea.
He tenido luego muchas pruebas palpables de la ayuda de la Madre de Dios: lo declaro abiertamente como un notario levanta acta, para dar testimonio, para que quede constancia de mi agradecimiento, para hacer fe de sucesos que no se hubieran verificado sin la gracia del Señor, que nos viene siempre por la intercesión de su Madre.
Pero no vamos a tratar ni de la historia de la advocación a la Virgen del Pilar -conocida por todos, constantemente relatada, transmitida por siglos de padres a hijos-, ni de mis recuerdos personales. Me gusta vivir ese buen pudor que reserva las cosas profundas del alma a la intimidad entre el hombre y su Padre Dios, entre el niño que ha de intentar ser todo cristiano y la Madre que lo aprieta siempre en sus brazos. Desearía, en cambio, que estas manifestaciones mías sobre la Virgen del Pilar fueran una ocasión para que considerásemos algunos puntos de la fe de la Iglesia sobre María, y algunas de las devociones con las que el pueblo fiel la ha honrado a lo largo de los tiempos, y la sigue honrando con cariño filial.
María se llama Madre de Dios porque Ella concibió y de Ella nació el Verbo hecho carne. Este dogma de la Maternidad divina de Nuestra Señora constituye la fuente y la raíz de los privilegios con que el Señor decidió adornarla. María es la Santa Virgen, antes del parto, en el parto y después del parto, como enseña el viejo y amadísimo catecismo de la doctrina cristiana. En Ella se cumplieron las proféticas palabras que el Espíritu Santo puso en boca de Isaías: una virgen concebirá y dará a luz un hijo, será su nombre Emmanuel.
Como preparación a ese portento, Nuestra Señora había sido preservada del pecado original y concebida Inmaculada. Es la llena de gracia, como la saludó San Gabriel. No sólo con muchas gracias, sino llena, con toda la gracia; por eso el Arcángel añade: Dominus tecum, el Señor está en ti, en ti todo el amor de Dios Padre, todo el fuego divino del Espíritu Santo; en ti toma carne el Verbo. En los misterios centrales de nuestra fe cristiana -la Santísima Trinidad, la Encarnación del Verbo y la Redención del género humano- participa María, criatura como nosotros, pero ensalzada por encima de los hombres y de los ángeles: más que Ella, sólo Dios.
El cuerpo purísimo de la Madre de Dios no quedó sujeto a la corrupción del sepulcro, ni hubo de esperar su glorificación hasta el fin del mundo. La Inmaculada Virgen, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.
La Iglesia define como dogmas de fe estas verdades fundamentales de la existencia de María: su Maternidad divina, su perpetua Virginidad, su Inmaculada Concepción, su Asunción a los Cielos. Y el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia propone también, a la fe de los cristianos, la doctrina sobre otros privilegios y prerrogativas de Nuestra Señora.
La aclama como Corredentora, Mediadora ante el Señor, indisolublemente unida a su Hijo, único Mediador entre Dios y la humanidad. La intervención de María, su corredención real no puede separarse de la Redención de Cristo. Mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, y allí, no sin designio divino, permaneció en pie, sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de Madre a su Sacrificio, consintiendo amorosamente a la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado.
Viendo Jesús a María y al discípulo amado, que estaba allí, se dirige a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después habla con el discípulo: ahí tienes a tu Madre. Desde aquel momento la recibió el discípulo por suya. Y nosotros por nuestra. Dios nos la entrega como Madre de todos los regenerados en el Bautismo, y convertidos en miembros de Cristo: Madre de la Iglesia entera. Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros unidos a otros miembros, escribe San Pablo. La que es Madre del Cuerpo es Madre de todos los que se incorporan a Cristo, desde el primer brote de la vida sobrenatural, que se inicia en el Bautismo y se robustece con el crecimiento de los dones del Espíritu Santo.
Trasladémonos con la imaginación a Caná, para descubrir otra de las prerrogativas de María. Nuestra Señora pide a su Hijo que remedie aquella triste situación, de un convite de bodas donde no tenían vino. Indica a los criados: haced lo que el os diga. Y Jesús realiza lo que su Madre le había sugerido, con maternal omnipotencia. Si así obró Cristo para ayudar a aquella gente en un problema doméstico, ¿cómo no escuchará a su Madre, cuando María le ruega por todos sus hijos?
Dios quiere conceder a los hombres su gracia, y quiere darla a través de María. Distamos mucho, escribía San Pío X, de atribuir a la Madre de Dios una virtud productora de la gracia sobrenatural, virtud que sólo pertenece a Dios. Sin embargo, puesto que María sobresale por encima de todos en santidad y en unión con Jesucristo, y ha sido asociada por Jesucristo a la obra de la Redención, Ella nos merecede congruo, como dicen los teólogos, lo que Jesucristo nos ha merecido de condigno, y ella es el ministro supremo de la dispensación de las gracias. Ella es la seguridad, Ella es el principio y el asiento de la sabiduría; y Ella, la Virgen Madre, medianera de todas las gracias, es la que nos llevará de la mano hasta su Hijo, Jesús.
La Madre de Cristo, Rey y Señor de todo lo creado, Rey de un reino de vida, de verdad, de santidad, de gracia, de justicia, de amor y de paz, es Reina también del mundo, de los hombres y de los ángeles. Reina que ansía reinar, antes que nada, en los corazones de sus hijos. Así son las madres: no buscan el clamor aparatoso; esperan esas pequeñas manifestaciones de que los hijos no las olvidan, de que el pensamiento y el corazón saltan de gozo -una alegría tranquila, serena, profunda- cuando se piensa en la madre.
Pero los buenos hijos saben entregar a su madre más de lo que pide. ¿Hace falta poner ejemplos, al escribir sobre la Virgen del Pilar? Entre las paredes de este templo -que parecen de piedra y son de amor-, se ha encendido el cariño de muchas generaciones de cristianos. Mi preferencia va a los gestos y a las palabras que han quedado entre cada alma y la Madre de Dios; a esos millones de jaculatorias, de piropos callados, de lágrimas contenidas, de rezos de niños, de tristezas convertidas en gozo al sentir en el alma la caricia amorosa de Nuestra Madre.
El culto a Santa María, las muestras de amor a la Santísima Virgen pertenecen al patrimonio de la Iglesia universal. No puede decirse que sean propias o exclusivas de un determinado país o de una institución religiosa. Se han plasmado en devociones, aprobadas y recomendadas por la Iglesia, unidas a ese tesoro de fe que forman los dogmas y los extraordinarios atributos que acabo brevemente de mencionar.
Para mí, la primera devoción mariana -me gusta verlo así- es la Santa Misa. En la fiesta de la Maternidad, la Iglesia ha recogido esta oración: Oh, Dios, que en la fecunda virginidad de María Santísima has dado a los hombres los tesoros de la salvación eterna, concédenos que experimentemos la intercesión de Aquella por la que hemos sido hechos dignos de acoger al Autor de la vida, Jesucristo.