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Yugo
Religiosidad y libertad religiosa
Enviado por Moderador el Jue, 03/27/2014 - 15:11.
Editor y Responsable
Términos de confusión general, hoy en día. La jerarquía católica parece haber asumido, como si fuese de la más rancia doctrina, que la “religiosidad” es causa inexorable e inamisible (*) de salvación.
La RAE define “religiosidad” como “cualidad de lo religioso” y en segunda acepción, “…Más
Religiosidad y libertad religiosa
Enviado por Moderador el Jue, 03/27/2014 - 15:11.

Editor y Responsable
Términos de confusión general, hoy en día. La jerarquía católica parece haber asumido, como si fuese de la más rancia doctrina, que la “religiosidad” es causa inexorable e inamisible (*) de salvación.
La RAE define “religiosidad” como “cualidad de lo religioso” y en segunda acepción, “esmero en cumplir con los deberes religiosos”. Pero, naturalmente, no se pronuncia sobre el objeto de la religión, el cual es Dios. Por lo que, de un modo general puede admitirse que la religiosidad en tanto inclinación natural a reconocer y reverenciar a Dios, y tal vez, en ciertos casos, a cumplir con los deberes religiosos, dispone el alma a la verdadera religión. Y hasta ahí se puede extender la buena voluntad. Porque esta inclinación natural a admitir la existencia de un ser divino –tengamos en cuenta que el ateísmo es un fenómeno moderno, solo reservado a ciertas elites intelectuales en la antigüedad- no basta para conocer al objeto de esa inclinación, ni sus mandatos ni el culto que le es debido.
Dios ha debido, y querido, revelarse a sí mismo por medio de los profetas del Antiguo Testamento y directamente, por su Hijo Divino, el Verbo Encarnado para fundar la Iglesia y completar el tiempo de la Revelación. Millones de mártires hubieron de derramar su sangre para que el mundo conociera al Dios, Uno y Trino, al verdadero Dios, y abandonase sus ideas erróneas, muchas veces perversas y hasta satánicas de uno o muchos dioses salidos de sus mentes. La sola razón basta para demostrar la existencia de Dios, pero no para conocer sus atributos, sus mandatos, el culto que le es debido. Para esto se necesitaba que Dios mismo nos lo informase y corroborase con sus milagros, el mayor de los cuales ha sido su propia Resurrección.
Religiosidad y Virtud de Religión
Otra confusión muy común es la enunciada aquí: entre la religiosidad, ya descripta, y la virtud de religión, que consiste en dar a Dios gloria y culto según Él mismo nos ha mandado hacer, y vivir conforme a sus mandamientos. No hay virtud de religión en quien no da culto al Dios verdadero, que fundando la Iglesia, nos alecciona con su Magisterio, rige con su jerarquía y santifica por sus sacramentos. La caridad, la mayor de las virtudes teologales solo es posible si tiene por objeto al Dios verdadero. No hay caridad en la idolatría o en la superstición. Aunque sí suele haber “religiosidad” descaminada.
También se confunde con notable impunidad la expresión “libertad de la Iglesia” con la condenada “libertad religiosa”.
De la primera el Magisterio y la liturgia se hacen eco permanentemente. La Iglesia tiene derecho a la libertad para cumplir su misión. Rezamos a diario por la “exaltación y libertad de la Santa Madre Iglesia”. La segunda, la “libertad religiosa” ha sido condenada por el propio Magisterio:
“Todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que juzgue verdadera guiado por la luz de su razón”.
“Los hombres pueden, dentro de cualquier culto religioso, encontrar el camino de su salvación y alcanzar la vida eterna”.

(Beato Pío IX, Syllabus errorum, proposiciones condenadas nº 15 y 16).
El Magisterio es claro: ningún hombre puede abrazar y profesar la religión que juzgue verdadera guiado solamente por la luz de su razón, o sea, sin la Fe verdadera. “Sin la Fe no es posible agradar a Dios” (Heb. 11, 6). Ni puede hombre alguno alcanzar la salvación eterna fuera de la Iglesia. Extra Ecclesiam nulla salus (Fuera de la Iglesia no hay salvación) dogma de Fe formulado a lo largo de la historia reiteradamente por papas y concilios. "Es nuestro deber el recordar a los grandes y pequeños, tal como el Santo Pontífice Gregorio hizo hace años atrás, la absoluta necesidad nuestra de recurrir a la Iglesia para efectuar nuestra salvación eterna." (San Pío X, Encíclica Iucunda Sane)
La conclusión es sencilla: la religiosidad no es suficiente, la luz natural de la razón no alcanza para discernir al Dios verdadero, sus mandamientos y culto. Es la Iglesia que transmite, por mandato divino, su Revelación, conserva su culto y legisla en razón de sus mandatos.

De modo que cuando oímos, y lo oímos ad nauseam, hablar de la “libertad religiosa” que la Iglesia propone y defiende, debemos concluir que el clero, inclusive el más alto, está sosteniendo un punto de doctrina errado, condenado ya por el Magisterio solemne. Este error nace del Concilio Vaticano II, y de su equivocada definición de la “dignidad humana”.
De esta desdichada afirmación conciliar surgen numerosos errores hoy predicados a mansalva. Sobre la gracia, la salvación, la esperanza, sobre la naturaleza de la Iglesia y la eficacia de los sacramentos. Hay mucha tela para cortar en estos temas, pero no aquí. Solamente parece oportuno señalar una de las nefastas consecuencias de esta confusión antes citada: la de creer que se puede llevar adelante una cooperación fructífera con todas las religiones, y aún con los no creyentes y ateos militantes “de buena voluntad” para el bien de la humanidad. Este es el origen del sueño Juanpaulino de la “civilización del amor”, y su correlato más escandaloso, los encuentros de Asís.
Pero, todo esto la sabiduría del Magisterio ya lo había anticipado y señalado como quimeras, errores tremendos, dolorosos, audacias inconcebibles en particular si nacen de los propios católicos:
“Pero más extrañas todavía, tremendas y dolorosas a la vez, son la audacia y la ligereza de espíritu de los hombres que se llaman católicos, que sueñan con volver a fundar la sociedad en tales condiciones y con establecer sobre la tierra, por encima de la Iglesia católica, “el reino de la justicia y del amor”, con obreros venidos de todas partes, de todas las religiones o sin religión, con o sin creencias, con tal que olviden lo que les divide: sus convicciones filosóficas y religiosas, y que pongan en común lo que les une: un generoso idealismo y fuerzas morales tomadas “donde les sea posible”.
Cuando se piensa en todo lo que ha sido necesario de fuerzas, de ciencia, de virtudes sobrenaturales para establecer la ciudad cristiana, y los sufrimientos de millones de mártires, y las luces de los Padres y de los doctores de la Iglesia, y la abnegación de todos los héroes de la caridad, y una poderosa jerarquía nacida del cielo, y los ríos de gracia divina y todo lo edificado, unido, compenetrado por la Vida y el Espíritu de Jesucristo, Sabiduría de Dios, Verbo hecho hombre… cuando se piensa, decimos, en todo esto, queda uno admirado de ver a los nuevos apóstoles esforzarse por mejorarlo con la puesta en común de un vago idealismo y de las virtudes cívicas.
¿Qué van a producir? ¿Qué es lo que va a salir de esta colaboración? Una construcción puramente verbal y quimérica, en la que veremos reflejarse desordenadamente y en una confusión seductora las palabras de libertad, justicia, fraternidad y amor, igualdad y exaltación humana, todo basado sobre una dignidad humana mal entendida. Será una agitación tumultuosa, estéril para el fin pretendido y que aprovechará a los agitadores de las masas menos utopistas”.

Esto decía San Pío X en su Carta Apostólica Notre Charge Apostolique en la que condenaba el germen de la luego llamada “democracia cristiana”, nacida en Francia bajo el nombre de Le Sillon, (El Surco). Y el párrafo citado remataba con una frase aplicada a la circunstancia pero que hoy podríamos extender cambiando los nombres. Decía el papa Sarto:
“Sí, verdaderamente se puede afirmar que “Le Sillon” se ha hecho compañero de viaje del socialismo, puesta la mirada sobre una quimera”.
Hoy podríamos actualizar la frase: Sí, verdaderamente se pude afirmar que el Concilio Vaticano II se ha hecho compañero de viaje del nuevo orden internacional anticristiano, puesta la mirada sobre una quimera. Y San Pío X la suscribiría.
Nota: (*) Inamisible: que no se puede perder. Esto ni siquiera puede decirse del bautismo o cualquiera de los sacramentos. Porque la gracia recibida puede perderse, incluso no recibirse nunca si el receptor pone un óbice a la gracia que el sacramento significa y produce. (Concilio de Trento, Dz. 1713)