48:40
Yugo
2469
El Infierno Existe. EXISTE El Infierno es real amigo, Corre por tu vida, Lucha por la Salvación de tu alma. Cristo Murió por ti en la cruz del calvario. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha …Más
El Infierno Existe.

EXISTE

El Infierno es real amigo, Corre por tu vida, Lucha por la Salvación de tu alma.
Cristo Murió por ti en la cruz del calvario.

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.
Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.
Yugo
SI NO QUIERES IR A ESE LUGAR ETERNO ,SIGUE A CRISTO ,PERO EN TODOS LOS PUNTOS QUE EL DIJO,NO VALE IRLOS CAMBIANDO CON APARIENCIA DE BIEN .
NADIE TOQUE UNA LETRA DE LOS EVANGELIOS ,ESOS SON LOS QUE DIOS CRISTO NUESTRO SEÑOR, VINO A DARNOS Y A MORIR POR TODOS ,PERO LA VIDA ETERNA SE HA DE GANAR Y LAS OBRAS SON AMORES ,NO BASTA CREER Y A PECAR, VIVA LA PEPA ,NO Y NO ,SEAMOS CONSECUENTES EN MEDIO DE …Más
SI NO QUIERES IR A ESE LUGAR ETERNO ,SIGUE A CRISTO ,PERO EN TODOS LOS PUNTOS QUE EL DIJO,NO VALE IRLOS CAMBIANDO CON APARIENCIA DE BIEN .
NADIE TOQUE UNA LETRA DE LOS EVANGELIOS ,ESOS SON LOS QUE DIOS CRISTO NUESTRO SEÑOR, VINO A DARNOS Y A MORIR POR TODOS ,PERO LA VIDA ETERNA SE HA DE GANAR Y LAS OBRAS SON AMORES ,NO BASTA CREER Y A PECAR, VIVA LA PEPA ,NO Y NO ,SEAMOS CONSECUENTES EN MEDIO DE TODO ESTO ESTA LA MUERTE DEL CREADOR ,NOS AMA Y DESEA ESTAR CON TODOS .PIENSENLO
Yugo
Mons. Lefebvre, 23 años después
Enviado por Moderador el Mié, 03/26/2014 - 16:26.
Una evaluación de la Iglesia a más de dos décadas de su muerte
Marcelo González
El 25 de marzo de 1991 murió Mons. Marcel Lefebvre. Todo el mundo lo conoce por su obra final, la FSSPX, instituto religioso para la formación sacerdotal. Asociado a esta obra póstuma, inevitablemente, está el conflicto con Roma y las …Más
Mons. Lefebvre, 23 años después
Enviado por Moderador el Mié, 03/26/2014 - 16:26.
Una evaluación de la Iglesia a más de dos décadas de su muerte
Marcelo González
El 25 de marzo de 1991 murió Mons. Marcel Lefebvre. Todo el mundo lo conoce por su obra final, la FSSPX, instituto religioso para la formación sacerdotal. Asociado a esta obra póstuma, inevitablemente, está el conflicto con Roma y las consagraciones episcopales de 1988, con las consiguientes excomuniones parcialmente levantadas por la Santa Sede bajo el reinado de Benedicto XVI. Pero esta cuestión canónica comenzó tres décadas más atrás, bajo Paulo VI, con la fundación misma del seminario que luego se haría famoso por su localización: Ecóne, Suiza.
No es tan conocido en el mundo católico en general su pasado de misionero y Legado Apostólico en el África franco-hablante. Como sacerdote de la congregación del Espíritu Santo, luego obispo de Dakar y representante papal revitalizó un catolicismo algo aletargado de esa región, dando al apostolado misionero un impulso poco común en intensidad y expansión. Su recuerdo está vivo en los países africanos que estuvieron directa o indirectamente bajo su gobierno pastoral, como lo demuestran los testimonios que se recogen en el filme documental publicado hace poco tiempo: Un obispo en la tormenta.
Luego vino el Concilio Vaticano II, una larga aspiración de los sectores progresistas de la Iglesia, que bajo Pío XII no pudieron imponer sus opiniones, pero sí inficionaron las casas de formación sacerdotales y religiosas. Porque el modernismo, como creía San Pío X, es un movimiento que no se combate solamente con la formación y la argumentación (esta última más bien resulta inútil por su falta de coherencia filosófica) sino también con la vigilancia, para lo cual adoptó medidas que su inmediato sucesor, Benedicto XV consideró necesario relajar.
El resultado de esta inadecuada vigilancia de la actividad de subversión doctrinal fue la infestación amplia de la teología en un clero que sin ser modernista estaba fuertemente trabajado por ideas liberales, o al menos por una notable tolerancia a estas, en especial en materia de doctrina social. La realeza social de Cristo cayó en el olvido, pese a los intentos de algunos papas de revitalizarla con documentos magisteriales y hasta con una fiesta litúrgica, que hoy se ha desvirtuado completamente: Cristo Rey.
Al morir Pío XII, cuya doctrina irreprochable y esfuerzos de vigilancia no alcanzaron para frenar la tendencia de renacimiento modernista en la Nouvelle Theologie, y al calor del impulso ideológico de la posguerra mundial, el Papa Juan XXIII abrió un Concilio cuyos esquemas iniciales, de los que participó el propio Mons. Lefebvre, fueron revocados de un plumazo y cuyas autoridades fueron defenestradas a favor de los prelados más liberales casi como primer acto de las deliberaciones conciliares.
El Vaticano II es una anomalía en la historia de la Iglesia. Por primera vez un papa reconvierte el concepto evangélico de “mundo”, uno de los enemigos de la Fe, y lo confunde con el de “humanidad”, dando a entender que las palabras de Cristo sobre el “odio del mundo” a su persona y a sus discípulos habían cesado. Lo demás, que es un capítulo aparte muy largo de debatir, fue buscar el acomodamiento de la doctrina multisecular a las ideas dominantes de un mundo moderno esencialmente anticristiano, aunque usase muchas veces, por razones tácticas, la capa del “cristianismo”, fuese para cubrir la falsía de su “democracia” o para teñir con el prestigio multisecular del cristianismo sus luchas de poder.
Bajo este Concilio y los documentos que produjo, y sobre todo bajo el llamado “espíritu del Concilio” (que es la forma que el mundo laico quiso darle al Concilio en los medios principalmente) se fueron aprobando los documentos y se imprimió un giro a la Iglesia, embarcándola en una experiencia sin precedentes. Y aunque algunos de sus resultados catastróficos se vieron de inmediato, esto no bastó para que los papas conciliares y post conciliares pusieran freno al monstruo que habían creado. Basta recordar las amargas admisiones sobre “el humo de Satanás entrando en la Iglesia” de Paulo VI, la “apostasía silenciosa” de Juan Pablo II, y “la barca de Pedro que hace agua por todos lados” de quien sería días después de pronunciarla Benedicto XVI, que no reflejan satisfacción por lo logrado durante tantos años de aplicación del concilio en la Iglesia y en el mundo.
De todos, quizás haya sido Benedicto el papa con mejor disposición a revitalizar algunos de los medios que la Iglesia dispone para su renovación espiritual, como la liturgia. Los pasos dados para legitimar la obra de Mons. Lefebvre parecen un reconocimiento de que el camino elegido por el Concilio iba llevando al abismo, no obstante lo cual Joseph Ratzinger nunca renegó de él. Pero el solo hecho de abrir las puertas a la regeneración de la lex orandi, en particular reconociendo el derecho de los sacerdotes y fieles a la Misa romana tradicional irritó profundamente al sector neo modernista, del que Ratzinger procede pero del que se distanció en algunos aspectos. Y también contribuyó a su renuncia, evidentemente presionada, lo mismo que ciertos tibios intentos de defenestrar de la Curia Romana y de los cargos jerárquicos a personajes siniestros por su catadura moral y sus lealtades.
Todos estos pontificados estuvieron de algún modo signados por la presencia de Mons. Lefebvre, que la prensa laica se encargó de mostrar bajo su óptica: el desafío a la autoridad del “obispo rebelde”, el “cisma” y más recientemente, con espanto, la posibilidad del “retorno del lefebrismo a la Iglesia”, perspectiva que los conmovió particularmente. No faltaron declaraciones notablemente sinceras: el Gran Rabino de Roma, di Segni, en nombre de toda la comunidad judía, públicamente puso al papa en una disyuntiva difícil de entender si uno no ha seguido de cerca las consecuencias del Concilio Vaticano II: “o ellos o nosotros”. A quienes viesen objetivamente el planteo sin estar al tanto de los entresijos del poder en la Iglesia de hoy, ese “nosotros” aparecería fuera de lugar como alternativa de elección e insolente en el planteo de un asunto tan fuera de la competencia de un rabino.
La llegada de Francisco, sin embargo, tiene la virtud de poner en blanco y negro por qué personas tan ajenas a la vida de la Iglesia como el Gran Rabino de Roma pueden dirigirse al Solio Pontificio haciendo amenazas de este temple. Aparece obvio de un modo cada vez más abierto el pacto que algunos padres conciliares hicieron con los grandes poderes del mundo. Y el precio que pagaron para que se pudiera cerrar y mantener en vigencia.
De donde la figura de Mons. Lefebvre tiene una extraordinaria vigencia a 23 años de su muerte en la continuación de su obra a pesar de las turbulencias vividas hace poco por diferencias de pensamiento sobre si era o no posible reconciliarse canónicamente con Roma. Esta discusión, viable bajo Benedicto hasta cierto momento en el que –misteriosamente- las esperanzas de una FSSPX readmitida en libertad doctrinal fueron canceladas por exigencias imposibles de aceptar, hoy es una pieza de museo. Bajo Francisco no se discute sobre la convivencia de los ritos litúrgicos o la recta interpretación de los textos conciliares, se pelea por los fundamentos de la moral católica, la indisolubilidad del matrimonio y el juicio que merecen las perversiones contra natura.
¿Ha cambiado en algo la tendencia inaugurada por el Concilio Vaticano II? En un sentido general solo en la extraordinaria energía con que Francisco impulsa las cosas a sus últimas consecuencias. Los papas anteriores han tenido idas y venidas, en la aplicación del Concilio. Y si bien a los males del Concilio pusieron como remedio “más Concilio”, intentaron frenar algunas consecuencias. Tal vez Benedicto se distinguió tratando de discernir entre un –imaginario- Concilio mal interpretado, una “hermenéutica” de la continuidad imposible y una “hermenéutica de la ruptura” evidente. Lo que dio cierto respiro a los sectores más conservadores de la Iglesia que se debaten dentro de esta falsa disyuntiva.
Mons. Lefebvre planteó desde un comienzo, quizás con cierta dubitación entonces ante tamaña novedad, la resistencia a los errores del Concilio. La imposibilidad de reconciliar -al menos ciertos puntos no pasibles de reinterpretación ortodoxa necesitada de mucha buena voluntad, por otra parte- la Tradición y el Magisterio secular de la Iglesia con cosas que allí se afirmaron. Pero sobre todo desafió a Roma al “experimento de la Tradición”. Si todo es válido ahora, decía, por qué no ha de ser válido hacer lo que se ha hecho siempre.
Y ningún católico ecuánime puede negar este derecho de hacer lo que la Iglesia siempre hizo. Pero muchos han creído su deber defenderlo no solo admitiendo lo inadmisible bajo pretexto de “sobrevivir”, sino conceder en la doctrina y hasta atacar la obra de Mons. Lefebvre para sumar méritos a tal fin. Lamentablemente para ellos y para la Iglesia, el principio se ha demostrado falso e ineficaz. Francisco se está encargando de desambiguar las realidades.
Hoy vivimos momentos históricos. Tal vez la Iglesia nunca haya estado sumida en mayor confusión, en parte porque los medios masivos de comunicación ayudan notablemente a enrevesar las cosas y poner más tinieblas en las mentes. Y porque el papa actual colabora eficazmente con esos medios al servicio de intereses anticatólicos por razones que no es posible juzgar, pero si advertir con toda claridad.
Veintitres años después de la muerte de Mons. Lefebvre su obra, vapuleada fuertemente por dentro y por fuera, sigue siendo una referencia incuestionable en medio de la confusión de los tiempos. Su obra de formación sacerdotal ha superado mucho sus objetivos iniciales: se ha convertido con sus prioratos y centros de misa en el refugio de miles de católicos, demostrando que la liturgia tradicional, verdadera escuela cotidiana de la Fe, es posible y eficaz y más aún, necesaria para no perderse.
Allí donde la liturgia vive, subsiste la vida católica con familias numerosas y sólidas, pese al desafío de los tiempos; vocaciones, crecimiento numérico en conversiones y obras (que medido en el contexto de las circunstancias ha de valorarse extraordinario). Otros podrán mostrar familias y crecimiento, lo que no pueden mostrar en adhesión a la Fe de Cristo, a la tradición apostólica, piedras sobre las que se edifican el resto de las virtudes. Por fuera del tradicionalismo hay algunos sobrevivientes. Dentro del tradicionalismo hay vida. No es lo mismo.
En una Iglesia que se prepara para reivindicar al mayor heresiarca de la historia, Martín Lutero, resulta al menos hipócrita condenar a Mons. Lefebvre y su obra. Hipocresía solo coherente con el único fundamento doctrinal –por así llamarlo- común a todos los neo modernistas: el enemigo es la Tradición de la Iglesia.