Lecturas y reflexiones +

Primera lectura

Hch 16,10b-15

El Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo
Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles.
NOS hicimos a la mar en Tróade y pusimos rumbo hacia Samotracia; al día siguiente salimos para Neápolis y de allí para Filipos, primera ciudad del distrito de Macedonia y colonia romana. Allí nos detuvimos unos días.
El sábado salimos de la ciudad y fuimos a un sitio junto al río, donde pensábamos que había un lugar de oración; nos sentamos y trabamos conversación con las mujeres que habían acudido. Una de ellas, que se llamaba Lidia, natural de Tiatira, vendedora de púrpura, que adoraba al verdadero Dios, estaba escuchando; y el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo.
Se bautizó con toda su familia y nos invitó:
«Si están convencidos de que creo en el Señor, vengan a hospedarse en mi casa».
Y nos obligó a aceptar.
Palabra de Dios.
Salmo

Sal 149,1-2.3-4.5-6a+9b (R. 4a)
R.
El Señor ama a su pueblo.
O bien:
R.
Aleluya
V. Canten al Señor un cántico nuevo,
resuene su alabanza en la asamblea de los fieles;
que se alegre Israel por su creador,
los hijos de Sion por su Rey. R.
V.
Alaben su nombre con danzas,
cántenle con tambores y cítaras;
porque el Señor ama a su pueblo
y adorna con la victoria a los humildes. R.
V.
Que los fieles festejen su gloria
y canten jubilosos en filas:
con vítores a Dios en la boca.
Es un honor para todos los fieles. R.
Aclamación

R.
Aleluya, aleluya, aleluya.
V. El Espíritu de la verdad dará testimonio de mí -dice el Señor-; y ustedes darán testimonio. R.
Evangelio

Jn 15,26 - 16,4a

El Espíritu de la verdad dará testimonio de mí
Lectura del santo Evangelio según san Juan.
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuando venga el Paráclito, que les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también ustedes darán testimonio, porque desde el principio están conmigo.
Les he hablado de esto, para que no se escandalicen. Los excomulgarán de la sinagoga; más aún, llegará incluso una hora cuando el que les dé muerte pensará que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí.
Les he hablado de esto para que, cuando llegue la hora, se acuerden de que yo se lo había dicho».
Palabra del Señor.

Pistas para la Lectio Divina
P. Fidel Oñoro, CJM
Cómo amar en situación adversa (II): las acciones
Juan 15, 26-16,4a
“Vosotros también daréis testimonio”
Terminamos hoy la lectura de la segunda parte del discurso de despedida de Jesús (Juan 15,1-16,4a). Primero repasemos lo que pasó en el Jn 15. Después de describir todas las implicaciones de la comunión con Jesús, desde la perspectiva del amor (15,1-17), cómo Jesús preparaba a los discípulos para las situaciones adversas en medio del “mundo”, serán odiados (15,18-21), y cómo a partir de ella los invitó a hacer una valoración de esta dolorosa realidad (15,2225).
Ahora, para terminar, vamos a ver cómo Jesús educa a sus discípulos con instrucciones aún más precisas para enfrentar situaciones de rechazo (15,2616,4ª). La primera de ellas retoma la promesa de la asistencia del Espíritu Santo, cuya presencia está ahora relacionada con el “dar testimonio” (15,2627).
La cuestión es, ¿cómo debemos responder al odio del mundo?
Jesús da cuatro indicaciones sobre la manera de responderle al mundo. Todas ellos giran en torno a una única idea: “dar testimonio”. Veamos el proceso que Jesús describe:
1. Dejar que el Espíritu Santo nos dé el testimonio a nosotros (15,26)
Jesús les dice: “Cuando venga el Paráclito… él dará testimonio de mí”. Lo interesante de este texto es: ¿A quién se le dará el testimonio? Uno tiende a pensar que a la gente de fuera que nos está rechazando y no es así. El testimonio del Espíritu en primer lugar es para los discípulos, porque es a ellos que es enviado.
Se trata del testimonio de que Jesús verdaderamente vive, que sigue siendo el Señor se sus discípulos, que no los abandona. Esto los animará para que den ese testimonio. El discípulo perseguido necesita de esta fuerza de ánimo.
Sólo quien ha hecho una experiencia del señorío de Jesús, por medio del Espíritu Santo, no tiene ningún problema para testimoniar ante el mundo. Uno solo puede hablar de lo que ha vivido.
El “Paráclito” no viene en primer lugar a eliminarnos los problemas: él nos enseña a analizarlos y a saber descubrir qué es lo que verdaderamente tenemos que trabajar en nosotros para poder sostener y avivar el testimonio de una vida en Cristo. Y esto ya es decisivo.
2. Dar testimonio, junto con el Espíritu Santo, de lo que hemos vivido en el camino con Jesús (15,27)
La obra del Espíritu se expresa luego mediante un testimonio explícito de Jesús, que hacemos de palabra y de obra: “Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio”.
No se testimonia un sentimiento ni una buena intención con relación a Jesús, sino todo un camino de vida recorrido junto con Él. El contenido del testimonio es el evangelio hecho vida, encarnado en el largo y paciente camino de la fe.
Se testimonia lo que Dios ha hecho por uno desde el primer momento de gracia, cuando fuimos llamados al seguimiento, hasta ahora. Se anuncia con hechos concretos lo que Jesús ha significado para nuestra vida, todo aquello que ciertamente no se habría podido vivir sin Él.
3. Mantenernos firmes a pesar de lo duro de la persecución, no claudicar (16,1-3)
A los discípulos los “expulsarán de las sinagogas”. Este es el momento más doloroso: el rechazo de la propia comunidad de fe y de amor. El evento puede llegar hasta el desenlace trágico: “E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios”.
En este momento el discípulo se podrá “escandalizar”. Le parece que tanto sufrimiento es demasiado.
Jesús pide que no se escandalicen, que no salgan corriendo despavoridos. Él estará al lado cuidándolos. Recordemos el testimonio de Pablo frente a las persecuciones de Nerón (2 Timoteo 4,17).
El permanecer firmes, es decir, leales y fieles es una forma importante del testimonio.
4. Hacer memoria de la Palabra de Jesús (16,4)
Jesús dice: “Os he dicho esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho. No os dije esto desde el principio porque estaba yo con vosotros”.
Jesús nos habla anticipadamente para no nos coja de sorpresa la situación. Pero de lo tendrá que acordarse el discípulo no es de la persecución sino de la promesa de la victoria.
En este sentido, la memoria de la Palabra del Señor es decisiva. Es una forma de vigilancia cristiana. Y esto lo podemos extender a todas las Palabras del Señor: ellas tienen por finalidad ayudarnos a tomar conciencia de las diversas situaciones que vivimos en nuestra vida cristiana y a discernir la actitud justa que nos coloca a la altura de la situación.
Pero la base de todo es que nos sintamos firmes y seguros de la verdad de las promesas de Jesús.
Al terminar esta sección del discurso de despedida de Jesús, oremos:
“Gracias, Padre, por las palabras de Jesús. Tu Hijo coloca nuestros pies en la dura realidad del caminar del discipulado, pero no deja nunca de iluminarnos amablemente con su presencia siempre fiel. Nos ayuda a comprender mejor lo que estamos viviendo todos los días. Ayúdanos para que nos dejemos sorprender, no sea que a la hora del testimonio no estemos suficientemente maduros ni preparados. Infunde en nosotros el amor, la paciencia y la fortaleza que le sostuvo en el camino de la Cruz”. Amén.
Cultivemos la semilla de la palabra en lo profundo del corazón
1. ¿En que situaciones concretas me visto abocado a dar testimonio de Jesús?
2. ¿A quién le da testimonio el Espíritu Santo en primer lugar? ¿Testimonio de qué?
3. ¿Me siento preparado para enfrentar las adversidades sin llegar a caer en el desánimo ni la tentación de dejar de lado mi opción cristiana?
Francisco Fernández-Carvajal
Hablar con Dios

Pascua. 6ª semana. Lunes
LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

— Las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo.
— Los siete dones. Su influencia en la vida cristiana.
— Decenario al Espíritu Santo.
I. Vivimos rodeados de regalos de Dios. Todo lo bueno que tenemos, las cualidades del alma y del cuerpo..., todo son dones del Señor para que nos ayuden a ser felices en esta vida y alcancemos con ellos el Cielo. Pero fue sobre todo en el momento de nuestro Bautismo cuando nuestro Padre Dios nos llenó de bienes incontables. Borró la mancha del pecado original en nuestra alma. Nos enriqueció con la gracia santificante, por la que nos hacía partícipes de su misma vida divina y nos constituía en hijos suyos. Nos hizo miembros de su Iglesia.
Junto con la gracia, Dios adornó nuestra alma con las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Las virtudes nos dan el poder, la capacidad de actuar de una manera sobrenatural, de juzgar el mundo y los acontecimientos desde un punto de vista más alto, desde la fe, y de portarnos como verdaderos hijos de Dios. Nos dan la posibilidad de conocer íntimamente a Dios, de amarle como Él se ama, y de realizar obras meritorias para la vida eterna. Bajo el influjo de estas virtudes nuestro trabajo, aunque humanamente parezca de escaso relieve, se convierte en un tesoro de méritos para el Cielo.
Las virtudes sobrenaturales nos dan la capacidad, de manera semejante a como las piernas nos permiten caminar y los ojos contemplar el mundo que nos rodea. Con todo, no basta tener piernas para emprender un viaje, ni ojos para contemplar un cuadro. Es necesaria la cooperación de nuestra libertad, nuestro querer y nuestro esfuerzo para ponernos en camino en el caso del viaje, y poner la atención necesaria para captar la belleza de un cuadro.
Los dones del Espíritu Santo son un nuevo regalo que Dios otorga al alma para que pueda realizar de modo más perfecto y como sin esfuerzo las obras buenas en las que se manifiesta el amor a Dios, la santidad1: presencia de Dios, caridad, ofrecimiento del trabajo, pequeñas mortificaciones a lo largo del día.
El alma es investida «de un aumento de fuerza, se hace apta para obedecer con mayor facilidad y prontitud a la llamada y a los impulsos del Espíritu. Es tanta la eficacia de estos dones, que conducen al hombre a las más altas cimas de la santidad, y tanta su excelencia, que perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial. Merced a ellos, el Espíritu Santo nos mueve a desear y nos empuja a conseguir las bienaventuranzas evangélicas, que son como flores abiertas en la primavera, como indicio y presagio de la eterna bienaventuranza»2.
Los dones del Espíritu Santo van conformando nuestra vida según las maneras y modos propios de un hijo de Dios, nos dan una finura y sensibilidad mayor para oír y poner en práctica las mociones e inspiraciones del Paráclito, que así va gobernando con prontitud y facilidad nuestra vida, que entonces se guía por el querer de Dios, y no por nuestros gustos y caprichos.
Hoy le pedimos al Espíritu Santo que doblegue en nosotros lo que es rígido, particularmente la rigidez de la soberbia; que caliente en nosotros lo que es frío, la tibieza en el trato con Dios; que enderece lo extraviado3, porque son muchos los apegamientos terrenos, el peso de los pecados pasados, la flaqueza de la voluntad, la ignorancia de lo que en tantas ocasiones sería más grato a Dios... De aquí provienen los fracasos y debilidades, los cansancios y derrotas. Por eso, le pedimos en nuestra oración que arranque de nuestra alma «el peso muerto, resto de todas las impurezas, que le hace pegarse al suelo (...); para que suba hasta la Majestad de Dios, a fundirse en la llamarada viva de Amor, que es Él»4.
II. Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí5. El Evangelio de la Misa recoge este nuevo anuncio del Señor, y la liturgia de la Iglesia nos invita de muchas maneras a preparar nuestras almas a la acción del Espíritu Santo.
La lucha decidida contra todo pecado venial deliberado nos dispone para recibir la luz y la protección del Paráclito a través de sus dones. La claridad que recibimos en la inteligencia nos hace conocer y comprender las cosas divinas; la ayuda que alcanza nuestra voluntad nos permite aprovechar con eficacia las oportunidades de realizar el bien que se nos presentan cada día y rechazar las tentaciones de todo aquello que nos alejaría de Dios.
El don de inteligencia nos descubre con mayor claridad las riquezas de la fe; el don de ciencia nos lleva a juzgar con rectitud de las cosas creadas y a mantener nuestro corazón en Dios y en lo creado en la medida en que nos lleve a Él; el don de sabiduría nos hace comprender la maravilla insondable de Dios y nos impulsa a buscarle sobre todas las cosas y en medio de nuestro trabajo y de nuestras obligaciones; el don de consejo nos señala los caminos de la santidad, el querer de Dios en nuestra vida diaria, nos anima a seguir la solución que más concuerda con la gloria de Dios y el bien de los demás; el don de piedad nos mueve a tratar a Dios con la confianza con la que un hijo trata a su Padre; el don de fortaleza nos alienta continuamente y nos ayuda a superar las dificultades que sin duda encontramos en nuestro caminar hacia Dios; el don de temor nos induce a huir de las ocasiones de pecar, a no ceder a la tentación, a evitar todo mal que pueda contristar al Espíritu Santo6, a temer radicalmente separarnos de Aquel a quien amamos y constituye nuestra razón de ser y de vivir.
En estos días en que nos preparamos para celebrar el envío solemne del Espíritu Santo sobre la Iglesia, representada por los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, junto a Santa María, Madre de Dios, pedimos insistentemente que seamos dóciles a la acción del Paráclito en nuestra alma y que no cese su acción y sus inspiraciones sobre los hombres de esta época nuestra, «particularmente sedienta del Espíritu Santo»7 y tan necesitada de su protección y de su ayuda. Le decimos:
Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz.
Ven, padre de los pobres; ven dador de las gracias; ven, lumbre de los corazones (...). Concede a tus fieles, que en Ti confían, tus siete sagrados dones. Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo8.
III. Para aumentar la devoción al Espíritu Santo, empecemos por practicar las virtudes humanas y cristianas, en el trabajo y en la convivencia diaria. Si el cristiano «lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo (...). La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima –dulce huésped del alma (Secuencia Veni, Sancte Spiritus)– regala sus dones: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad, de temor de Dios (Cfr. Is 11, 2)»9.
El Espíritu Santo desea –como nunca podremos nosotros llegar a quererlo– darnos sus dones en tal abundancia que formen un río impetuoso en nuestra vida sobrenatural y que produzcan en nosotros sus admirables frutos. Solo espera que quitemos los posibles obstáculos de nuestra alma, que le pidamos a Él mismo más deseos de purificación, que le digamos desde lo más hondo: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu Amor. No desea otra cosa que llenarnos de su gracia y de sus dones. Si vosotros –decía el Señor–, siendo malos, sabéis dar buenos regalos a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que le piden?10.
A lo largo de estos días en los que preparamos la fiesta de Pentecostés debemos rogar con humildad al Padre de las luces11 que envíe a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual nos hace exclamar: Abba! ¡Padre!12. Debemos pedir a Cristo que, desde el seno del Padre, mande al que es Consolador óptimo, dulce Huésped del alma, dulce refrigerio13.
En el Decenario que comenzaremos después de la solemnidad de la Ascensión, queremos disponernos para ser más dóciles a las gracias que continuamente nos otorga el Paráclito. Pidámosle cada uno de sus dones para ser buenos instrumentos suyos en la familia, en nuestras ocupaciones, en la sociedad. «Camino seguro de humildad es meditar cómo, aun careciendo de talento, de renombre y de fortuna, podemos ser instrumentos eficaces, si acudimos al Espíritu Santo para que nos dispense sus dones.
»Los Apóstoles, a pesar de haber sido instruidos por Jesús durante tres años, huyeron despavoridos ante los enemigos de Cristo. Sin embargo, después de Pentecostés, se dejaron azotar y encarcelar, y acabaron dando la vida en testimonio de su fe»14.
Nuestra fidelidad a las inspiraciones y gracias que recibimos del Espíritu Santo se concretará, en muchas ocasiones, a la docilidad en la dirección espiritual, con un esfuerzo diario para sacar adelante las metas y sugerencias que nos señalan.
Acercarse a la Virgen, Esposa de Dios Espíritu Santo, es un modo seguro de disponer nuestra alma a los nuevos dones que el Paráclito quiera darnos.