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CONSIDERACIONES SOBRE LA PASIÓN San Alfonso de Ligorio - CAPITULO VIII SOBRE EL AMOR QUE JESUCRISTO NOS MOSTRÓ EN SU PASIÓN

II – El Hijo de Dios se entregó por amor a nosotros

En cuanto al amor del Hijo de Dios al hombre, sabemos que, viendo por una parte que el hombre se había perdido a sí mismo por el pecado, y por otra que la Justicia divina Exigió satisfacción completa por el daño hecho a Dios, satisfacción que el hombre era incapaz de dar, espontáneamente se ofreció a satisfacer por el hombre. Se sometió a los verdugos con mansedumbre de cordero, dejándose desgarrar su carne y llevarlo a la muerte, sin quejarse, sin abrir la boca, como había predicho Isaías (Is 53, 7).

Leemos en San Pablo que Jesucristo fue obediente a su Padre hasta el punto de sufrir la muerte de cruz (Flp 2,8); pero no debemos imaginar por esto que fue a pesar de sí mismo, y sólo para obedecer a su Padre, que nuestro Redentor consintió en morir crucificado; se ofreció espontáneamente, como hemos dicho; fue por iniciativa propia que quiso morir por el hombre, impulsado por el amor que le tenía, como él mismo declaró (Jn 10,17). Anteriormente se había llamado a sí mismo el Buen Pastor, añadiendo que el oficio de un buen pastor es dar la vida por sus ovejas (Jn 10,11). ¿Y por qué quiso morir por sus ovejas? ¿Qué obligación tenía él, como Pastor, de dar la vida por sus ovejas? Quería morir por ellos por el amor que les tenía (Efesios 5:2); también era para librarlos del yugo de Lucifer.

Por tanto, el Hijo de Dios se entregó voluntariamente a la muerte por amor a nosotros, para salvarnos del poder del diablo; y esto es lo que dejó claro cuando dijo que una vez levantado de la tierra, atraería todo hacia sí (Jn 12,32). Con estas palabras el Señor designó el tormento de la cruz que debía sufrir, según la explicación que da el propio evangelista. Y según el comentario de San Juan Crisóstomo, con la expresión "dispararé", indicó que al morir, nos habría arrancado, por así decirlo, por la fuerza de las manos de Lucifer que, como un tirano cruel, mantenía nosotros encadenados como esclavos, esperando nuestra muerte para atormentarnos para siempre en el infierno.

¡Qué infelices seríamos si Jesucristo no hubiera muerto por nosotros! Todos estaríamos destinados al infierno. Este pensamiento es un gran motivo para que amemos a Jesucristo, para nosotros, digo, que hemos merecido el infierno; ¡Por su muerte nos libró de este tormento eterno, nos redimió al precio de su sangre!

Echemos aquí, de paso, una mirada a las penas del infierno que ya sufren tantos desafortunados réprobos. Allí se encuentran sumergidos en un abismo de fuego, donde soportan una agonía perpetua; porque este fuego vengador les hace experimentar toda clase de dolores. Allí, están bajo el control de demonios que, llenos de furia insaciable, sólo buscan atormentar a estos miserables condenados. Allí, mucho más que por el fuego y todos los demás tormentos, son afligidos por el remordimiento de su conciencia, por el recuerdo de los pecados cometidos durante su vida, que fueron la causa de su condenación. Allí se verán privados para siempre de cualquier medio de escapar de este terrible abismo. Allí se ven desterrados para siempre de la sociedad de los santos y de la Patria celestial, para la cual fueron creados. Pero lo que más les aflige, lo que constituye su verdadero infierno, es verse abandonados por Dios, reducidos a no poder amarlo más y sólo mirarlo durante toda la eternidad con odio y con rabia de desesperación.

Ésta es la desgracia de la que Jesucristo nos preservó, redimiéndonos, no al precio del oro o de otros bienes terrenales, dice San Lorenzo Justiniano, repitiendo a San Pedro, sino al precio de su sangre y de su vida sacrificada en la cruz. (1 Pedro 1:18). Los reyes de la tierra envían a sus súbditos a morir en la guerra para su propia conservación; Nuestro Señor, por el contrario, quiso morir él mismo por la salvación de sus criaturas.