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La Iglesia no es una "democracia". Por Gerhard Ludwig cardenal Müller

Excelente síntesis del cardenal alemán sobre la esencia y misión de la Iglesia Católica, el origen y función de los encuentros sinodales, el desafío que afronta la evangelización frente a un mundo y una elite de poder declaradamente enemiga de Dios, de la Creación y de la humanidad, la Palabra eterna de Dios y sus diferentes expresiones lingüísticas en la Tradición apostólica y el Magisterio eclesial (José Arturo Quarracino)

El Sínodo de los Obispos se está congregando actualmente en Roma para una reunión de cuatro semanas del Sínodo sobre la Sinodalidad. Seguirá una segunda sesión en octubre de 2024. El tema de la “sinodalidad” es una noción extraída de la palabra griega que significa reunión o asamblea. Por lo tanto, las deliberaciones del Sínodo-2023 no versan sobre el contenido de la fe, sino sobre las estructuras de la vida de la Iglesia y la actitud o mentalidad eclesial detrás de esas estructuras.

Muchos observadores piensan que el papa Francisco quiere corregir lo que podría llamarse el elemento jerárquico o de “primacía” del liderazgo eclesial, apelando al elemento sinodal del liderazgo supuestamente preservado en Oriente. Desde el Vaticano I, los llamados teólogos “críticos de Roma” han calificado de excesivo el énfasis de la Iglesia sobre la primacía.

Sería bueno aquí dejarse guiar por el predecesor del papa Francisco, san León Magno. Su pontificado muestra que, teológica y pastoralmente, los principios de primado y sinodalidad no se oponen, sino que se condicionan y apoyan mutuamente.

San León Magno reunía a menudo a los obispos y a los presbíteros romanos para consultas conjuntas. La convocatoria de tal sínodo no tenía como objetivo destilar una opinión mayoritaria o establecer una línea partidista. En tiempos de León, un sínodo servía para orientar a todos hacia la tradición apostólica normativa, con los obispos ejerciendo su corresponsabilidad para garantizar que la Iglesia permanezca en la verdad de Cristo.

Como bien se sabe, la reflexión teórica sobre los principios del ser, del saber y del actuar es considerablemente más difícil que hablar de cosas concretas. Por lo tanto, existe el peligro de que una asamblea de casi 400 personas de diferentes orígenes, educación y competencias, involucradas en discusiones no estructuradas de ida y vuelta, produzca sólo resultados vagos y borrosos.

La fe puede ser fácilmente instrumentalizada para agendas políticas, o confundida en una religión universal de la hermandad del hombre que ignora al Dios revelado en Jesucristo. En lugar de Cristo, los tecnócratas pueden presentarse como salvadores de la humanidad. Si el Sínodo quiere mantener la fe católica como guía, no debe convertirse en una reunión de ideólogos postcristianos y de su agenda anticatólica.

Todo intento de transformar la Iglesia fundada por Dios en una ONG mundana será frustrado por millones de católicos. Ellos resistirán hasta la muerte la transformación de la casa de Dios en un mercado del espíritu de la época, porque el conjunto de los fieles, ungidos como están por el Santo, no pueden equivocarse en “materia de fe” (Lumen Gentium).

Nos enfrentamos a un programa globalista de un mundo sin Dios, en el que una élite del poder se proclama creadora de un mundo nuevo y gobernante de las masas privadas de sus derechos. Ese programa y esa élite de poder no pueden ser contrarrestados por una “Iglesia sin Cristo”, una que abandona la Palabra de Dios en las Escrituras y la Tradición como principio rector de la acción, el pensamiento y la oración cristianos (Dei Verbum).

La Iglesia proclama a Cristo como “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). Y en el mismo Cristo, la Iglesia se entiende a sí misma como sacramento de la salvación del mundo. Ser ministros del Verbo, ministros del Logos divino que en Jesucristo tomamos nuestra carne mortal: este es el llamado de los obispos en la sucesión apostólica. Deben tener presente esta vocación, tanto en las Jornadas Mundiales de la Juventud como en los Sínodos de obispos.

A diferencia de sínodos anteriores, el Sínodo sobre la sinodalidad no abordará el contenido específico de la fe. Más bien, el tema se refiere al principio formal que subyace a la teoría y la práctica de los sínodos, es decir, la responsabilidad de todo el episcopado por la doctrina y el orden de la Iglesia universal.

Basándose en la tradición eclesial de los concilios y sínodos, el Vaticano II subraya la importancia de cumplir esta responsabilidad en una forma conciliar: “Desde los primeros siglos de la Iglesia los Obispos, puestos al frente de las Iglesias particulares, movidos por la comunión de la caridad fraterna y por amor a la misión universal conferida a los Apóstoles aunaron sus fuerzas y voluntades para procurar el bien común y el de las Iglesias individuales.

Por este motivo se constituyeron los sínodos o concilios provinciales y, por fin, los concilios plenarios, en que los Obispos establecieron una norma común que se debía observar en todas las Iglesias, tanto en la enseñanza de las verdades de la fe como en la ordenación de la disciplina eclesiástica. Desea este santo Concilio que las venerables instituciones de los sínodos y de los concilios cobren nuevo vigor, para proveer mejor y con más eficacia al incremento de la fe y a la conservación de la disciplina en las diversas Iglesias, según los tiempos lo requieran” (Christus Dominus n. 36).

El término “sínodo” (y su equivalente latino, “concilio”) se convirtió en un término eclesiástico cuando los obispos se reunieron en Antioquía en 268 para condenar a Pablo de Samosata como hereje. Para contrarrestar al falso maestro Arrio, el primer Concilio Ecuménico (o Sínodo) de Nicea formuló la afirmación dogmática de que Jesucristo es el Hijo del Padre, de la misma esencia que él en la Santísima Trinidad antes de su encarnación, y es el Dios único y verdadero con el Padre y el Espíritu Santo.

Este fue el primero de los veintiún grandes Concilios de la Iglesia católica reconocidos como ecuménicos. También ha habido muchos otros concilios y sínodos, algunos de los cuales tienen importancia eclesiástica universal a través del reconocimiento papal, mientras que otros han sido declarados heréticos e inválidos.

En 1965, por sugerencia del Vaticano II, el papa Pablo VI institucionalizó un nuevo tipo de sínodo, el “Sínodo de los Obispos”. Se pretendía hacer más visible la colegialidad de los obispos. El Papa es el principio perenne y fundamento de la unidad de la Iglesia. Pero la Iglesia no está centralizada en él, como si fuera el líder supremo de un partido totalitario. Las Iglesias locales, en doctrina y liturgia, vida y constitución, hacen presente localmente a toda la Iglesia de Cristo.

El centralismo papal y el particularismo episcopal son igualmente contrarios a la verdad de la única Iglesia de Dios, que se funda en la comunión de las muchas Iglesias locales dirigidas episcopalmente que reconocen en el Obispo de Roma el principio y fundamento eterno de la unidad visible de la Iglesia.

En consecuencia, un intercambio constante entre los obispos y con el Romano Pontífice es de suma importancia para que la Iglesia dé testimonio de la salvación de Dios en Cristo para el mundo entero y para cada individuo. En este intercambio continuo, el Sínodo de los Obispos es una asamblea consultiva. No tiene competencia en materias de doctrina y constitución de la Iglesia, que están reservadas a la asamblea plenaria de un Concilio ecuménico o de un sínodo particular cuyas decisiones son reconocidas por el Papa como expresión válida de la verdad de la Revelación.

Aunque el Papa ha concedido ahora “derecho de voto” a algunos laicos en el Sínodo sobre la sinodalidad, ni ellos ni los obispos pueden “votar” sobre la fe. En un Estado comprometido únicamente con el bien común temporal de todos sus ciudadanos y gobernado por una Constitución democrática, al pueblo se le llama con razón soberano. En la Iglesia, donada por Dios para la salvación eterna de la humanidad, Dios mismo es soberano.

Formulado teológicamente: El Hijo de Dios encarnado, el buen pastor que da su vida por el rebaño de Dios, es la cabeza que todo lo sustenta de toda la Iglesia. Él guía y gobierna a través de los pastores y maestros autorizados por él mismo. Esto no se hace, como en la política, mediante hombres que ejercen poder sobre los hombres, sino predicando la Palabra y proporcionando los sacramentos que Cristo encomendó a sus apóstoles y a sus sucesores para que los administraran (2Cor 5, 18-20).

En la Iglesia, por tanto, los obispos y los sacerdotes no son los representantes del pueblo que gobiernan; son representantes de Dios. Sirven al pueblo de Dios como pastores y maestros en la autoridad de Cristo, único Salvador de toda la humanidad y Sumo Sacerdote de la Alianza Nueva y Eterna.

Treinta años después del martirio de los príncipes apóstoles Pedro y Pablo en Roma, la Iglesia romana escribió a los corintios, que habían depuesto a algunos de sus sacerdotes: “Por tanto, siendo estas cosas manifiestas para nosotros, y puesto que miramos en las profundidades del conocimiento divino, nos conviene hacer todas las cosas en [su debido] orden, que el Señor nos ha mandado hacer en tiempos determinados. Él ha ordenado que [se le presenten] ofrendas y se le preste servicio [a Él], y eso no de manera irreflexiva o irregular, sino en los tiempos y horas señalados.

Dónde y por quién quiere que se hagan estas cosas, Él mismo lo ha fijado por su suprema voluntad, para que todas las cosas, hechas piadosamente y según su buena voluntad, le sean aceptables. Aquellos, entonces, que presenten sus ofrendas en los tiempos señalados, son aceptados y bendecidos; porque en la medida en que siguen las leyes del Señor, no pecan. Porque sus propios servicios peculiares están asignados al sumo sacerdote, y su propio lugar está prescrito a los sacerdotes, y sus propios ministerios especiales recaen en los levitas. El profano está sujeto a las leyes que pertenecen a los profanos” (Primera Carta de Clemente40, 1–5).

El hecho de que la Iglesia no sea ni pueda ser una democracia no es el resultado de una mentalidad autocrática persistente. Se debe al hecho de que la Iglesia no es en absoluto un Estado ni una entidad creada por el hombre. La esencia de la Iglesia no puede ser captada por las categorías sociológicas de la razón natural, sino sólo a la luz de la fe que el Espíritu Santo obra en nosotros.

La Iglesia como comunidad de fe, esperanza y amor debe su existencia a la voluntad salvadora de Dios, que llama a los hombres y los hace suyos, en medio de los cuales él mismo habita (Col. 2, 9). La soberanía de Dios reside en su omnipotencia y amor, que ofrece sin tener que temer a sus criaturas como competidoras (a diferencia del mito pagano de Prometeo).

Y como criaturas no tenemos que insistir en una autonomía absoluta o emanciparnos de nuestro Creador para luchar por nuestra libertad, pues la plenitud de su amor es la fuente de nuestro ser. Ese amor nos hace libres para la devoción, cuyo objetivo es la unidad con Dios en el amor.

Un Sínodo de Obispos debería deliberar sobre cómo enfrentar los desafíos de la fe en el mundo de hoy para que Cristo llegue a la atención de la gente de hoy como la luz de sus vidas. Por el contrario, algunos activistas, especialmente aquellos que se embarcaron en el “Camino Sinodal” alemán, consideran el próximo Sínodo sobre la Sinodalidad como una especie de congreso de fieles autorizado a dar a la Iglesia de Dios una nueva constitución y nuevas doctrinas acordes al espíritu. de la época.

Tengan la seguridad de que incluso si una mayoría de los delegados “decidieran” sobre la “bendición” (blasfema y contraria a las mismas Escrituras) de las parejas homosexuales, o la ordenación de mujeres como diáconos o sacerdotes, ni siquiera la autoridad del Papa sería suficiente para introducir o tolerar tales enseñanzas heréticas, o cualquier otra enseñanza que contradiga la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura, la Tradición Apostólica y el dogma de la Iglesia.

Cristo encargó a Pedro fortalecer a sus hermanos en su fe en él, el Hijo de Dios, y no introducir doctrinas y prácticas contrarias a la Revelación. Enseñar en contra de la fe apostólica privaría automáticamente al Papa de su cargo. Todos debemos orar y trabajar con valentía para evitarle a la Iglesia semejante calvario.

Dios no necesita que le demos una actualización a su Palabra ni a la Iglesia. En lugar de escuchar “doctrinas y preceptos humanos” (Col 2, 22), debemos adherirnos a “las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina conforme a la piedad” (1Tm 6,3). Abandonemos el vano proyecto de utilizar nuestra limitada lógica humana para “reformar” la palabra de Dios de acuerdo con supuestos cambios de paradigma. Somos nosotros los que necesitamos reformarnos y conformarnos a Dios.

Ciertamente, la Palabra eterna y definitiva de Dios ha asumido una forma lingüística cada vez más precisa en las doctrinas de la Iglesia, a menudo con el fin de esclarecer la verdad de la Revelación contra los herejes y cismáticos. Sin embargo, este proceso de definición no es lo mismo que agregar algo a la Palabra de Dios. La Revelación en toda su plenitud fue entregada a los apóstoles, a cuyas enseñanzas se adhiere fielmente la Iglesia hasta el regreso de su Señor y cabeza.

El Sínodo sobre la Sinodalidad será una bendición para la Iglesia si y sólo si todos sus participantes, desde el Papa hasta los obispos, los sacerdotes, los religiosos y los laicos, se dejan iluminar por Jesucristo, “Luz de los pueblos… que resplandece sobre la faz de la Iglesia” (Lumen Gentium n. 1).

Los participantes deben cuidarse de utilizar la “sinodalidad” como una palabra mágica, como si pudiera evocar nuevas realidades. La sinodalidad no debe interpretarse ideológicamente. El gobierno de la Iglesia no puede reducirse a los términos de la política de poder. Los temas apropiados de discusión son los métodos y estructuras para una mejor comunicación y coordinación de los laicos, religiosos y clérigos, sobre la base de una comprensión de la Iglesia como una comunión constituida sacramentalmente.

Es mi oración que el Sínodo sobre la Sinodalidad sea guiado por la fe auténtica formulada por los Padres del Vaticano II: “Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo.

Pues la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad. Los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los unos de los otros y al de los restantes fieles; éstos, a su vez, asocien gozosamente su trabajo al de los Pastores y doctores.

De esta manera, todos rendirán un múltiple testimonio de admirable unidad en el Cuerpo de Cristo. Pues la misma diversidad de gracias, servicio y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque «todas... estas cosas son obra del único e idéntico Espíritu” (1 Co 12, 11)” (Lumen Gentium n. 32).

Publicado originalmente en inglés el 27 de octubre de 2023, en The Church Is Not a Democracy | Gerhard Cardinal Müller
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