DOCE AÑOS CON FRANCISCO
"Doce años con Francisco. Ecumenismo, modernismo y apostasía en el Vaticano" - Alejandro Sosa Laprida.ÍNDICE
1. Prólogo - Flavio Infante - p. 3
2. Introducción - p. 7
3. Un debate sobre la crisis conciliar - p. 11
4. Bergoglio y la pena de muerte - p. 39
5. Crisis de la Iglesia y punto de no retorno - p. 43
6. Ayudemos al Santo Padre - p. 45
7. La serpiente del Vaticano - p. 62
8. Bergoglio y el judaísmo - p. 79
9. Bergoglio promueve las falsas religiones - p. 85
10. El Vaticano bendice la sodomía - p. 100
11. Bergoglio a transexual: “querida hermana” - p. 102
12. Los homosexuales “viven el don del amor” - p. 103
13. Francisco, “rabino de referencia” - p. 104
14. El Soberano Blasfemador del Vaticano - p. 118
15. La fraternidad es ancla de salvación para la humanidad - p. 127
16. Francisco y la ideología homosexualista - p. 133
17. Francisco promueve la agenda LGBT - p. 142
18. Francisco el pornógrafo - p. 145
19. La apostasía vaticana continúa - p. 154
20. Benedicto XVI: ¿Doctor de la Iglesia? - p. 158
21. Ecumenismo y apostasía - p. 185
22. Ceguera espiritual y negación de la realidad - p. 190
23. La religión bergogliana es modernismo puro - p. 235
24. Todas las religiones son un camino para llegar a Dios - p. 240
25. Bergoglio redobla la apuesta - p. 242
26. Bergoglio promueve la religión de la masonería - p. 244
27. Dios no puede ser Dios sin el hombre - p. 248
28. La Iglesia conciliar contra el Estado católico - p. 249
29. La religión del Vaticano no es el catolicismo - p. 256
30. Una mirada escatológica - p. 264
31. Epílogo - p. 268
32. Contratapa - p. 269
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INTRODUCCIÓN
Este libro no es más que una modesta selección de textos que he ido publicando durante estos últimos años en diferentes páginas digitales sobre el actual pontificado -y, más ampliamente, sobre la crisis eclesial post conciliar-, a semejanza de mis anteriores trabajos, Apostasía vaticana, publicado hace exactamente dos años, en marzo de 2023 y Con voz de dragón, en septiembre de 2017.
En inglés: 1. 12 YEARS WITH FRANCIS - 2. NEW BOOK IN ENGLISH: "THE DECEPTIVE PONTIFICATE …
El objetivo es doble: dejar un testimonio para la posteridad sobre la gravísima situación en que se encuentra la Iglesia por la infiltración modernista en su seno -alcanzando a las máximas autoridades romanas-, y contribuir a generar, en la medida de mis muy limitadas posibilidades, una urgente toma de conciencia por parte de una feligresía mayoritariamente desorientada, engañada por malos pastores y, en gran medida, descarriada del recto camino de la fe y la moral católicas por falsos profetas y por lobos voraces disfrazados con piel de cordero.
Estas últimas características -como a buen seguro ya lo habrán intuido-, las aplico de modo rotundo a quien desde hace doce interminables años se presenta ante el mundo nada menos que como el Sucesor de San Pedro, el Vicario de Cristo en la tierra y el Soberano Pontífice de la Iglesia. Pero no solamente a su persona, ni de manera exclusiva a los últimos años de la vida de la Iglesia, como si el cúmulo de males presentes hallara su raíz profunda en los desbarajustes bergoglianos. Es éste un punto de divergencia mayor que me mantiene apartado del número creciente de católicos que, con el paso del tiempo, han ido adoptando una actitud cada vez más crítica hacia el actual pontificado.
Muchos se escandalizan de mi postura -a menudo tachada de extremista e irrespetuosa-, lo que lamento sinceramente, pero la verdad es que me veo obligado en conciencia a obrar como lo hago. Porque, al considerar lo sucedido en las décadas recientes, no puedo dejar de interrogarme:
¿Habría sido posible el escándalo de la Pachamama en el Vaticano sin las asambleas multiconfesionales de Asís, convocadas en tres ocasiones por “San” Juan Pablo II -siendo el Cardenal Ratzinger nada menos que el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe-, y más tarde también organizada por Benedicto XVI y el mismo Francisco?
¿Sería posible hoy la persecución de la misa tradicional desatada por el motu proprio Traditionis Custodes sin la previa promulgación del nuevo misal romano por “San” Pablo VI en 1969, el cual, en buena lógica, hizo cesar el anterior -de facto y de iure-, lo que evidencia la falacia de los supuestos dos modos -ordinario y extraordinario- del único rito romano, esgrimida por Benedicto XVI en Summorum Pontificum, asunto en el cual, nobleza obliga, la razón asiste a Bergoglio?
¿Podrían haber sido convocados los aquelarres multireligiosos de Asís -anualmente renovados desde 1986-, si no hubiese existido la declaración conciliar Nostra Aetate sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas?
¿Habría sido imaginable el homenaje a Lutero y a la falsa reforma protestante sin la promulgación del decreto conciliar Unitatis Redintegratio sobre el ecumenismo, en flagrante oposición a los principios establecidos por Pío XI en su encíclica Mortalium Animos?
¿Habría sido posible la disolución de las costumbres en el clero, el relajamiento y la laicización generalizada de sacerdotes y religiosos, y la acelerada extinción de la vida religiosa -particularmente de la contemplativa-, sin el mundano aggiornamento promovido por el “Beato” Juan XXIII y por el “Santo” Pablo VI en la Iglesia y en las congregaciones religiosas?
En definitiva: ¿podría haber habido un pontificado tan heterodoxo y escandaloso como el actual en tiempos previos al concilio?
Todo lleva a responder por la negativa: ninguno de los desastres acaecidos durante estos últimos doce años de la vida de la Iglesia hubiesen podido tener lugar sin el evento conciliar y sus innovaciones doctrinales, sin el magisterio post conciliar que las profundizó y la vorágine de reformas efectuadas en todos los ámbitos de la vida eclesial desde la década del 60’, que dieron la impresión de constituir, más que una legítima reforma guiada por un sano criterio prudencial, una auténtica revolución, un giro copernicano, una ruptura substancial en relación con los dos mil años previos de la historia de la Iglesia.
¿Qué hacer, entonces, ante este panorama desolador, apabullante, distópico -por no decir diabólico-, sin dejarse abatir ni caer en el desánimo? Pues, sencillamente, dar testimonio público, en la medida de las posibilidades de cada uno, con caridad, humildad y prudencia, tomando siempre en cuenta la casi total incapacidad intelectual pero, sobre todo, emocional, en la que se encuentra la mayor parte de la gente y, especialmente, el clero, para comprender la naturaleza y el alcance de la presente crisis eclesial.
En efecto, en vano esgrimirá uno, entre muchísimos otros casos que la ilustran, la incalificable anomalía que constituyen las asambleas interreligiosas de oración por la paz de Asís -convocadas por los tres últimos papas, en aplicación de los documentos conciliares-, el Novus Ordo Missae “fabricado” prácticamente ex nihilo junto a pastores protestantes en una óptica “ecuménica”, o el culto rendido a la Pachamama en el Vaticano.
O bien la bendición del concubinato y la sodomía autorizadas por la declaración Fiducia Supplicans concebida por el Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el inefable Magister Osculator “Tucho” Fernández, y ratificada por el “Santo Padre” Bergoglio -dos compatriotas míos que deberían suscitar en cada uno de los católicos argentinos un vehemente espíritu penitencial-.
En cualquiera de esos casos, siempre recibirá uno por respuesta ya una presurosa evasiva suscitada por una suerte de disonancia cognitiva paralizante, ya una enrevesada justificación para cada atentado cometido contra la fe católica, acompañada de una mirada entremezclada de condescendencia y de un desprecio apenas disimulado.
Esta manifiesta dificultad para mirar la realidad de frente, sin negar aquello que perturba y sin precipitarse a elucubrar toda suerte de pretextos inverosímiles conducentes a establecer una imposible “hermenéutica de la continuidad” que permita respirar aliviado y proseguir con su rutina sin sobresaltos, es el común denominador de la abrumadora mayoría de los clérigos conciliares con los que he abordado estos delicados asuntos.
Naturalmente, comprendo el movimiento reflejo que se produce, pues todo católico medianamente instruido sabe que la jerarquía eclesiástica tiene por finalidad la transmisión de la fe, y que ella, al obrar en unión con el legítimo y verdadero Sucesor de San Pedro, no puede, en virtud de la promesa divina de Nuestro Señor, traicionar el depositum fidei.
Esto necesariamente me conduce a interrogarme sobre la naturaleza de los “papas conciliares”, dado que la Iglesia recibe su infalibilidad de Cristo a través de su Vicario en la tierra, el Romano Pontífice. La presencia de un legítimo sucesor de San Pedro constituye un obstáculo a la defección de la fe, es la garantía de la inerrancia doctrinal de la Iglesia y el katejon paulino que impide la manifestación del hombre de pecado. Ahora bien, la sola evocación de esta posibilidad explicativa respecto a la crisis eclesial post conciliar provoca automáticamente un espanto sobrenatural sobrecogedor y generalizado.
En efecto, el “misterio de iniquidad” y la “gran apostasía” anunciados por San Pablo, o la venida de “falsos Cristos”, acerca de los cuales nos advirtió Nuestro Señor en su discurso del monte de los olivos, vienen inmediatamente a la mente y nos recuerdan la realidad de los acontecimientos escatológicos, la ineluctabilidad -y, a mi parecer, también la proximidad-, de las postrimerías, silenciadas sistemáticamente desde el CVII, e ignoradas -o incluso, desdeñadas-, por una abrumadora mayoría del clero. Los clérigos se encuentran así doblemente vulnerables ante este tipo de preguntas. Primeramente, por la evidente y comprensible dificultad para admitir un desvío doctrinal en la enseñanza recibida de las autoridades eclesiásticas y, en segundo lugar, por su cuasi radical incapacidad de efectuar una lectura escatológica de los acontecimientos actuales, en particular en lo que a la Iglesia se refiere.
Esta situación los vuelve sumamente aprensivos a los cuestionamientos teológicos y litúrgicos sobre lo que viene acaeciendo en la Iglesia desde el CVII, con su alud de reformas y su “magisterio” post conciliar repleto de novedades, de innegable cuño modernista, en clara ruptura con el magisterio y con la pastoral preconciliares.
La situación actual, en apariencia inextricable, inevitablemente provoca confusión e inseguridad, y detona virulentas reacciones de escapismo y de negación de la realidad en los sacerdotes y religiosos, lo que los lleva, en su desasosiego, a imaginar que quienes plantean estas espinosas cuestiones son personas fanáticas, rigoristas y animadas por un mal espíritu, potenciales enemigos de la Iglesia, gente peligrosa que debe ser rigurosamente evitada, e incluso, denunciada.
El riesgo reside en que esta negación sistemática de la realidad puede conducir a una imposibilidad radical de comprender la situación en la que nos hallamos, cuyo desenlace eventual podría ser la incapacidad de identificar al Anticristo cuando se manifieste, así como a su colaborador religioso, el “falso profeta” que le allanará el camino y le brindará una legitimidad espiritual ante la opinión pública mundial. No olvidemos que su aptitud para el engaño será colosal y, si uno no es capaz de discernir los males presentes -que son aún identificables con relativa facilidad-, ¿de qué modo lo logrará cuando las “bestias” realicen “grandes señales y prodigios”, llegando a engañar, de ser posible, “incluso a los elegidos” (Mt. 24, 24)?
Para que se entienda bien el sentido de mi advertencia, daré un ejemplo un tanto descarnado: quien actualmente no logre percibir la manifiesta impiedad y el notorio fraude espiritual que representan personajes tan ordinarios como Bergoglio y Fernández, difícilmente podrá discernir el “misterio de iniquidad” (II Tes. 2, 7) cuando éste haya alcanzado su apogeo, es decir, cuando los anticristos político y religioso -que serán líderes mundiales carismáticos y refinados- deslumbren al mundo con sus supercherías preternaturales.
Cuando esa hora llegue -y, a decir verdad, no creo que falte mucho tiempo-, no sucumbir ante el discurso mendaz y el inmenso poder persuasivo de esos secuaces del demonio, disfrazados de benefactores de la humanidad, “cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos y con todo engaño de iniquidad” (II Tes. 2, 9-10), se habrá vuelto misión imposible, humanamente hablando.
Pero nuestra fe y nuestra esperanza nos dan la certeza de que el triunfo provisorio del mal, permitido por Dios para purificar a los elegidos y hacer resplandecer su justicia en el Juicio de las Naciones -el célebre Dies Irae que canta la santa liturgia católica-, cesará por completo el día en que Jesucristo así lo disponga, el imperio mundial del Hombre de Pecado colapsará en el preciso instante en el que el Hijo del Hombre retorne glorioso para restaurar todas las cosas y dar inicio a su Reino Mesiánico de paz y justicia universales (Dn. 7, 13-14).
PRÓLOGO
Gestación y parto de la medianoche - Flavio Infante
Acierta el autor de esta colecta de despropósitos vaticanescos y de escabrosos bergoglifos en comenzándola con un debate que, acerca de la crisis de la Iglesia, mantuvo hace algún tiempo con un obcecado “hermeneuta de la continuidad”, a saber: un clérigo de provincias de índole digamos “conservadora”, uno de esos inapreciables cómplices que los jacobinos de mitra encuentran a la vera de sus atropellos, siempre solícitos en adobar las catástrofes con el purín de su fácil indulgencia. Creemos que esta disputa retrata adecuadamente el carácter de la crisis presente tanto como su secreta inspiración, oponiendo de un lado la exposición de evidencias incontestables y las consecuencias que su reconocimiento comporta, y del otro el encubrimiento de las defecciones más manifiestas a instancias de un pathos hoy suficientemente difundido que el autor no duda en calificar -en otro texto ofrecido más adelante- como a “ceguera espiritual”. Se trata de una inequívoca ofuscación de la inteligencia (potencia del alma a la que la antropología clásica le apropia el acto espiritual del “ver”) a instancias de la exaltación autonómica de la voluntad.
Sabemos cuánto, del nominalismo acá, se ha pretendido invertir las relaciones entre ambas facultades superiores, siempre lo bastante complejas como para sonsacarle al Aquinate (S. Th. I, q. LXXXII, a. 4) la constatación de que los actos de ambas se compenetran ya en razón de sus mismos objetos, porque «el bien se comprende en lo verdadero, tratándose de una especie de verdad entendida, y la verdad se incluye en el bien, por ser un bien deseado». Lo que no impide que la primacía le quepa al entendimiento, «pues necesariamente a todo moverse de la voluntad debe preceder la aprehensión, y no a toda aprehensión precede el imperio de la voluntad». Triunfante finalmente la contraria tesitura que pone a la voluntad a comandar la actividad espiritual, no es raro que el agravamiento de esta inversión antropológica culmine, como hoy día se comprueba hasta la náusea, en el absolutismo de los instintos, y la «caña pensante» se vea sustituida en toda regla por el bípedo implume y nervioso que agita la superficie del mundo como con un balde en la testa, a tientas, sin más.
Pues bien: pese a la paciencia argumentativa y a la cortesía manifiesta del objetor de la absurda tesis continuista, acá se da lo contrario de los diálogos platónicos, y Glaucón, Laques y Agatón no se dejan convencer. Aún más: ensayan sucesivos círculos concéntricos, como los de perros que persiguieran su propia cola, dando muestras de eso que se ha llamado oportunamente “razonamiento circular”, esto es, el embudo en el que se despeña la cartesiana res cogitans cuando recusa obstinadamente la noticia ofrecida a su conciencia, la sensible epifanía de las cosas. Adviértase el tenor del entuerto: es lo noto y conocido aquello que la razón rechaza para seguir trazando su propio surco demencial con exclusión de toda prueba proveniente del ya lejano e indescifrable mundo que se yergue allende el propio naso. Este hábito autofágico que inaugura el subjetivismo es, al cabo, la conclusión obligada de la asimilación del convite gnóstico que, desde los albores de la historia humana, con remozados ropajes y consumando sucesivos hitos, siempre en pugna con la Tradición al tiempo que parasitándola, acabaría por verter sus gases por toda la sobrehaz del mundo. La modernidad se hace fiel a este desatino arcaico colonizando y sometiendo toda actualidad al ser-en-potencia, que es el que mejor se adecúa al talante fluvial de la conciencia; su rasgo predominante, tal como se advierte tempranamente en Heráclito, estriba en el exaltar las transiciones y mudanzas con creciente derelicción de las nociones de causa y fin.
Ha sido ésta la perpetua y más honda tentación de la criatura reflexiva, la anti-metafísica susurrada al oído del hombre de los primordios y de las postrimerías, capaz de acarrear consigo otros siete espíritus inmundos para tomar completa posesión de éste y, a menudo, de enteras naciones. Sabemos por la baquía de los siglos cómo se dieron las cosas en la procelosa parábola temporal, y se sirvió recordarlo en célebre síntesis el papa san Pío X justo cuando esa última confederación y enclave de Cristiandad que fue el Imperio Austrohúngaro estaba a punto de ser barrido del mapa: “la civilización no está por inventarse ni la ciudad nueva por construirse en las nubes. Ha existido, existe, es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana, de la revolución y de la impiedad” (Carta apostólica Notre charge apostolique, 25-VIII-1910).
La experiencia histórica de la Cristiandad, que constituyó ese ápice temporal en que “uno más fuerte le quitó al dominador sus armas y repartió sus despojos” haciendo reinar a Cristo en las leyes y las costumbres, acabó siendo socavada con maldita tenacidad por los conjurados “contra el Señor y su Cristo”, tal como lo había vaticinado David en el memorable salmo, en una actualización difusa pero no menos real de las maquinaciones sanedríticas del Viernes Santo. Mismo trance había previsto el Apocalipsis en la figura del Dragón lanzado a “hacer la guerra a la Mujer y al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios” (12, 17), y a la Bestia a la que le sería dado el poder “de hacer la guerra a los santos y vencerlos” (13, 7).
La conjura anticristiana, motín teorético promovido a la postre en todos los estratos de la realidad, operó durante siglos desde la sombría espelunca del cabalista acechando el calcañar de la estirpe de los redimidos: entre esta labor de gabinete y la moderna ejecución del concepto de “guerra total”, con su saldo de vasta aniquilación humana y cultural, hay apenas una diferencia de grados. Es la divinización del poder en detrimento de la serena posesión de la verdad, del gaudium de veritate tal como pudo preconizarlo aquella sociedad conformada al Evangelio. De ahí que el desarrollo unilateral de la técnica en nuestros días remita necesariamente a la magia, a la alquimia, a toda esa conjunción de supercherías que prometen la plenitud a cambio del mero conocimiento instrumental de la realidad, haciendo del hombre causa sui y a su redención un asunto de naturaleza política.
Desde las primeras propuestas laicistas formuladas en el otoño de la Edad Media, con las cortes principescas remolcadas por la usura y pervertidas en sus fibras más íntimas por los esoterismos pujantes, atravesando la ruptura religiosa del siglo XVI con sus vastísimas consecuencias históricas, el abatimiento del Trono y el Altar fue la consigna prioritaria de los milicianos del Enemigo: era menester urgir el advenimiento de la Ciudad del Hombre y la horizontalización de las miras y las esperanzas, todo extendido como en mesa de laboratorio. La revolución de 1789 más la revolución industrial, con ser hechos que se desenvuelven en distintos planos, guardan una indiscutible solidaridad recíproca y sirven, con su retemblor nutrido a sangre humana y obtenida la disolución de los vínculos primarios entre las gentes, a apurar el desenlace escatológico. La aceleración del tiempo impulsada por los sectarios del progreso obra, de paso, como eficaz expediente para nublar la conciencia de lo permanente.
Hoy día el triunfo del plan prometeico se afirma en el hecho más que patente de que las alocadas elucubraciones iluministas ya no son del mero dominio de unas élites desgajadas del cuerpo social al tiempo que la población -como aún sucedía casi mayoritariamente en el siglo XIX y buena mitad del XX- continúa viviendo de sus ritos y hábitos ancestrales, sino que logró difundirse con éxito un nihilismo de masas que constituye un fenómeno único en la historia. Incluso los fenicios y los aztecas, arrastrados por los demonios a la abominable práctica de los sacrificios humanos, admitían siquiera la existencia de seres sobrehumanos cuya ira debían aplacar, y ninguno de los filósofos presocráticos que indagaron en la arqueología del cosmos apuró la identificación del elemento «tierra» con la arkhé. El humus, proveedor de la materia con la que el hombre, homo, fue creado, jamás fue admitido como principio autosuficiente: cabía a nuestros tiempos la repulsa de lo ultraterreno y la consecuente antropolatría, lo que constituye el supremo sacrilegio al paso que la suprema impostura que se haya nunca ensayado.
Toda la historia moderna lo comprueba: el Deus sive natura, más o menos explícito, abona la multitud de extravíos hoy vigentes que confluyen en la común obra de indistinción del orden natural y el sobrenatural, y no extraña advertir que muchos de los delirios excogitados en los antros de los humanistas del lejano siglo XV informen tanto la hodierna Weltanschauung como la moral cívica que se destila en las escuelas y en los medios de masas, así como ¡ay! en el púlpito de las parroquias y en las sedes episcopales.
Así, Pico della Mirandola “habría anticipado a aquellos de nuestros existencialistas para los cuales la esencia del hombre consiste en no tener una definida, sino en el poder devenir todo cuanto ambicione ser”, con cumbre en la noción hoy tan clarineada de «autopercepción», al paso que un clérigo cabalista como Marsilio Ficino, protegido de los Medici y precursor del ecumenismo post-conciliar, “apreciaba mucho las ideas que el bizantino Gemisto Pletón (…) proclamaba sobre el inminente final de las religiones tradicionales, hebraísmo, cristianismo e islamismo, en favor de una nueva religión universal consistente en la resurrección de los antiguos cultos paganos” que servirían a encubrir “un monismo panteísta, una religión esotérica del «destino» y del cíclico «eterno retorno» (…), una religión para la cual el universo es eterno e increado” (Luigi Copertino, Il confronto con la gnosi spuria secondo Ennio Innocenti. Sacra Fraternitas Aurigarum Urbis, Roma, 2018).
Aquellos extravíos tuvieron, en lo que toca a la disciplina eclesiástica y a la reafirmación del dogma, su necesario correctivo en Trento, pero en la organización de los Estados (y aún más luego de consumada la ruptura protestante) siguió circulando con creciente suceso el veneno sincrético-ocultista hasta ahogar toda posibilidad de restauración de un orden social católico. Es finalmente un hecho, por todo esto, que el largo cerco sobre la Ciudad Santa se reveló exitoso y que ésta acabó siendo tomada por asalto por las maquinaciones de los unos y las debilidades y traiciones de los otros. Como una cáscara vacía rellena de una sustancia anómala, la iglesia conciliar (así llamada por monseñor Benelli, sustituto de la Secretaría de Estado de Paulo VI) fue en adelante gobernada por pontífices «activamente heterodoxos», tal como se los califica sin hipérbole en estas páginas, y hoy, para estupor del firmamento constelado de estrellas, la incautada Sede de Pedro emite documentos oficiales en los que se autoriza la comunión de los adúlteros, se proclama la bondad de todas las religiones y se bendice la sodomía.
La desolación no podría ser mayor. Ni la ironía más cruel. El eclipse de la Iglesia se plasma al mismo tiempo en que ésta es motejada, en las aulas conciliares, como a Lumen gentium, y la fosca atmósfera social que es producto de la apostasía de las naciones recibe un bautismo inválido de manos de la Jerarquía del Iscariote. Nos hemos acostumbrado, en medio de tan recurrentes sinuosidades y equívocos, a recelar la intención antifrástica cada vez que éstos citan un pasaje del Evangelio. Las promesas de la modernidad, al igual que las del modernismo eclesiástico, se revelaron como lo que realmente son: promesas de negro (como suele decirse en nuestro pago), verborrea hueca sin atisbo de realización en los hechos, siendo por tanto la cosecha de aquélla un orden temporal devastado que imprime aun entre algoritmos la problematicidad de la mera subsistencia tal como ocurre en las tribus de cazadores-recolectores, al paso que la impostura religiosa priva a las almas de los medios para sobrellevar las presentes pruebas y alcanzar la salvación.
Por eso, y volviendo al incierto debate que encabeza este florilegio, creemos que quienes terminan por dar el postrero brochazo a la espeluznante crisis en curso son esos esbirros del modernismo que visten capa de ortodoxia. El problema de éstos radica en ser sólo informados por buenas intenciones sin que los anime capacidad alguna de veredicto, y esto porque, aunque ganosamente aferrados al mástil del Magisterio, los han alcanzado los gases tóxicos de los tiempos que hacen de la especulación un solícito feudatario de la volición. Hoc volo, sic jubeo, sit pro ratione voluntas. Lo dijo inmejorablemente Nicolás Gómez Dávila: “para que el hombre sea dios, es forzoso atribuirle la voluntad como esencia, reconocer en la voluntad el principio y la materia misma de su ser. La voluntad esencial, en efecto, es suficiencia pura. La voluntad esencial es atributo tautológico de la autonomía absoluta”. No se defiende adecuadamente a la ortodoxia desde la soberanía de la voluntad, sustancia linfática del desmadre moderno y de la adoración del hombre; asumido tal principio, a lo más, se asume el obediencialismo de tragaderas que ingurgita, como un abismo voraz, como el odre de los vientos, la verdad inmutable y el aggiornamento, los dogmas de la Iglesia y las novedades de conciliábulo, todo junto como en botica.
La medianoche oprime y el nadir se alarga: es el tiempo más idóneo para la esperanza, para la épica locura de la esperanza, porque “por lo más oscuro amanece”.