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«Nuestra esperanza tiene un nombre: ¡Jesucristo!»: la homilía del cardenal Sarah en Chartres

El cardenal Sarah la Misa de clausura de la peregrinación a Chartres el lunes 21 de mayo. A continuación, presentamos la homilía que pronunció frente a los 12.000 peregrinos que partieron de Notre-Dame de Paris, dos días antes.

Queridos peregrinos de Chartres,
La Luz ha venido al mundo, nos dice hoy Jesús en el evangelio (Jn 3, 16-21), pero los hombres prefirieron las tinieblas. Y ustedes, queridos peregrinos, han acogido a la única Luz que no engaña, la Luz de Dios. Han caminado durante tres días, han rezado, han cantado, han sufrido bajo el sol y bajo la lluvia: ¿han acogido a la luz en sus corazones? ¿Ustedes han renunciado realmente a las tinieblas, han elegido continuar el camino siguiendo a Jesús, que es la Luz del mundo? Queridos amigos, permítanme hacerles esta pregunta radical, porque si Dios no es nuestra Luz todo lo demás se vuelve inútil. Sin Dios, todo es tinieblas.
Dios vino a nosotros, se hizo hombre, nos reveló la única verdad que salva, él murió para redimirnos del pecado. Y en Pentecostés nos dio el Espíritu Santo, nos ofreció la luz de la fe, pero nosotros preferimos las tinieblas.

Miremos a nuestro alrededor: la sociedad occidental ha optado por organizarse sin Dios y ahora se entrega a las luces llamativas y engañosas de la sociedad de consumo, buscando el beneficio a toda costa, y en el individualismo desenfrenado. Un mundo sin Dios es un mundo de tinieblas, mentiras y egoísmo.

Sin la Luz de Dios, la sociedad occidental se ha convertido en un barco ebrio en medio de la noche. No tiene suficiente amor para acoger a los niños, para protegerlos desde el seno de sus madres, para protegerlos de la agresión de la pornografía. Privada de la luz de Dios, la sociedad occidental ya no sabe respetar a sus mayores, acompañar a los enfermos hasta la muerte, hacer un lugar para los más pobres y los más débiles. Se ha entregado a la oscuridad del miedo, de la tristeza y del aislamiento. Sólo tiene para ofrecer el vacío y la nada.

Esta sociedad occidental permite que proliferen las ideologías más locas. Una sociedad occidental sin Dios puede convertirse en la cuna de un terrorismo ético y moral más virulento y destructivo que el terrorismo islámico. Recuerden que Jesús nos dijo: “no teman nada de aquéllos que matan el cuerpo, pero que no pueden matar el alma. Teman más bien a los que pueden hacer perecer en la gehena tanto al alma como al cuerpo” (Mt 10, 28).

Queridos amigos, perdonen esta descripción, pero debemos ser lúcidos y realistas. Si les hablo de esta manera es porque en mi corazón de sacerdote y de pastor siento compasión por tantas almas que están extraviadas, perdidas, tristes, preocupadas y solas.

¿Quién las conducirá a la Luz? ¿Quién les mostrará el camino de la Verdad, el único verdadero camino de libertad que es el de la Cruz? ¿Las vamos a dejar expuestas al error, al nihilismo desesperado o al islamismo agresivo sin hacer nada?

Debemos clamar al mundo que nuestra esperanza tiene un nombre: Jesucristo, único salvador del mundo y de la humanidad.

Queridos peregrinos de Francia, miren esta catedral, sus antepasados la construyeron para proclamar su fe. Todo en su arquitectura, en su estructura y en sus vitrales proclama la alegría de ser salvados y amados por Dios. Sus antepasados no fueron perfectos, no eran sin pecado, pero quisieron dejar que la luz de la fe iluminara sus tinieblas.

¡También hoy tú, pueblo de Francia, despiértate, elige la Luz, renuncia a las tinieblas!

¿Cómo hacer? El Evangelio nos responde: el que obra la Verdad va a la Luz. Dejemos que la luz del Espíritu Santo ilumine concretamente nuestras vidas, simplemente y hasta en las regiones más íntimas de nuestro ser más profundo. Obrar según la verdad es ante todo poner a Dios en el centro de nuestras vidas, así como la Cruz es el centro de esta catedral.

Hermanos, elijamos dirigirnos a Él cada día.

En este momento, asumamos el compromiso de tomar unos minutos de silencio todos los días para recurrir a Dios y decirle: Señor, reina en mí, te doy toda mi vida.

Queridos peregrinos, sin silencio no hay luz. Las tinieblas se alimentan del ruido incesante de este mundo que nos impide volvernos a Dios. Tomemos ejemplo de la liturgia de la Misa de hoy. Ella nos lleva a la adoración, al temor filial y amoroso frente a la grandeza de Dios. Ella culmina en la consagración, en la que todos juntos estamos orientados hacia el altar, la mirada dirigida hacia la Hostia, hacia la Cruz, compartimos en silencio, en la contemplación y en la adoración.

Hermanos, amemos estas liturgias que nos hacen saborear la presencia silenciosa y trascendente de Dios y orientémonos hacia el Señor.

Queridos hermanos sacerdotes, me dirigiré ahora especialmente a ustedes.

El santo Sacrificio de la Misa es el lugar donde ustedes encontrarán la luz para vuestro ministerio. El mundo en el que vivimos nos solicita sin cesar. Estamos constantemente en movimiento. El peligro grande para nosotros sería que nos consideremos asistentes sociales. En este caso, no llevaremos más al mundo la luz de Dios, sino nuestra propia luz que no es la que los hombres esperan.

Sepamos orientarnos hacia Dios, en una celebración litúrgica de recogimiento, llena de respeto, de silencio e impregnada de santidad. No inventemos nada en la liturgia, recibamos todo de Dios y de la Iglesia. No busquemos el espectáculo ni el éxito.

La liturgia nos enseña, ante todo, que ser sacerdote no es hacer mucho, sino estar con el Señor en la Cruz. La liturgia es el lugar donde el hombre se encuentra cara a cara con Dios. Éste es el momento más sublime en el que Dios nos enseña a reproducir en nosotros la imagen de su hijo Jesucristo, para que él sea el primogénito de una multitud. La liturgia no es ni debe ser ocasión de ruptura, de lucha y de disputa.

Tanto en la forma ordinaria del rito romano como en la forma extraordinaria lo esencial es orientarnos hacia la Cruz, hacia Cristo, nuestro Oriente, nuestro todo, nuestro único horizonte. Ya sea en la forma ordinaria o en la forma extraordinaria, sepamos celebrar siempre, como en este día, según lo que enseña el Concilio Vaticano II, con una sencillez noble, sin sobrecargas inútiles, sin una estética ficticia y teatral, sino con el sentido de lo sagrado, preocupados primeramente por la gloria de Dios y con un verdadero espíritu de hijo de la Iglesia de hoy y de siempre.

Queridos hermanos sacerdotes, conserven siempre esta certeza: estar con Cristo en la Cruz, eso es lo que el celibato sacerdotal proclama al mundo. El proyecto de nuevo sugerido por algunos de separar el celibato del sacerdocio, confiriendo el sacramento del Orden Sagrado a hombres casados, a los viri probati, por las razones que digan o por necesidades pastorales, en realidad tendrá la grave consecuencia de romper definitivamente con la tradición apostólica.

En este caso fabricaríamos un sacerdocio acorde a nuestra medida humana, pero así no perpetuamos ni prolongamos el sacerdocio de Cristo, obediente, pobre y casto. Porque, en efecto, el sacerdote no es sólo un alter Christus, otro Cristo. Él es verdaderamente ipse Christus, Cristo mismo. Y es por eso que, después de Cristo y de la Iglesia, el sacerdote será siempre un signo de contradicción.

Y ustedes, queridos cristianos, laicos comprometidos en la vida de la ciudad, les quiero decir con fuerza: no tengan miedo. No tengan miedo de llevar a este mundo la luz de Cristo. El primer testimonio de ustedes debe ser su propia vida, su propio ejemplo de vida. No escondan la fuente de su esperanza, por el contrario, proclamen, testimonien, evangelicen. La Iglesia tiene necesidad de ustedes. Recuérdenles a todos que “sólo el Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad” (Veritatis Splendor n. 85).

A ustedes, queridos padres, les dirigiré un mensaje en particular. Ser padre y madre en el mundo de hoy es una aventura difícil, llena de sufrimientos, obstáculos y preocupaciones. La Iglesia les dice gracias. Sí, gracias por el don generoso de ustedes mismos. Tengan el coraje de criar a sus hijos a la Luz de Cristo. A veces tendrán que luchar contra el viento predominante, soportar el desprecio y las burlas del mundo, pero no estamos aquí para agradar al mundo. Nosotros proclamamos un “Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles” (1 Cor 1, 23-24). No tengan miedo, no se den por vencidos. La Iglesia, a través de la voz de los Papas, especialmente desde la encíclica Humanae vitae, les confía una misión profética. Testimonien ante todo vuestra alegre confianza en Dios que nos ha hecho guardianes inteligentes del orden natural. Ustedes anuncien lo que Jesús nos reveló a través de su vida. Queridos padres y madres de familia, la Iglesia los ama, amen a la Iglesia. Amen a su madre.

Me voy a dirigir finalmente a ustedes, a ustedes los más jóvenes que aquí son muy numerosos. Les ruego que escuchen ante todo a un anciano que tiene más autoridad que yo: es el evangelista san Juan. Más allá del ejemplo de su vida, san Juan también dejó un mensaje escrito a los jóvenes. En su primera carta, leemos estas emotivas palabras de un anciano a los jóvenes de las Iglesias que había fundado. Escuchen esta fuerte voz de un anciano: “os escribí a vosotros, a los más jóvenes, porque son fuertes y la palabra de Dios permanece en ustedes, ustedes que han vencido al maligno. No amen al mundo ni a lo que hay en el mundo” (1 Jn 2, 14-15).

El mundo que no debemos amar, comenta el padre Cantalamessa en su homilía del Viernes Santo, y al que no debemos conformarnos, no es –lo sabemos bien– el mundo creado y amado por Dios. No forman parte de ese mundo las personas hacia las cuales, por el contrario, debemos ir siempre, especialmente los más pobres y los más débiles, para amarlos y servirlos humildemente.

¡No! El mundo que no debemos amar es otro mundo. Es el mundo que ha pasado a estar bajo el dominio de Satanás y del pecado. Es el mundo de las ideologías que niegan la naturaleza humana y destruyen las familias. Es el mundo de las estructuras de las Naciones Unidas que impone imperativamente una nueva ética global a la que todos deberíamos someternos. Pero un gran escritor creyente británico del siglo pasado, T. S. Eliot, escribió tres versículos que dicen más que libros enteros. “En el mundo de los fugitivos, el que toma la dirección opuesta se verá como un desertor”.

Queridos jóvenes, si le han permitido a un anciano como san Juan hablar directamente a ustedes, yo los exhorto también y les digo: ustedes han vencido al maligno, luchen contra toda ley antinatural que les quieran imponer, opónganse a toda ley contraria a la vida y a la familia, sean de los que toman la dirección opuesta. Atrévanse a ir contra la corriente. Para nosotros los cristianos, la dirección opuesta no es un lugar, es una persona: es Jesucristo, nuestro amigo y nuestro Redentor.

Una tarea ha sido especialmente confiada a ustedes, jóvenes: salvar el amor humano de la deriva trágica en la que ha caído: el amor que no es más el don de sí mismo, sino sólo la posesión del otro, una posesión a menudo violenta y tiránica. En la Cruz, Dios se hizo hombre y nos reveló que Él es agapé, es decir, el Amor que se da hasta la muerte. Amar verdaderamente es morir por el otro, como el joven gendarme, el coronel Arnaud Beltrame.

Queridos jóvenes, a menudo ustedes experimentan sin duda en sus almas la lucha de las tinieblas y de la luz, a veces ustedes son seducidos por los placeres fáciles de este mundo. Con todo mi corazón de sacerdote, les digo: no lo duden, Jesús les dará todo. Al seguirlo para ser santos, ustedes no perderán nada, ganarán la única alegría que nunca decepciona. Queridos jóvenes, si hoy Cristo los llama a seguirlo como sacerdote, religioso o religioso, no duden, díganle fiat, un sí entusiasta e incondicional. Dios quiere tener necesidad de ustedes. Cuánta alegría. Cuánta gracia.

Occidente fue evangelizado por los santos y los mártires. Ustedes, jóvenes de hoy, serán los santos y mártires que las naciones esperan para una nueva evangelización. Sus patrias tienen sed de Cristo, no las decepcionen. La Iglesia confía en ustedes. Rezo para que muchos de ustedes respondan, hoy durante esta Misa, a la llamada de Dios a seguirlo, a dejar todo por Él, por su Luz. Cuando Dios llama es radical. Nos llama íntegramente, hasta el don total, hasta el martirio del cuerpo o del corazón.

Querido pueblo de Francia, son los monasterios los que han hecho la civilización de vuestro país. Son las personas, los hombres y las mujeres que han aceptado seguir a Jesús hasta el final, radicalmente, quienes han construido la Europa cristiana. Porque han buscado al Dios único, han construido una hermosa y pacífica civilización como esta catedral.
Pueblo de Francia, pueblos de Occidente, encontrarán la paz y la alegría sólo si buscan al Dios único. Vuelvan a sus raíces, regresen a la fuente, regresen al monasterio. Sí, todos ustedes atrévanse a pasar unos días en un monasterio. En este mundo de turbulencias, de fealdad y de tristeza, los monasterios son un oasis de belleza y alegría. Ustedes experimentarán que es posible poner concretamente a Dios en el centro de sus vidas, ustedes experimentarán la única alegría que no pasa jamás.

Queridos peregrinos, renuncien a las tinieblas, escojan la Luz, pidan a la Santísima Virgen María que nos enseñe a decir fiat, es decir, sí, plenamente como ella, que nos enseñe a recibir la luz del Espíritu Santo, como ella. En este día en que, gracias a la solicitud del Santo Padre, el papa Francisco, celebramos a María Madre de la Iglesia, pedimos a esta santísima madre poder tener un corazón como el suyo, un corazón que no niegue nada a Dios, un corazón ardiente de amor por la gloria de Dios, ardiente para proclamar a los hombres las Buena Noticia, un corazón generoso, un corazón grande como el corazón de María, con las dimensiones de la Iglesia, con las dimensiones del corazón de Jesús.

Publicado originalmente en francés el 23 de mayo de 2018, en www.famillechretienne.fr/…/notre-esperance…

Traducción al español por: José Arturo Quarracino
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Bendito y alabado sea el Señor, nada de madre tierra como pretenden algunos blasfemos!