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Un libro bomba. Ratzinger y Sarah le piden a Francisco que no abra hendijas a los sacerdotes casados

Por Sandro Magister

Se han encontrado. Se han escrito. Precisamente mientras “el mundo retumbaba con el ruido creado por un extraño sínodo de los medios de comunicación que ocupaba el lugar del sínodo real”, el de la Amazonia.

Y han decidido romper el silencio: “Era nuestro deber sagrado recordar la verdad del sacerdocio católico. En estos tiempos difíciles, cada uno debe temer que un día Dios le dirija este duro reproche: ‘Maldito seas, que no dijiste nada’”. Invectiva, ésta última, tomada de santa Catalina de Siena, gran fustigadora de Papas.

El papa emérito Benedicto XVI y el cardenal guineano Robet Sarah han entregado a la imprenta este libro poco antes de Navidad, que aparecerá en Francia a mediados de enero, publicado por Fayard, con el título: “Desde lo más profundo de nuestros corazones”, es decir, antes de que el papa Francisco haya dictado las conclusiones de ese sínodo amazónico que, en realidad, más que sobre ríos y bosques, ha sido una furiosa discusión sobre el futuro del sacerdocio católico, si célibe o no, y si abierto en un futuro a las mujeres.

Efectivamente, para Francisco será un problema serio abrir una puerta al sacerdocio casado y al diaconado femenino, después de que su predecesor y un cardenal de profunda doctrina y refulgente santidad de vida como Sarah hayan tomado una posición tan clara y poderosamente argumentada en defensa del celibato sacerdotal, dirigiéndose al Papa reinante con estas palabras casi de ultimatum, escritas con la pluma de uno, pero con el pleno consentimiento del otro: “Hay un vínculo ontológico-sacramental entre el sacerdocio y el celibato. Cada vez que se redimensiona este vínculo se cuestiona el magisterio del concilio y de los papas Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Suplico humildemente al papa Francisco que nos proteja definitivamente de esta eventualidad, vetando todo debilitamiento de la ley del celibato sacerdotal, aunque limitado a una u otra región”.

El libro, de 180 páginas, después de un prólogo del editor Nicolas Diat, se articula en cuatro capítulos.

El primero, titulado “¿De qué tenéis miedo?”, es una introducción firmada conjuntamente por los dos autores, fechada en septiembre de 2019.
El segundo es de Joseph Ratzinger, de enfoque bíblico y teológico, y lleva el título “El sacerdocio católico”. Está fechado el 17 de septiembre, antes que comenzara el sínodo.

El tercero es del cardenal Sarah y se titula: “Amar hasta el final. Enfoque eclesiológico y pastoral sobre el celibato sacerdotal”. Está fechado el 25 de noviembre, un mes después de que finalizara el sínodo, en el que el autor había participado asiduamente.

El cuarto es la conclusión conjunta de ambos autores, titulado: “A la sombra de la cruz" y lleva la fecha del 3 de diciembre.

En el capítulo por él firmado, Ratzinger intenta especialmente poner a la luz “la profunda unidad entre los dos Testamentos, a través del paso del Templo de piedra al Templo que es el cuerpo de Cristo”.

Y aplica este hermenéutica a tres textos bíblicos, de los que extrae la noción cristiana del sacerdocio célibe.

El primero es un pasaje del salmo 16: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa…”.
El tercero son estas palabras de Jesús en el evangelio de san Juan 17, 17: “Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad”.

Mientras que el segundo son dos pasajes del Deuteronomio (10, 8 y 18, 5-8) incorporados en la Oración Eucarística II: “Te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia”.

Para ilustrar el significado de estas palabras, Ratzinger cita casi íntegramente la homilía que pronunció en San Pedro la mañana del 20 de marzo de 2008, Jueves Santo, en la Misa crismal con la que se ordenan los sacerdotes.
Homilía que reproducimos a continuación, como pequeña muestra de todo el libro y de las páginas más directamente dedicadas a la cuestión del celibato.

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“Nosotros no inventamos la Iglesia como quisiéramos que fuese”
por Joseph Ratzinger / Benedicto XVI


El Jueves santo es para nosotros una ocasión para preguntarnos siempre de nuevo: ¿A qué hemos dicho «sí»? ¿Qué es esto de ser «ser sacerdote de Jesucristo»? El Canon II de nuestro Misal, que probablemente fue redactado en Roma ya a fines del siglo II, describe la esencia del ministerio sacerdotal con las palabras con las que, en el libro del Deuteronomio (cf. Dt 18, 5. 7) se describía la esencia del sacerdocio veterotestamentario: astare coram te et tibi ministrare. Son entonces dos las tareas que definen la esencia del ministerio sacerdotal: en primer lugar, el «estar en presencia del Señor».

En el libro del Deuteronomio esto se lee en el contexto de la disposición anterior, según la cual los sacerdotes no recibían ningún lote de terreno en Tierra Santa, pues vivían de Dios y para Dios. No se dedicaban a los trabajos habituales necesarios para el sustento de la vida cotidiana. Su profesión era «estar en presencia del Señor», mirarlo a él, vivir para él. La palabra indicaba así, en definitiva, una vida en la presencia de Dios y con esto también un ministerio en representación de los demás. Del mismo modo que los demás cultivaban la tierra, de la que vivía también el sacerdote, así él mantenía el mundo abierto hacia Dios, debía vivir con la mirada dirigida a Él.

Si esta frase se encuentra ahora en el Canon de la Misa, inmediatamente después de la consagración de los dones, luego de la entrada del Señor en la asamblea reunida para orar, entonces para nosotros esto indica que estamos ante el Señor presente, es decir, indica la Eucaristía como centro de la vida sacerdotal. Pero también esta expresión va más allá.

En el himno de la Liturgia de las Horas que durante la Cuaresma introduce el Oficio de Lectura —el Oficio que en otros tiempos los monjes rezaban durante la hora de la vigilia nocturna ante Dios y por los hombres—, una de las tareas de la Cuaresma se describe con el imperativo «arctius perstemus in custodia», «estemos de guardia de modo más intenso». En la tradición del monacato sirio, los monjes se definían como «los que están de pie». Estar de pie era la expresión para la vigilancia.

Lo que entonces se consideraba tarea de los monjes, con razón podemos verlo también como expresión de la misión sacerdotal y como interpretación correcta de las palabras del Deuteronomio: el sacerdote debe ser alguien que vele. Debe estar en guardia frente a las fuerzas amenazadoras del mal. Debe mantener despierto al mundo para Dios. Debe estar de pie frente a las corrientes del tiempo. De pie en la verdad. De pie en el compromiso por el bien. El estar en presencia del Señor debe ser siempre, en lo más profundo, también un hacerse cargo de los hombres ante el Señor, quien a su vez se hace cargo de todos nosotros ante el Padre. Y debe ser un hacerse cargo de él, de Cristo, de su palabra, de su verdad, de su amor. El sacerdote debe estar de pie, impávido y dispuesto a sufrir incluso ultrajes por el Señor, como refieren los Hechos de los Apóstoles: ellos se sentían «contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5, 41).

Pasemos ahora a la segunda frase, que la Plegaria Eucarística II toma del texto del Antiguo Testamento: «servirte en tu presencia». El sacerdote debe ser una persona recta, vigilante, una persona que está de pie. A todo ello se añade luego el servir.

En el texto del Antiguo Testamento esta frase tiene un significado esencialmente ritual: a los sacerdotes correspondía realizar todas las acciones de culto previstas por la Ley. Pero este obrar según el rito se consideraba como servicio, como un encargo de servicio: Así se explica con qué espíritu se debían llevar a cabo esas acciones.

Al utilizar la palabra «servir» en el Canon, en cierto modo se adopta ese significado litúrgico del término, en forma acorde a la novedad del culto cristiano. Lo que el sacerdote hace en ese momento, en la celebración de la Eucaristía, es servir, realizar un servicio a Dios y un servicio a los hombres. El culto que Cristo rindió al Padre consistió en entregarse hasta la muerte por los hombres. El sacerdote debe insertarse en este culto, en este servicio.

Así, la palabra «servir» implica muchas dimensiones. Ciertamente, del servir forma parte ante todo la correcta celebración de la liturgia y de los sacramentos en general, realizada con participación interior. Debemos aprender a comprender cada vez más la sagrada liturgia en toda su esencia, desarrollar una viva familiaridad con ella, de tal forma que llegue a ser el alma de nuestra vida cotidiana. Si celebraremos en el modo debido, entonces emerge por sí el ars celebrandi, el arte de celebrar. En este arte no debe haber nada artificioso. Debe ser una sola cosa con el arte de vivir correctamente.
Si la liturgia es una tarea central del sacerdote, eso significa también que la oración debe ser una realidad prioritaria que es preciso aprender sin cesar continuamente y cada vez más profundamente en la escuela de Cristo y de los santos de todos los tiempos. Dado que la liturgia cristiana, por su naturaleza, también es siempre anuncio, entonces debemos ser personas que tienen familiaridad con la Palabra de Dios, la aman y la viven: sólo entonces podremos explicarla de modo adecuado. «Servir al Señor»: precisamente el servicio sacerdotal significa también aprender a conocer al Señor en su Palabra y darlo a conocer a todas aquellas personas que Él nos encomienda.

Por último, del servir forman parte otros dos aspectos. Nadie está tan cerca de su señor como el siervo que tiene acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido, «servir» significa cercanía, requiere familiaridad. Esta familiaridad conlleva también un peligro: que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre.

Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, no percibimos más el hecho grande, nuevo y sorprendente: que Él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros. Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la indiferencia del corazón debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre nuestra insuficiencia y la gracia que implica el hecho de que él se entrega así en nuestras manos. Servir significa cercanía, pero sobre todo significa también obediencia.

El siervo debe cumplir las palabras: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Con esas palabras, en el Huerto de los Olivos, Jesús resolvió la batalla decisiva contra el pecado, contra la rebelión del corazón caído. El pecado de Adán consistió, precisamente, en el hecho que él quiso realizar su voluntad y no la de Dios. La humanidad tiene siempre la tentación de querer ser totalmente autónoma, de seguir sólo su propia voluntad y de considerar que sólo así seremos libres; que sólo gracias a una libertad similar sin límites el hombre sería completamente hombre, llegaría a ser divino. Pero precisamente así nos ponemos contra la verdad, dado que la verdad es que nosotros debemos compartir nuestra libertad con los demás y sólo podemos ser libres en comunión con ellos.

Esta libertad compartida sólo puede ser libertad verdadera si con ella entramos en lo que constituye la medida misma de la libertad, si entramos en la voluntad de Dios. Esta obediencia fundamental que forma parte del ser del hombre, se hace aún más concreta en el sacerdote: nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Él y su palabra, que no podemos idear por nuestra cuenta. Nosotros no inventamos la Iglesia como querríamos que fuese, sino que anunciamos la Palabra de Cristo en modo justo sólo en la comunión de su Cuerpo.

Nuestra obediencia es un creer con la Iglesia, un pensar y hablar con la Iglesia, un servir con ella. También en esta obediencia entra siempre lo que Jesús predijo a Pedro: «Te llevarán a donde tú no quieras» (Jn 21, 18). Este dejarse guiar adonde no queremos es una dimensión esencial de nuestro servir y eso es precisamente lo que nos hace libres. En ese ser guiados, que puede ser contrario a nuestras ideas y proyectos, experimentamos la novedad, la riqueza del amor de Dios.

«Servirte en tu presencia»: Jesucristo, como el verdadero sumo Sacerdote del mundo, confirió a estas palabras una profundidad antes inimaginable. Él, que como Hijo era y es el Señor, quiso convertirse en ese siervo de Dios que la visión del libro del profeta Isaías había previsto. Quiso ser el servidor de todos. En el gesto del lavatorio de los pies quiso representar el conjunto de su sumo sacerdocio.

Con el gesto del amor hasta el extremo Él lava nuestros pies sucios; con la humildad de su servir nos purifica de la enfermedad de nuestra soberbia. Así nos hace capaces de convertirnos en comensales de Dios. Él se abajó, y la verdadera elevación del hombre se realiza ahora en nuestro descender con él y hacia él. Su elevación es la cruz. Es el abajamiento más profundo y, como amor llevado hasta el extremo, es a la vez el culmen de la elevación, la verdadera «elevación» del hombre.

«Servirte en tu presencia» significa ahora entrar en su llamada de Siervo de Dios. Así, la Eucaristía como presencia del abajamiento y de la elevación de Cristo remite siempre, más allá de sí misma, a los múltiples modos del servicio del amor al prójimo. Pidamos al Señor, en este día, el don de poder decir nuevamente en ese sentido nuestro «sí» a su llamada: «Heme aquí. Envíame, Señor» (Is 6, 8). Amén.

Publicado originalmente en italiano el 12 de enero de 2020, en magister.blogautore.espresso.repubblica.it/…/un-libro-bomba-…

Traducción al español por: José Arturo Quarracino
DEFENSA DE LA FE
HERMOSISIMA HOMILIA DEL PAPA QUE TODO SACERDOTE QUE SERIAMENTE QUIERE SER SACERDOTE DEBE LEER Y SEGUIR.
VIVA EL PAPA BENEDICTO XVI. VIVA CRISTO REY!!!
Bottega
Misionero Mariano
La ultima noticia es que el papa emerito Benedicto XVI pidio retirar su nombre del libro!!