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Francisco exige “obediencia total” de los sacerdotes que se oponen a su obispo

El 8 de junio el papa Francisco recibió a una delegación de la diócesis de Ahiara (Nigeria). Los sacerdotes y los laicos de la diócesis se han rebelado abiertamente contra el obispo, monseñor Peter Ebere Okpaleke (54 años de edad), a quien Benedicto XVI nombró en el 2012. Okpaleke es de la etnia Igbo y la mayoría de los católicos en Ahiara son étnicamente Mbaise.

Francisco reaccionó contra esta oposición con una severidad sin precedentes. Le pide a cada sacerdote de la diócesis que firme una profesión de “obediencia total” al Papa y su aceptación del obispo Okpaleke. Los sacerdotes que se nieguen a firmar hasta el 9 de julio serán suspendidos.

Imagen: © Michael Ehrmann/Aleteia, CC BY-NC-ND, #newsXzeviptviy
Arturremis
Papisa Juana
Representación medieval de la papisa Juana (en traducción de español a inglés es Juana pero en realidad se llamaba Johanna luego al hacerse pasar por un monje se cambió el nombre a Johannes) como Juan VIII.
Representación medieval de la muerte de la papisa Juana.
La leyenda de la papisa Juana trata acerca de una mujer que habría ejercido el papadocatólico ocultando su verdadero …Más
Papisa Juana

Representación medieval de la papisa Juana (en traducción de español a inglés es Juana pero en realidad se llamaba Johanna luego al hacerse pasar por un monje se cambió el nombre a Johannes) como Juan VIII.

Representación medieval de la muerte de la papisa Juana.

La leyenda de la papisa Juana trata acerca de una mujer que habría ejercido el papadocatólico ocultando su verdadero sexo. El pontificado de la papisa se suele situar entre 855 y 857, es decir, el que, según la lista oficial de papas, correspondió a Benedicto III, en el momento de la usurpación de Anastasio el Bibliotecario. Otras versiones afirman que el propio Benedicto III fue la mujer disfrazada y otras dicen que el periodo fue entre 872 y 882, es decir, el del papa Juan VIII.

La leyenda de la Papisaes.m.wikipedia.org/w/index.php

La papisa Juana en las cartas del tarot, representada como la ramera de Babilonia.

En síntesis, los relatos sobre la papisa sostienen que Juana, nacida en el 822 en Ingelheim am Rhein, cerca de Maguncia, era hija de un monje. Según algunos cronistas tardíos, su padre, Gerbert, formaba parte de los predicadores llegados del país de los anglos para difundir el Evangelio entre los sajones. La pequeña Juana creció inmersa en ese ambiente de religiosidad y erudición, y con el apoyo de su madre y a escondidas de su padre, tuvo la oportunidad de poder estudiar, lo cual estaba vedado a las mujeres de la época. Johanna pudo aprender griego, lo cual le permitía leer la Biblia, que por aquella época estaba traducida a muy pocos idiomas.

Puesto que solo la carrera eclesiástica permitía continuar unos estudios sólidos, Juana entró en la religión como copista bajo el nombre masculino de Johannes Anglicus (Juan el Inglés). Según Martín el Polaco.

En su nueva situación, Juana pudo viajar con frecuencia de monasterio en monasterio y relacionarse con grandes personajes de la época. En primer lugar, visitó Constantinopla, en donde conoció a la anciana emperatriz Teodora. Pasó también por Atenas, para obtener algunas precisiones sobre la medicina del rabino Isaac Israeli. De regreso en Germania, se trasladó al Regnum Francorum (reino de los francos), la corte del rey Carlos el Calvo.

Juana se trasladó a Roma en 848, y allí obtuvo un puesto docente. Siempre disimulando hábilmente su identidad, fue bien recibida en los medios eclesiásticos, en particular en la Curia. A causa de su reputación de erudita, fue presentada al papa León IV y enseguida se convirtió en su secretaria para los asuntos internacionales. En julio de 855, tras la muerte del papa, Juana se hizo elegir su sucesora con el nombre de Benedicto III o Juan VIII. Dos años después, la papisa, que disimulaba un embarazo fruto de su unión carnal con el embajador Lamberto de Sajonia, comenzó a sufrir las contracciones del parto en medio de una procesión y dio a luz en público. Según Jean de Mailly, Juana fue lapidada por el gentío enfurecido. Según Martín el Polaco, murió a consecuencia del parto.

Siempre según la leyenda, la suplantación de Juana obligó a la Iglesia a proceder a una verificación ritual de la virilidad de los papas electos. Un eclesiástico estaba encargado de examinar manualmente los atributos sexuales del nuevo pontífice a través de una silla perforada. Acabada la inspección, si todo era correcto, debía exclamar: «Duos habet et bene pendentes» (‘tiene dos y cuelgan bien’). Además, las procesiones, para alejar los recuerdos dolorosos, evitaron en lo sucesivo pasar por la iglesia de San Clemente, lugar del parto, en el trayecto del Vaticano a Letrán.

Utilizada por los detractores, esas versiones se sostuvieron por muchos años hasta que en 1562 el agustino Onofrio Panvinio redactó la primera refutación seria de aquella leyenda, mientras que los protestantes luteranos se unieron a sus argumentos en el siglo XVII.

Dos versioneses.m.wikipedia.org/w/index.php

La versión de Martín de Opava es la siguiente:

Juan el Inglés nació en Maguncia, fue papa durante dos años, siete meses y cuatro días y murió en Roma, después de lo cual el papado estuvo vacante durante un mes. Se ha afirmado que este Juan era una mujer, que en su juventud, disfrazada de hombre, fue conducida por un amante a Atenas. Allí se hizo erudita en diversas ramas del conocimiento, hasta que nadie pudo superarla, y después, en Roma, profundizó en las siete artes liberales (trivium y quadrivium) y ejerció el magisterio con gran prestigio. La alta opinión que tenían de ella los romanos hizo que la eligieran papa. Ocupando este cargo, se quedó embarazada de su cómplice. A causa de su desconocimiento del tiempo que faltaba para el parto, parió a su hijo mientras participaba en una procesión desde la basílica de San Pedro a Letrán, en una calleja estrecha entre el Coliseo y la iglesia de San Clemente. Después de su muerte, se dijo que había sido enterrada en ese lugar. El Santo Padre siempre evita esa calle, y se cree que ello es debido al aborrecimiento que le causa este hecho. No está incluido este papa en la lista de los sagrados pontífices, por su sexo femenino y por lo irreverente del asunto.

Martín de Opava, Chronicon Pontificum et Imperatum.

Jean de Mailly, por su parte, dice:

Se trata de cierto papa o mejor dicho papisa que no figura en la lista de papas u obispos de Roma, porque era una mujer que se disfrazó como un hombre y se convirtió, por su carácter y sus talentos, en secretario de la curia, después en cardenal y finalmente en papa. Un día, mientras montaba a caballo, dio a luz a un niño. Inmediatamente, por la justicia de Roma, fue encadenada por el pie a la cola de un caballo, arrastrada y lapidada por el pueblo durante media legua. En donde murió fue enterrada, y en el lugar se escribió: Petre, Pater Patrum, Papisse Prodito Partum (Pedro, padre de padres, propició el parto de la papisa). También se estableció un ayuno de cuatro días llamado «ayuno de la papisa».

Jean de Mailly, Chronica Universalis Mettensis.

Historia de la leyendaes.m.wikipedia.org/w/index.php

La opinión más extendida es que se trata de una leyenda que, sin embargo, fue dada por cierta por la propia Iglesia hasta el siglo XVI. Las sillas perforadas exhibidas en su apoyo no son al parecer otra cosa que las «sillas curiales», que simbolizaban el carácter colegial de la Curia romana. Ninguna crónica contemporánea a los hechos narrados acredita la historia, y la lista de papas no deja ningún resquicio en que se pueda insertar el pontificado de Juana. En efecto, entre la muerte de León IV, el 17 de julio de 855, y la elección de Benedicto III, entre los cuales sitúa Martín el Polaco a la papisa, transcurrió muy poco tiempo, incluso teniendo en cuenta que el segundo no fue coronado hasta el 29 de septiembre del mismo año a causa del antipapado de Anastasio. Estos datos son confirmados por pruebas sólidas, como monedas y documentos oficiales de la época. La crónica de Jean de Mailly sugiere, por su parte, un emplazamiento del papado de Juana un poco anterior a 1100. Sin embargo, sólo transcurren unos meses entre la muerte de Víctor III (16 de septiembre de 1087) y la elección de Urbano II (12 de marzo de 1088), y sólo algunos días entre la muerte de este último (29 de julio de 1099) y la elección de Pascual II (13 de agosto de 1099).

Las explicaciones de la leyenda son diversas. El mito fue tal vez ideado a partir del sobrenombre de «papisa Juana» que recibió en vida el papa Juan VIII por lo que sus opositores consideraron debilidad frente a la Iglesia de Constantinopla, o quizá por el mismo sobrenombre aplicado a Marozia, autoritaria madre de Juan XI quien dominaba la iglesia como si fuera un Papa e influía en políticas. Por otra parte, el mito también remite a las inversiones rituales de valores propias de los carnavales.

Otro punto de partida de la leyenda puede ser la prohibición del Levítico (21, 20) de que esté «al servicio del Altar» un hombre «con los testículos aplastados», es decir, un eunuco. La idea que la prohibición conlleva de verificar que solo hombres «enteros» accedan al trono papal, estuvo probablemente en el origen de la inspección ceremonial y del testiculum habet et bene pendebant, un tema sugestivo para una disputatio de quodlibet estudiantil en la escolástica de la Edad Media.

La leyenda se ha desarrollado a lo largo de la Edad Media. La primera mención conocida se encuentra en la crónica de Jean de Mailly, dominico del convento de Metz, redactada hacia 1255. La leyenda se propagó muy rápidamente y sobre una gran extensión geográfica, lo que puede hacer suponer que existía con anterioridad y que el dominico se limitó a consignarla por escrito. Hacia 1260, la anécdota reaparece en el Tratado de las diversas materias de la predicación, de Esteban de Borbón, también dominico y de la misma provincia eclesiástica que Mailly. Pero es sobre todo el relato hecho por Martín el Polaco en su Crónica de los pontífices romanos y de los emperadores, hacia 1280, el que le asegura el éxito.

La acogida que hacen los medios eclesiásticos de la anécdota, que en un principio fue aceptada como cierta, se ha explicado después por el interés del caso jurídico y por una voluntad de imponer una interpretación oficial del supuesto acontecimiento.

En efecto, la leyenda es rápidamente revivida con fines polémicos. El franciscano Guillermo de Ockham denuncia una intervención diabólica en la persona de Juan, que prefigura la de Juan XXII, adversario de los espirituales (disidentes franciscanos).

Durante el Gran Cisma de Occidente, la historia de Juana prueba, para las dos facciones, la necesidad legal de una posibilidad de destitución papal. También fue recogida por el polemista Jan Hus y después por los luteranos, que veían en Juana la encarnación de la «prostituta de Babilonia» descrita en el Apocalipsis:

La prostituta de Babilonia según el Tapiz del Apocalipsis de Angers.

También me dijo: «Las aguas…
Arturremis
Y por cierto, Edgarius tu que sabes de lo que hablas es cierto que hubo una Papisa en Roma?
2 más comentarios de Arturremis
Arturremis
Y que pinta en esto el Espíritu Santo si ya tenemos a Gecesejep, a fin de cuentas que es? Una paloma?.
Arturremis
Me pregunto cómo ha podido la Iglesia sobrevivir dos mil años sin la inestimable aportación teológica de estos lumbreras!
Como es posible que cientos de millones de católicos, no hayamos sabido ver que teníamos en esta página web, al Gran Católico Supremo Juez de la Papal Persona. En abreviaturas G.C.S.J.P.P.
Gecesejep para los colegas.
El solito tras profunda reflexión ha llegado a la sublime …Más
Me pregunto cómo ha podido la Iglesia sobrevivir dos mil años sin la inestimable aportación teológica de estos lumbreras!
Como es posible que cientos de millones de católicos, no hayamos sabido ver que teníamos en esta página web, al Gran Católico Supremo Juez de la Papal Persona. En abreviaturas G.C.S.J.P.P.
Gecesejep para los colegas.
El solito tras profunda reflexión ha llegado a la sublime iluminación de saber feacientemente y sin lugar a reclamación ni impugnación posible, que él, Gecesejep, es el único dotado de los atributos necesarios para juzgar al Papa.
Quiénes somos nosotros para oponernos a tan afinado juicio?, Como se nos ocurre interferir en tan veraz jurisprudencia?
Obediencia? Humildad? Subordinación? Acatamiento? Respeto?
Qué es eso, si el Gran Gecesejep ha dictado su sublime sentencia: Católicos de mundo, sabed: Bergoglio no es papa, es un hereje anticristo, impostor y usurpador, 1254 millones de católicos en el mundo están equivocados, no hay que obedecerle. Palabra de Gecesejep. 😇
Ay Señor dame paciencia.
bernardette soubirous
ja ja, muy bueno Edgarius. Pero no te preocupes, piensan que tu también eres un hereje, la humildad necesaria para escuchar, recapacitar y asumir error no anida en sus corazones.
EDGARIUS
Guardaos de no estar pecando contra el Espíritu Santo.
3° negar la verdad conocida como tal:
ocurre cuando la persona se juzga “dueña de la verdad” y por eso no cree las verdades de fe por puro orgullo. nótese que en este caso la persona no se confiesa porque haya que esta correcta y que no hay nada que confesar. ni considera el pecado de duda de las verdades de la fe o así mismo negar las verdades …Más
Guardaos de no estar pecando contra el Espíritu Santo.

3° negar la verdad conocida como tal:

ocurre cuando la persona se juzga “dueña de la verdad” y por eso no cree las verdades de fe por puro orgullo. nótese que en este caso la persona no se confiesa porque haya que esta correcta y que no hay nada que confesar. ni considera el pecado de duda de las verdades de la fe o así mismo negar las verdades de la fe. la persona encuentra que esta correcta y que esa certeza es absoluta. considera que sabe mas que la misma iglesia y con eso niega que el espíritu santo auxilia al sagrado magisterio de la iglesia.

El tercer pecado contra el Espíritu Santo

Catecismo del Papa San Pío X 15 de Julio de 1905
bernardette soubirous
@Arturremis un poco bruto ja ja, pero bien claro. Si no quieren obedecer ya saben, puerta!.
bernardette soubirous
@EDGARIUS estoy abrumada por la contundencia de tus escritos, sin embargo ya ves.. deben tener perejil en las orejas. Da igual lo que digas y demuestres, han decidido suplantar a Dios, ellos son fiscal, defensor, juez y jurado y sin juicio, reunidos consigo mismos, han decidido veredicto: El Papa es culpable, hereje, ni más ni menos, antipapa, anticristo, usurpador, ilegítimo...
Todas esas lindezas …Más
@EDGARIUS estoy abrumada por la contundencia de tus escritos, sin embargo ya ves.. deben tener perejil en las orejas. Da igual lo que digas y demuestres, han decidido suplantar a Dios, ellos son fiscal, defensor, juez y jurado y sin juicio, reunidos consigo mismos, han decidido veredicto: El Papa es culpable, hereje, ni más ni menos, antipapa, anticristo, usurpador, ilegítimo...
Todas esas lindezas le han dedicado a S.S. en los últimos días, no lo dudes, NO se trata de cristianos católicos, discutir con ellos conduce al absurdo. Quieren la destrucción de la iglesia, por eso atacan a la Cabeza.
Católicos Apostólicos
San Francisco de Sales, doctor de la Iglesia:
“Cuando un Papa es explícitamente hereje, el pierde ipso facto su dignidad y queda fuera de la Iglesia”.
Católicos Apostólicos
🤫 Un hereje formal no puede ser papa. El pecado de herejía lo separa del cuerpo de la Iglesia. Ni un hereje ni un niño ni una mujer pueden ser papas , tampoco un papa válidamente elegido puede caer en herejía. San Roberto Belarmino, doctor de la Iglesia afirmó :
“El Papa que sea manifiestamente hereje cesa él mismo (ipso facto) de ser Papa y cabeza, del mismo modo en que cesa de ser un cristiano …Más
🤫 Un hereje formal no puede ser papa. El pecado de herejía lo separa del cuerpo de la Iglesia. Ni un hereje ni un niño ni una mujer pueden ser papas , tampoco un papa válidamente elegido puede caer en herejía. San Roberto Belarmino, doctor de la Iglesia afirmó :
“El Papa que sea manifiestamente hereje cesa él mismo (ipso facto) de ser Papa y cabeza, del mismo modo en que cesa de ser un cristiano y un miembro del cuerpo de la Iglesia; y por esta razón él puede ser juzgado y castigado por la Iglesia. Esta es la opinión de todos los antiguos Padres, que enseñan que un hereje manifiesto pierde toda jurisdicción.
EDGARIUS
Un Papa puede ser pecador, puede tener mala formación teológica, puede ser un miserable, puede callar ante eclesiásticos que esparcen mala doctrina, puede escribir una encíclica ambigua, puede decir una cosa y tener otra intención, puede formular frases de doble sentido, puede promover a indeseables a los más altos cargos, puede poner como ejemplo a hombres que no son ejemplares. La lista podría …Más
Un Papa puede ser pecador, puede tener mala formación teológica, puede ser un miserable, puede callar ante eclesiásticos que esparcen mala doctrina, puede escribir una encíclica ambigua, puede decir una cosa y tener otra intención, puede formular frases de doble sentido, puede promover a indeseables a los más altos cargos, puede poner como ejemplo a hombres que no son ejemplares. La lista podría continuar. Un Papa podría querer acabar con puntos de la Tradición que son irreformables, podría querer acabar con lo más bello de la liturgia, podría querer malvender los más bellos cálices y templos de la Iglesia. La lista podría extenderse a más aspectos.
Ahora bien, Dios siempre intervendrá para que ningún Papa proclame como verdad de fe lo que es un error. Por eso ningún Papa nunca podrá ser un hereje. Podrá equivocarse en sus pensamientos, en sus conversaciones privadas, en lo que afirma en un libro que no pretende ser magisterio (aunque lo escriba siendo obispo de Roma), en un borrador de una encíclica, en un sermón que no pretende ser magisterio para toda la Iglesia.
No sólo eso, sino que a otro nivel más profundo, podrá, incluso, equivocarse en sus enseñanzas personales, es decir, aquellas que no presenta como definitivas, sea el medio que sea el que use para expresar sus opiniones personales. (Cuando un Papa quiere enseñar como Maestro Universal lo deja claro.) Podrá equivocarse en todo aquello que sea enseñanza que no se propone como magisterio para toda la Iglesia.
Técnicamente hablando podría cometer errores en cualquier ámbito que no comprometa su magisterio como Vicario de Cristo. Aunque, como es lógico, esto no sucederá porque cualquier Papa se cuidará muy mucho de hablar como maestro de la fe si no está seguro de lo que va a decir. Insisto, esto no sucederá en la práctica, pero en teoría podría suceder. Hay dos casos en la Historia que se estudiaron mucho cuando se sometió a estudio la posibilidad de declarar el dogma de la infalibilidad papal. No voy a entrar en esos dos episodios, porque esto ya no sería un post, sino un artículo.
Pero baste decir que el Papa no puede ser hereje, que el Papa no puede declarar solemnemente como verdadero lo que es falso. Su magisterio ordinario debe ser acogido con respeto y con la conciencia de estar escuchando a aquél que tiene el encargo de ser maestro de la Iglesia, incluso cuando no habla de forma infalible.
¿Se pudo equivocar en Amoris Laetitia? Vamos a ver, estaríamos, en todo caso, hablando de interpretaciones. ¿En qué sentido tal o cual frase es acorde a la tradición católica y en qué sentido no lo es? Dado que es el Papa, debemos leer su exhortación en un sentido católico.

Espero que estas palabras calmen las inquietudes que algunos hijos fieles a la Iglesia albergan. Tienen todo el derecho a que les guste o no este Papa. Pero, hoy por hoy, no ha dicho nada incompatible con la fe católica, aunque varias de sus frases tengan diversas interpretaciones.

Hoy por hoy no lo ha dicho y espero, que tras leer este post, todos se queden con la seguridad de que no va a decir nada heterodoxo, porque no puede decirlo. Su magisterio para toda la Iglesia siempre será expresión de la verdad. Recordemos que Dios cuida a su Pueblo, que Dios está presente en medio de su Pueblo, y no está presente como un mero espectador.

En todo esto, al final, hay toda una estructura lógica de la conservación de la Verdad que Dios ha tenido en cuenta a la hora de organizar la comunidad de creyentes que iba a custodiar su mensaje, el Mensaje de Dios. Si tuviéramos que confiar en la bondad de las personas para quedarnos tranquilos, en dos mil años estaríamos listos.

Conclusión: paz y unión con el Vicario de Cristo.
P. Fortea.
Católicos Apostólicos
🤫 Una cosa es un cura pecador que será castigado por DIOS y otra cosa muy distinta es un hereje. Nadie absolutamente NADIE está obligado a obedecer a un hereje. Quien obedece a un hereje desobedece a Dios. 🤦 Lutero y Arrio eran sacerdotes. 🤦 www.mercaba.org/MAGISTERIO/cum_ex_apostola…
Magisterio de la Iglesia católica 7. Los fieles no deben obedecer sino evitar a los desviados en la Fe. Y …Más
🤫 Una cosa es un cura pecador que será castigado por DIOS y otra cosa muy distinta es un hereje. Nadie absolutamente NADIE está obligado a obedecer a un hereje. Quien obedece a un hereje desobedece a Dios. 🤦 Lutero y Arrio eran sacerdotes. 🤦 www.mercaba.org/MAGISTERIO/cum_ex_apostola…
Magisterio de la Iglesia católica 7. Los fieles no deben obedecer sino evitar a los desviados en la Fe. Y en consecuencia, los que así hubiesen sido promovidos y hubiesen asumido sus funciones, por esa misma razón y sin necesidad de hacer ninguna declaración ulterior, están privados de toda dignidad, lugar, honor, título, autoridad, función y poder; y séales lícito en consecuencia a todas y cada una de las personas subordinadas a los así promovidos y asumidos, si no se hubiesen apartado antes de la Fe, ni hubiesen sido heréticos, ni hubiesen incurrido en cisma, o lo hubiesen suscitado o cometido, tanto a los clérigos seculares y regulare, lo mismo que a los laicos; y a los Cardenales, incluso a los que hubiesen participado en la elección de ese Pontífice Romano, que con anterioridad se apartó de la Fe, y era o herético o cismático, o que hubieren consentido con él otros pormenores y le hubiesen prestado obediencia, y se hubiesen arrodillado ante él; a los jefes, prefectos, capitanes, oficiales, incluso de nuestra materna Urbe y de todo el Estado Pontificio; asimismo a los que por acatamiento o juramento, o caución se hubiesen obligado y comprometido con los que en esas condiciones fueron promovidos o asumieron sus funciones, (séales lícito) sustraerse en cualquier momento e impunemente a la obediencia y devoción de quienes fueron así promovidos o entraron en funciones, y evitarlos como si fuesen hechiceros, paganos, publicanos o heresiarcas, lo que no obsta que estas mismas personas hayan de prestar sin embargo estricta fidelidad y obediencia a los futuros obispos, arzobispos, patriarcas, primados, cardenales o al Romano Pontífice, canónicamente electo. Y además para mayor confusión de esos mismos así promovidos y asumidos, si pretendieren prolongar su gobierno y administración, contra los mismos así promovidos y asumidos (séales lícito) requerir el auxilio del brazo secular, y no por eso los que se sustraen de ese modo a la fidelidad y obediencia para con los promovidos y titulares, ya dichos, estarán sometidos al rigor de algún castigo o censura, como sí lo exigen por el contrario los que cortan la túnica del Señor.
EDGARIUS
Según San Francisco de Asis "¡ay de aquellos que los desprecian!,(a los sacerdotes) pues, aun cuando sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí solo el juicio sobre ellos» (Adm 26,1-2). "
-Seguramente a vosotros les apalearía pues desprecian al mismo Santo Padre el Papa.
ya en su tiempo el Padre Pío de pietrelcina a quien veneráis, abofeteo a un …Más
Según San Francisco de Asis "¡ay de aquellos que los desprecian!,(a los sacerdotes) pues, aun cuando sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí solo el juicio sobre ellos» (Adm 26,1-2). "

-Seguramente a vosotros les apalearía pues desprecian al mismo Santo Padre el Papa.
ya en su tiempo el Padre Pío de pietrelcina a quien veneráis, abofeteo a un laico porque criticó la mala vida moral que llevaba un obispo de su tiempo, diciéndole, ¿Quién eres tú para juzgar a un obispo de la Iglesia?
Por eso el juicio que les aguarda será duro.

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EDGARIUS
Que San Francisco sufriera por los fallos y defectos de la Iglesia, no admite ninguna duda; pero él debía de repetirse: «No quiero advertir pecado en ella, porque miro en ella al Hijo de Dios y es mi madre». Más allá del pecado que empaña con frecuencia el rostro de la Iglesia, quiere mirar en ella, en la fe, al sacramento de la presencia de Cristo que sigue dando hoy la Vida.
Escribe también en …Más
Que San Francisco sufriera por los fallos y defectos de la Iglesia, no admite ninguna duda; pero él debía de repetirse: «No quiero advertir pecado en ella, porque miro en ella al Hijo de Dios y es mi madre». Más allá del pecado que empaña con frecuencia el rostro de la Iglesia, quiere mirar en ella, en la fe, al sacramento de la presencia de Cristo que sigue dando hoy la Vida.
Escribe también en una de sus Admoniciones:
«Dichoso el siervo que mantiene la fe en los clérigos que viven verdaderamente según la forma de la Iglesia romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!, pues, aun cuando sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí solo el juicio sobre ellos» (Adm 26,1-2).
San Atanasio ora pro nobis
apostolesdemaria ayer
La FE es una virtud teologal, mientras la obediencia, cardinal..., no obstante, se debe obedecer según la fe... Y desobedecer, y resistir... todo aquello que atente contra la fe... No se debe obedecer el pecado...
San Atanasio ora pro nobis
Pide obediencia el que no se somete a Dios. Aquí hay que obedecer lo que los apóstoles enseñaron : Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Magisterio de la Iglesia dice que no se deben obedecer a los herejes.
EDGARIUS
Obediencia y libertad en la Iglesia según San Francisco
.
Una de las paradojas de san Francisco, y no de las menores, consiste en haber sabido compaginar una asombrosa libertad personal con una auténtica obediencia a la Iglesia católica y romana. Su agudo sentido del misterio de la Encarnación y el realismo sacramental de su fe lo liberaron de las desviaciones ideológicas y sectarias de su época …Más
Obediencia y libertad en la Iglesia según San Francisco

.
Una de las paradojas de san Francisco, y no de las menores, consiste en haber sabido compaginar una asombrosa libertad personal con una auténtica obediencia a la Iglesia católica y romana. Su agudo sentido del misterio de la Encarnación y el realismo sacramental de su fe lo liberaron de las desviaciones ideológicas y sectarias de su época. Para los cristianos de ayer y de hoy, siempre tentados de reducir la dimensión profética de su fe en provecho de una sumisión ciega a las estructuras, o de rechazar la institución eclesiástica en nombre de una mayor fidelidad al Evangelio, Francisco aparece como un luminoso ejemplo de equilibrio.

Un hombre evangélico que se considera hijo de la Iglesia
Como reconoce el mismo Pablo Sabatier, una de las características originales de san Francisco fue ciertamente sucatolicismo, entendido aquí en el sentido particular de fidelidad a la santa Iglesia romana, de la que siempre se consideró hijo. Así lo atestiguan su vida entera y sus Escritos, sobre todo la Regla definitiva de los hermanos, que empieza y concluye con una solemne y pública profesión de obediencia a la Iglesia de Roma y al sucesor de Pedro, manifestando con claridad insuperable que la vida evangélica de Francisco y sus hermanos quiere resueltamente situarse y permanecer dentro de la Iglesia.
«El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia romana» (2 R 1,2).
«Impongo por obediencia a los ministros que pidan al señor papa un cardenal de la santa Iglesia romana que sea gobernador, protector y corrector de esta fraternidad; para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12,3-5).
Si tenemos en cuenta que Francisco recomendaba usar el argumento «por obediencia» sólo excepcionalmente, comprenderemos cuánta importancia concedía a este pasaje de la Regla. ¡Adviértase, además, que la finalidad de esta sumisión y sujeción libre y voluntaria consiste en la firmeza de la fe para poder guardar el santo Evangelio!
Por consiguiente, en Francisco no hay oposición alguna entre seguimiento de Cristo, fidelidad al Evangelio y obediencia a la Iglesia, sino todo lo contrario. Y esta fe obediente, firme y lúcida es muy probablemente fruto de la experiencia adquirida en su propio movimiento evangélico y viendo el espectáculo de numerosos grupos evangélicos que por entonces se hundieron en herejías sectarias.
Esta voluntad de sumisión a la Iglesia aflora en muchos otros pasajes de la misma Regla. Los ministros provinciales deben examinar diligentemente «sobre la fe católica y los sacramentos de la Iglesia» a quienes quieran vivir la vida de los hermanos menores (2 R 2,2). Los hermanos que son clérigos deben rezar el oficio divino «según la ordenación de la santa Iglesia romana» (2 R 3,1). Los predicadores «no prediquen en la diócesis de un obispo cuando éste se lo haya prohibido» (2 R 9,1).
Siempre podrá argumentarse, es cierto, que esta Regla fue revisada y corregida por juristas. Pero no es menos cierto que Francisco no la hubiera aceptado de manera definitiva si algunos de sus pasajes se hubieran opuesto a sus propias convicciones.
Su obediencia brota de un agudo sentido del misterio de la Encarnación
Por lo demás, la simple lectura del Testamento convence al lector de que este escrito de Francisco, cuya autenticidad histórica y personal nadie pone en tela de juicio, ratifica plenamente esta obediencia a la Iglesia. Puede afirmarse, incluso, que las diferentes crisis que marcaron la evolución de la Fraternidad más bien endurecieron la postura de Francisco en este ámbito.
El Testamento es, curiosamente, una llamada patética, casi angustiada a permanecer fieles a las intuiciones evangélicas de los orígenes y, a la vez, una llamada a permanecer fieles a la Iglesia y a sus representantes.
«El Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia romana, por su ordenación, que, si me viese perseguido, quiero recurrir a ellos. Y si tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase con algunos pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las parroquias en que habitan no quiero predicar al margen de su voluntad. Y a estos sacerdotes y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a señores míos. Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores» (Test 6-9).
¿Fue acaso Francisco víctima de una sacralización abusiva del sacerdocio? A continuación explicita el porqué de esta sumisión:
«Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y solos ellos administran a otros» (Test 10).
Creo que Francisco nos proporciona aquí la clave fundamental de su obediencia a la santa Iglesia, que se sitúa en la misma lógica del misterio de la Encarnación de Cristo, quien quiso manifestar su divinidad en la humildad y la pobreza de los signos humanos. Podemos, pues, legítimamente aplicar al conjunto de la Iglesia lo que Francisco dice de los «pobrecillos sacerdotes pecadores de este siglo».
Que Francisco sufriera por los fallos y defectos de la Iglesia, no admite ninguna duda; pero él debía de repetirse: «No quiero advertir pecado en ella, porque miro en ella al Hijo de Dios y es mi madre». Más allá del pecado que empaña con frecuencia el rostro de la Iglesia, quiere mirar en ella, en la fe, al sacramento de la presencia de Cristo que sigue dando hoy la Vida.
Escribe también en una de sus Admoniciones:
«Dichoso el siervo que mantiene la fe en los clérigos que viven verdaderamente según la forma de la Iglesia romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!, pues, aun cuando sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí solo el juicio sobre ellos» (Adm 26,1-2).
Por otra parte, este respeto no le impide en modo alguno llamarles vigorosamente la atención sobre sus obligaciones de ministros y pastores, como puede verse en su famosa Carta a los clérigos.
Una fe sacramental que libera de las desviaciones ideológicas
El realismo eclesial de Francisco se basa, pues, sobre un penetrante sentido de la Encarnación. Su fe sacramental lo liberó de las desviaciones ideológicas de la mayoría de los movimientos evangélicos de su época. Nunca soñó con una «Iglesia de los perfectos» o reservada a un grupito de gente «selecta e iniciada».
Y, a lo que parece, este realismo lo comunicó eficazmente a sus primeros hermanos, pues escribe Celano refiriéndose a éstos:
«Confesaban con frecuencia sus pecados a un sacerdote secular de muy mala fama, y bien ganada, y digno del desprecio de todos por la enormidad de sus culpas; habiendo llegado a conocer su maldad por el testimonio de muchos, no quisieron dar crédito a lo que oían, ni dejar por ello de confesarle sus pecados como solían, ni de prestarle la debida reverencia» (1 Cel 46b).
Francisco afirma en su Testamento haberlo redactado «para que más católicamente guardemos la Regla que al Señor prometimos» (Test 34). Más insistente todavía es en la Primera Regla:
«Todos los hermanos sean católicos, vivan y hablen católicamente. Pero si alguno se aparta de la fe y vida católica en dichos o en obras y no se enmienda, sea expulsado absolutamente de nuestra fraternidad» (1 R 19,1-2).
Francisco jamás recluye la «inspiración del Señor» en normas estereotipadas; pero tampoco duda en escribir a los clérigos, con quienes se solidariza por su condición de diácono:
«Y sabemos que todas estas cosas (relativas al respeto al santísimo Cuerpo de Cristo eucarístico) debemos guardarlas por encima de todo, según los mandamientos del Señor y las prescripciones de la santa madre Iglesia. Y el que no haga esto, sepa que tendrá que dar cuenta en el día del juicio, ante nuestro Señor Jesucristo» (CtaCle 13-14).
Puede resultar chocante que Francisco coloque en el mismo plano los mandamientos del Señor y las prescripciones de la Iglesia, pero ¡a él no parece plantearle ningún problema! Aplica a la Iglesia su visión evangélica de la autoridad, entendida como un «servicio». La autoridad de la Iglesia no es un poder dispuesto a forzar las conciencias, sino un carisma recibido del Señor para servir a la unidad y al crecimiento del Pueblo de Dios y de cada uno de los creyentes.
Su humildad lo encauza hacia la protección maternal de la Iglesia
Recordemos, al respecto, la curiosa y significativa parábola de la gallina pequeña y negra:
«El bienaventurado Francisco tuvo una visión que pudo haberle inducido a pedir un cardenal protector y a recomendar la Orden a la Iglesia romana. Había visto, en efecto, una gallina pequeña y negra con plumas en las piernas y con los pies a modo de paloma doméstica, que tenía tal número de polluelos, que no podía cobijarlos bajo sus alas; giraban en torno a ella y siempre quedaban fuera.
»Cuando se despertó empezó a pensar sobre el significado de la visión e, iluminado súbitamente por el Espíritu Santo, reconoció que era él el representado figurativamente en aquella gallina. Y se dijo: "Yo soy esa gallina: pequeño de estatura y moreno; debo ser sencillo como la paloma y remontar el vuelo hasta el cielo por medio de los afectos, que son las plumas de las virtudes. Pero el Señor, por su gran misericordia, me ha dado y me dará muchos hijos, a quienes por mis solas fuerzas no podré proteger. Así, pues, es necesario que yo se los recomiende a la santa Iglesia para que los proteja bajo sus alas y los gobierne"» (TC 63; cf. TC 64-67).
Aunque este rasgo sea una interpretación posterior, surgida para responder a los problemas planteados por el gran crecimiento de la familia franciscana, no por ello deja de revelar una actitud interesante de la tradición franciscana. Recordemos, en particular, la interpretación de Celano:
«"Iré, pues -decía Francisco-, y los encomendaré a la santa Iglesia romana, para que con su poderoso cetro abata a los que les quieren mal y para que los hijos de Dios tengan en todas partes libertad plena para adelantar en el camino de la salvación eterna. Desde esa hora, los hijos experimentarán las dulces atenciones de la madre y se adherirán por siempre con especial devoción a sus huellas venerandas. Bajo su protección no se alterará la paz en la Orden ni hijo alguno de Belial pasará impune por la viña del Señor. Ella que es santa emulará la gloria de nuestra pobreza y no consentirá que nieblas de soberbia desluzcan los honores de la humildad. Conservará en nosotros inviolables los lazos de la caridad y de la paz imponiendo severísimas penas a los disidentes. La santa observancia de la pureza evangélica florecerá sin cesar en presencia de ella y no consentirá que ni por un instante se desvirtúe el aroma de la vida".
»Esto es lo que el santo de Dios únicamente buscó al decidir encomendarse a la Iglesia; aquí se advierte la previsión del varón de Dios, que se percata de la necesidad de esta institución para tiempos futuros» (2 Cel 24).
Más allá del tono deliberadamente redundante y moralizante de Celano, advirtamos al menos que, para la tradición franciscana, seguir las huellas de Cristo y seguir las huellas venerandas de la Iglesia parecen ser algo inseparable.
El biógrafo subraya, además, que aquí hay algo más que una simple sumisión a la jerarquía eclesiástica; hay un misterioso intercambio, una influencia recíproca entre la vida de la Iglesia y la vida de los hermanos. Si la Iglesia aparece como una garantía para la pureza evangélica, la paz y la unidad de los hermanos, éstos, a su vez, serán dentro de la Iglesia como un recuerdo vivo y permanente de la grandeza de la santa pobreza. La Iglesia los liberará del vagabundeo ideológico y los hermanos librarán a la Iglesia de la tentación de dejarse dominar por la preocupación de las cosas temporales.
La obediencia humilde al servicio de la irradiación de la Buena Noticia
Como hemos indicado antes, Francisco insiste con frecuencia -¡hay motivos para pensar que no faltaron contenciosos entre los hermanos y el clero local!- en la colaboración pacifica, discreta, humilde y alejada de toda competencia envidiosa. Decía:
«Hemos sido enviados en ayuda a los clérigos para la salvación de las almas, con el fin de suplir con nosotros lo que se echa de menos en ellos... Encubrid sus caídas, suplid sus muchas deficiencias; y, cuando hiciereis estas cosas, sed más humildes» (2 Cel 146).
Como hemos visto, se trataba de mucho más que de una simple suplencia; se trataba de una aportación original y necesaria para la salud espiritual de la Iglesia.
Una obediencia en la que resplandece una auténtica libertad interior
Pero los textos que subrayan la asombrosa obediencia de Francisco no pueden hacernos olvidar la maravillosa libertad que él manifestó a lo largo de toda su vida, en particular respecto a todo cuanto se relacionaba con su carisma o su misión personal. En el Testamento, que ya hemos citado al principio, escribe que no esperó a que la Iglesia le indicara lo que debía hacer: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). Aquí resplandece la asombrosa libertad interior de Francisco, que no se deja encerrar en costumbres o estructuras eclesiásticas, sino que acoge plenamente las inspiraciones del Espíritu. «Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor papa me lo confirmó» (Test 15). En aquella ocasión, Francisco y sus hermanos aceptaron la «tonsura», que significaba su vinculación oficial con la jerarquía eclesiástica (cf. TC 46.49.52.57).
Francisco no se para a describir aquella primera acogida, más bien tibia, de la curia romana, pues lo que le importa es el haber podido vivir lo que el Espíritu le inspiraba, sin romper la comunión con la santa Iglesia. Por lo demás, había acudido al papa a pedirle, no permiso para vivir según el santo Evangelio, sino una autentificación de la llamada del Señor.
Según los biógrafos, esta confirmación por parte de la autoridad eclesial tuvo el efecto de enraizar y galvanizar su ardor apostólico. «Así, pues, apoyado Francisco en la gracia divina y en la autoridad pontificia, emprendió con gran confianza el viaje de retorno hacia el valle de Espoleto, dispuesto ya a predicar y enseñar el Evangelio de Cristo» (LM 4,1). «En todo actuaba con gran seguridad por la autoridad apostólica que había recibido» (1 Cel 36; cf. TC 54). Francisco tiene bastante fe para arriesgarse a salir de los caminos trillados y suficiente humildad para no absolutizar sus propias intuiciones, ni siquiera las mejores, y saber que debe comprobarlas, confrontarlas con la tradición eclesial y hacérselas refrendar por el garante de la ortodoxia de la fe. Como escribió Bernanos: «La Iglesia no necesita de reformadores, sino de santos».
Una obediencia inteligente y creativa
Así, la obediencia en la fe no convirtió nunca a Francisco en una muelle alfombrilla que se pisa con comodidad. ¡Numerosos pasajes de sus biografías lo describen con una franqueza y una libertad de pensamiento que desearíamos para muchos cristianos del siglo XX! Tiene una viva conciencia de la originalidad de su vocación y de la de sus hermanos, y alejará enérgicamente cualquier tentativa, más o menos sutil, de recuperación, desviación o «estandarización». Rechazará tanto las formas tradicionales de la vida religiosa de su época como el ingreso de sus hermanos en la jerarquía eclesiástica, que él juzga incompatibles con su nueva «forma de vida de menores» llamados a predicar el Evangelio primero con el ejemplo de una vida compartida con los más pequeños. ¡Esta libertad le costó, con frecuencia, muy cara! Burlas de la gente, desconfianza de la jerarquía...
«Lo que incitaba a los parientes y consanguíneos a perseguirles y a otros a burlarse de ellos era que entonces no había quien, abandonando lo suyo, se pusiese a pedir limosna de puerta en puerta... Los que los veían se admiraban y exclamaban: "Jamás hemos visto religiosos así vestidos". Al ser distintos de todos los demás en el hábito y en la vida, les parecían salvajes» (AP 17c y 19b).
El dulce Francisco no es en modo alguno un bendito infeliz que no sabe decir «no». Es incluso capaz de organizar un escándalo si está en peligro algo que considera importante, aunque ponga en grave peligro sus relaciones con los sumos dignatarios de la Iglesia, cuyo apoyo ha solicitado en cambio expresamente.
Ilustremos este rasgo de carácter con el famoso episodio -aunque nos haya llegado relatado por el hermano León, que tiene siempre la tendencia a ser un tanto nostálgico de los «buenos tiempos pasados»- del Capítulo de las esteras, en cuyo transcurso había surgido un serio conflicto entre Francisco y algunos ministros.
«Asistían cinco mil hermanos, muchos de ellos hombres sabios y muy doctos; rogaron al señor cardenal, el futuro papa Gregorio, que estaba presente en el capítulo, que persuadiese al bienaventurado Francisco a seguir los consejos de los hermanos sabios y a dejarse dirigir por ellos. Invocaban las Reglas de san Benito, de san Agustín, de san Bernardo, que determinan detalladamente las normas de vida.
»El bienaventurado Francisco escuchó la advertencia del cardenal sobre este asunto; tomándole de la mano, le condujo a la asamblea del capítulo y habló a los hermanos en estos términos: "Hermanos míos, hermanos míos, Dios me llamó a caminar por la vía de la simplicidad. No quiero que me mencionéis regla alguna, ni la de san Agustín, ni la de san Bernardo, ni la de san Benito. El Señor me dijo que quería hacer de mí un nuevo loco en el mundo, y el Señor no quiso llevarnos por otra sabiduría que ésta..."
»El cardenal, estupefacto, nada replicó, y todos los hermanos quedaron asustados» (LP 18).
Aun cuando Francisco tuvo que aceptar que se introdujeran algunos ajustes a su ideal primitivo, habida cuenta del aumento del número de hermanos; aunque tuvo que aceptar en vida que la curia romana le modificara a veces su orientación inicial, nunca aceptará entibiar el fuego que le consumía ni dejarse «amansar» hasta el punto de perder su libertad de pensar o de vivir.
Francisco manifiesta esta libertad fogosa hasta en el lecho de muerte:
«Y poco después -en un momento en que se le agravó en extremo la enfermedad-, movido por la fuerza del espíritu, se incorporó en el lecho y dijo: "¿Quiénes son esos que me han arrebatado de las manos la Religión mía y de los hermanos? Si voy al capítulo general, ya les haré ver cuál es mi voluntad"» (2 Cel 188).
¡Lo menos que puede decirse es que Francisco, por muy «obediente» que fuera, jamás renunció a su libertad de palabra y de decisión!
Saber conciliar la humildad, la mansedumbre y la tenacidad
Como muestra el siguiente hecho, Francisco tiene el arte de compaginar la humildad auténtica, no fingida, con una suave obstinación:
«Cierta vez que san Francisco llegó a Imola, ciudad de la Romagna, se presentó al obispo del lugar para pedirle licencia de predicar. "Hermano -le replicó el obispo-, basta que predique yo a mi pueblo". San Francisco -la cabeza baja- sale humildemente. Al poco rato vuelve a entrar. Le pregunta el obispo: "¿Qué quieres, hermano? ¿Qué buscas otra vez aquí?" Y el bienaventurado Francisco: "Señor, si un padre hace salir al hijo por una puerta, el hijo tiene que volver a él entrando por otra". El obispo, vencido por la humildad, lo abraza con cara alegre y le dice: "Predicad desde ahora, tú y tus hermanos, en mi obispado, pues tenéis mi licencia general; y conste que esto lo ha merecido tu santa humildad"» (2 Cel 147).
También en el Testamento descubrimos cómo, manteniéndose perfectamente obediente a la Iglesia, defenderá Francisco, y con energía, lo que considera su carisma y la misión especifica de su fraternidad. También aquí el tono es ardiente, cortante incluso, y solemne:
«Mando firmemente por obediencia a todos los hermanos que, estén donde estén, no se atrevan a pedir en la curia romana, ni por sí ni por intermediarios, ningún documento en favor de una iglesia o de otro lugar, ni so pretexto de predicación, ni por persecución de sus cuerpos; sino que, si en algún lugar no son recibidos, márchense a otra tierra a hacer penitencia con la bendición de Dios» (Test 25-26).
Este vehemente texto es una extraordinaria declaración de independencia y libertad frente a las costumbres y estructuras eclesiásticas. Sin gran éxito, al parecer, pues se cuentan no menos de dieciséis bulas concedidas en vida de Francisco confiriendo privilegios, tutelas y mandatos a los hermanos menores.
Con todo, Francisco estaba convencido de que sus hermanos se ganarían la confianza del pueblo, de los obispos y sacerdotes con la simplicidad y la humildad, mucho más que con privilegios. Así lo atestigua un hermoso pasaje de la Leyenda de Perusa:
«Ciertos hermanos dijeron al bienaventurado Francisco: "Padre, ¿no ves que los obispos no nos permiten a veces predicar, y nos obligan así a estar largos días ociosos antes de poder dirigirnos al pueblo? Sería conveniente que consiguieras del señor papa un privilegio en favor de los hermanos, mirando así por la salvación de las almas".
»Les respondió, reprendiéndoles fuertemente: "Vosotros, hermanos menores, no conocéis la voluntad de Dios y no me permitís convertir al mundo entero, como Dios quiere. Mi deseo es que primeramente convirtamos a los prelados con nuestra humildad y nuestra reverencia para con ellos. Cuando vean la vida santa que llevamos y el respeto que les profesamos, ellos mismos os pedirán que prediquéis y convirtáis al pueblo, y lo congregarán para que os oiga, mucho mejor que los privilegios que pedís, y que os llevarían al orgullo. Si sois ajenos a toda avaricia e inculcáis al pueblo que entreguen a las iglesias sus derechos, los obispos os rogarán que oigáis las confesiones de su pueblo, aunque de esto no debéis preocuparos, pues, si los pecadores se convierten, ya encontrarán confesores. Para mí, el privilegio que pido al Señor es el no recibir privilegio alguno de los hombres, sino mostrar reverencia a todos y convertirlos, mediante el cumplimiento de la santa Regla, más con el ejemplo que con las palabras"» (LP 20).
Esta declaración expresa uno de los secretos de la libertad de Francisco, quien tenía por costumbre «visitar a los obispos o sacerdotes al entrar en una ciudad o territorio» (1 Cel 75). Él no puede pretender la conversión de su auditorio al Evangelio de Jesucristo si antes no está liberado de cualquier posesión, de todo privilegio, y se mantiene, a la vez, en perfecta comunión con la iglesia local.
Actitud que lo distingue con toda claridad de los numerosos predicadores ambulantes de su época que recorrían Italia y el sur de Francia. Su desapropiación radical lo convirtió en un hombre totalmente libre que sabe que no es propietario de nada, y mucho menos de la Palabra de Dios, confiada por Cristo a su Iglesia.
«Ningún hermano predique contra la forma e institución de la santa Iglesia y a no ser que se lo haya concedido su ministro» (1 R 17,1). Francisco reivindica «un espacio de libertad» en la Iglesia, pero ni él ni sus hermanos se manifestarán nunca como algunos renovadores de su época que miraban con desdén y conmiseración las parroquias que atendían como podían pobres sacerdotes superados por los acontecimientos o marginados de la sociedad por sus debilidades.
Citemos, para concluir, su Última voluntad a Clara, un texto que me parece perfectamente típico de su asombrosa libertad interior a la hora de salvaguardar lo que juzga que no se puede poner en tela de juicio: su vocación, o la de sus hermanos y hermanas:
«Os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de quien sea» (UltVol 2-3).
Por último, para dirimir el siempre actual debate sobre cómo compaginar en la práctica la libertad de conciencia de las personas con la obediencia a la Iglesia, Francisco emplea un solo criterio de discernimiento, relativamente sencillo: procurar siempre «seguir la voluntad del Señor y agradarle» (1 R 22,9) y obedecer a la Iglesia mientras no nos mande algo «en contra del alma y de nuestra Regla» (2 R 10,3).
Su forma evangélica de concebir la libertad y la obediencia hace de él, como escribe Pablo Sabatier, «un hijo de la Iglesia, más y mejor que nadie de su tiempo, pues en lugar de no ver en la fe, como tantos otros, más que la obediencia disciplinar a los mandatos de la jerarquía, más que una sumisión física en la que no participan la voluntad, la inteligencia y el corazón, él vivificó su sumisión, la fortificó, la exaltó con un amor incomparable».
Francisco manifiesta que es posible ese raro equilibrio de la fe, capaz de compaginar la inspiración imprevisible del Espíritu, la libertad de conciencia de todo hombre y la obediencia a la Iglesia, guardiana de la tradición. Y la irradiación de su vida entera es una demostración de que esta actitud es apostólicamente fecunda (cf. 1 Cel 89).
Francisco logró, pues, vivir una obediencia total a la santa Iglesia romana, sin por ello renunciar nunca a las exigencias de su propia vocación. No acusará a la Iglesia, echándole en cara sus bienes temporales, sus propiedades, sus iglesias y catedrales, sus privilegios y beneficios eclesiásticos; pero defenderá siempre otro camino y otros medios para vivir el Evangelio él y sus hermanos.
¡Este es realmente uno de los rasgos más originales de la personalidad de Francisco! ¡Y no quiere decirse con ello que esta actitud no le supusiera tensiones, dificultades, enfados y sufrimientos! Conociendo los abusos y flaquezas de la Iglesia de entonces, el hecho de que en la vida y en los escritos de Francisco no se encuentre ninguna huella de crítica corrosiva a la Iglesia no puede menos que causar admiración.
Pues, recordémoslo: aunque en la Iglesia del siglo XIII hubo santos sacerdotes, la situación del clero era a veces lamentable (prácticas simoníacas, concubinato...) y suscitaba verdaderos tumultos populares de indignación y negativas colectivas a reconocer la validez de los sacramentos administrados por aquellos sacerdotes pecadores. Pero como escribió también Bernanos: «Sólo se reforma a la Iglesia sufriendo por ella».
Por lo demás, la misma Iglesia actual reconoce que la obediencia de Francisco no fue siempre fácil. «El hijo de Pietro Bernardone fue hombre de Iglesia, se entregó a la Iglesia, y por la Iglesia, a la que jamás separó de Cristo Señor, comprometió, incluso en el dolor, hasta el más íntimo latido de su alma» (Juan Pablo II, 2-X-81).
Un carisma personal recibido en la iglesia
Más allá de la relectura inevitable de la vida de Francisco por parte de sus distintos biógrafos, se puede analizar también el hecho de que las experiencias espirituales decisivas que tuvo que vivir se desarrollaron siempre con una innegable connotación eclesial.
Con anterioridad a la época de las grandes decisiones, su devoción le impulsa a emprender una peregrinación a Roma, donde ofrece una ofrenda muy generosa ante la tumba de san Pedro, el príncipe de los apóstoles (2 Cel 8).
Tras desnudarse y restituirle todos los vestidos a su padre, en presencia del obispo de Asís, éste «lo cubrió con su propio manto» (1 Cel 15). Es un gesto cuyo simbolismo no se le escapa a nadie.
Su repentina y conmovedora toma de conciencia, en la casi derruida iglesita de San Damián, de que el Amor no es amado, concluye con una llamada interior que le guía ya al misterio de la Iglesia: «Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo» (2 Cel 10; cf. LM 2,1).
Al escuchar la lectura del santo Evangelio durante la celebración de una eucaristía en la iglesia de la Porciúncula y, terminada la misa, la explicación de dicho evangelio por el sacerdote que la atendía, Francisco descubre las modalidades concretas de su misión itinerante (1 Cel 22; LM 3,1).
De hecho, en Francisco están indisoluble y existencialmente unidos la Palabra de Cristo y del santo Evangelio, el Cuerpo eucarístico, la misión y la Iglesia. Su vocación evangélica y su misión eclesial nacieron casi al mismo tiempo. Tiene conciencia de no haber escogido sino de haber recibido una misión en la Iglesia y para guiar hacia la Iglesia a todos los hombres, sobre todo a los menores, que estaban excluidos de ella.
Su vocación y comportamiento no son nada clericales, pero no puede concebir su misión fuera de la Iglesia. De hecho, le vemos orar y predicar tanto en los caminos y plazas públicas como en las iglesias, empezando por las de su ciudad, Asís.
Para Francisco, la Iglesia, a pesar de sus fallos, es y será siempre nuestra santa Madre, el Sacramento visible de Jesús salvador. Resultaría interminable enumerar sus signos de veneración y respeto al papa, los prelados y clérigos. Escribe Tomás de Celano: «Pensaba que, entre todas las cosas y sobre todas ellas, se había de guardar, venerar e imitar la fe de la santa Iglesia romana, en la cual solamente se encuentra la salvación» (1 Cel 62). Y en su conmovedor Testamento de Siena, redactado seis meses antes de su muerte, Francisco escribe a sus hermanos: «Vivan siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los clérigos de la santa madre Iglesia» (TestS 5).
Una Iglesia-Pueblo de Dios
La mayoría de los textos citados hasta aquí pueden producir un cierto malestar, pues inducirían a pensar que la concepción que de la Iglesia tiene Francisco es esencialmente clerical y limitada a la jerarquía eclesiástica. Para rectificar esta impresión sería necesario analizar otros textos que prolongarían excesivamente este artículo. Bastará con que el lector acuda al espléndido capítulo 23 de la Regla no bulada. Se convencerá entonces de que, para Francisco, la Iglesia no sólo es un «lugar de salvación», una «garantía de la fe y la conducta cristiana», sino también el Pueblo de Dios en el que se proclama la salvación de Cristo y se transmite el Evangelio:
«Y a cuantos quieren servir al Señor Dios en el seno de la santa Iglesia católica y apostólica y a todos los órdenes siguientes: sacerdotes, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores, ostiarios y a todos los clérigos; a todos los religiosos y religiosas, a todos los conversos y pequeños, a los pobres e indigentes, reyes y príncipes, artesanos y agricultores, siervos y señores, a todas las vírgenes y viudas y casadas, laicos, varones y mujeres, a todos los niños, adolescentes, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, a todos los pequeños y grandes, y a todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas, a todas las naciones y a todos los hombres de cualquier lugar de la tierra que son y serán, humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, hermanos menores, siervos inútiles, que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otro modo nadie se puede salvar» (1 R 23,7).
Sin duda alguna la visión que Francisco tiene de la Iglesia es una visión «católica», entendiendo esta vez el término en el sentido de universal. Francisco contempla el inmenso Pueblo de Dios, animado e impulsado por el fuego del Espíritu de Jesús. Este capítulo de la Regla es una explosión de acción de gracias en la que avanzan, en una procesión digna de esos frescos grandiosos y llenos de colorido que recubren los muros e iconostasios de las iglesias orientales, todas las categorías de cristianos que constituyen la Iglesia en marcha hacia la gloria de su Señor. Una Iglesia en la que los pobres, los pequeños, los niños preceden a los reyes y príncipes, y que no excluye la jerarquía eclesiástica ni las estructuras sociales. Y Francisco pide a todos una sola cosa: vivir en la verdadera fe y en la conversión del corazón.
No podría concluirse mejor este artículo que con la siguiente cita de Pablo Sabatier, quien, aun siendo protestante, afirmaba: «Lo repito, sería absurdo convertir a Francisco en un rebelde o un protestante que ignora serlo. Y no menos absurdo sería imaginárselo como un simple eco de la autoridad o como un hombre que hubiera abdicado de su conciencia personal».