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Extracto pequeño de: La Historia de la Pasión

CAPÍTULO VI

SABADO SANTO

Los sacerdotes principales y los fariseos siguieron en su obstinada dureza para no
creer, y permanecieron ciegos. No contentos con haber visto morir en la cruz al que
odiaban sin motivo, seguían poniendo todos los medios para borrar su nombre de la
memoria de los hombres.
Sin embargo, aun muerto, le temían. Los discípulos seguían escondidos por miedo a
los sacerdotes, escribas y fariseos; y los fariseos, escribas y sacerdotes tenían miedo de
los discípulos de Jesús. Temían que aquellos pocos discípulos, asustados, fueran a
pregonar por todas partes que aquel muerto había resucitado, porque Él lo dijo,
aumentando así, según ellos, sus embustes.
Los amigos se habían olvidado de la promesa de Jesús, parecían no creer en el
cumplimiento de su promesa: “al tercer día resucitaré”. En cambio, los enemigos se
acordaban bien, y temían que fuese verdad. Y no podían permitir que eso ocurriera, que,
de nuevo, todos creyeran en Él y restablecieran su título de Rey. Ellos lo habían dicho:
“No queremos que ése reine sobre nosotros” (Lc 19, 14).
“Al otro día, al siguiente a la Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se
reunieron ante Pilatos” (Mt 27, 62). No les importó para eso que fuera sábado y el día
más solemne de la pascua. Solamente les preocupaba su odio contra Jesús, que no
permitía dilación. Los más grandes celadores de la observancia del sábado, que se
escandalizaban de que se curara a un enfermo en sábado, ahora, para calumniar a un
muerto, no les importaba faltar a lo prescrito por la Ley, a eso no le llamaban quebrantar
el sábado. Su odio sí que podía quebrantar el sábado, la misericordia de Jesús con los
pobres y enfermos, no.
Dice el Evangelio que se presentaron “ante Pilatos”. Esta vez no se preocuparon de
quedar impuros, no le hicieron bajar al patio del pretorio, sino que entraron dentro. E
hipócritamente le llamaron “señor”, al que odiaban por ser representante de la
dominación romana le llamaron señor; así pretendían adularle para conseguir su petición.
“Señor, recordamos que este impostor dijo cuando aún vivía: “Al tercer día
resucitaré”. Manda, pues, que quede asegurado el sepulcro hasta el tercer día, no sea que
vengan sus discípulos, lo roben, y digan luego al pueblo: “Resucitó entre los muertos”, y
la última impostura sea peor que la primera” (Mt 27, 64).
Señor, las mentiras de ese hombre fueron tantas, que aun después de muerto nos
preocupan. Necesitamos poner guardias en su sepulcro. Es verdad que debíamos haberlo
pedido nada más ponerle allí, pero ¿quién puede acordarse de todo? Ahora, dándole
vueltas al asunto, nos hemos acordado de que, mientras vivía, dijo al pueblo que había de morir crucificado, pero que al tercer día iba a resucitar. Así tenía engañado al pueblo,
les hizo creer que era profeta porque les anunció con tiempo que iba a morir en la cruz,
pero ya sabía él que la merecía por sus delitos; y ahora los tiene embaucados con la
esperanza de que va a resucitar al tercer día. Pero pronto se desengañarán cuando vean
que no resucita al tercer día.
Por esto, señor, te pedimos que mandes poner guardia en el sepulcro hasta que pase
el tercer día porque no nos extrañaría que sus discípulos, para que parezca verdad su
mentira, lo roben y luego digan que ha resucitado. No se atreverán a venir a decírnoslo a
nosotros, pero lo irán propagando entre la gente ignorante y lo creerán.
Es cierto que nosotros no lo creemos ni nos preocupan las habladurías del pueblo;
pero no nos deja de preocupar que se extiendan esas mentiras: debemos velar por la fe y
la pureza de nuestro pueblo. Fíjate, señor, que eran tantos los que le seguían mientras
vivía que llegamos a temer la ruina moral de nuestro país. Si esto ocurría mientras estaba
vivo, ¿qué ocurrirá si engañan al pueblo y todos creen que ha resucitado? El daño sería
mucho peor que el de antes.
Conviene, señor, prevenir las cosas con prudencia. Te rogamos que pongas guardia
en el sepulcro porque aún estamos a tiempo de evitar este grave inconveniente.
Pilatos escuchó a los sacerdotes y fariseos y se dio cuenta de que todavía le odiaban.
Se sorprendió de que no les bastara con ver muerto a su enemigo, pero no quiso
enemistarse con gente tan ladina y odiosa y les concedió lo que querían. Pero él también
lo hizo de una manera muy sagaz y prudente.
Pilatos no les negó los soldados que le pedían para que no pudieran decir, si no lo
hacía, que los romanos tenían la culpa de lo que sucediese. Pero tampoco dio la orden a
los soldados, así no podían decir que los había puesto de acuerdo con los discípulos de
Jesús para que les impidieran robar el cuerpo. A tanto tuvo que llegar la sutileza de
Pilatos para no quedar enredado en la maraña de aquellos envidiosos hipócritas.
Les dijo: “Tenéis guardia, id y aseguradlo como sabéis” (Mt 27, 65). Ya tenéis
guardia, bastante la habéis usado para vuestros fines; hasta mis soldados os obedecen.
Mandadles, vosotros sabéis hacerlo mejor que yo.
Parece que Pilatos quería burlarse veladamente de su crueldad, con su ironía. Y
demostraba también que estaba harto de ellos y de todo aquel asunto en que le habían
envuelto.
“Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia” (Mt
27, 66). Ellos mismos fueron con los soldados, quisieron asegurarse por sí mismos. El
sepulcro no tenía más que una entrada, solamente por allí podían robar el cuerpo, y
sobre la entrada estaba ya puesta una gran piedra. Sin duda rodaron la piedra, que era
redonda como una piedra de molino antiguo. Era fácil de hacer correr porque estaba
apoyada sobre un declive y José tapó la entrada fácilmente; pero quizá era más difícil
destapar la entrada porque había que correr la piedra en sentido contrario al declive,
subiéndola por él. Pero lo hicieron para asegurarse de que el cuerpo muerto seguía allí. Luego volvieron a cerrar y “sellaron la piedra”. Quizá lo hicieran con cuerdas, y
poniendo en las ranuras cera con el sello del Sanedrín. Y dejaron los muchos soldados
que trajeron bien distribuidos: unos junto a la puerta del sepulcro y otros alrededor, para
ver al que se acercara y prohibírselo.
No era necesaria tanta cosa por miedo a los discípulos, que ni se les había ocurrido
juntarse para robar el cuerpo. Tenían miedo de ser vistos en público. Tuvo el Señor que
buscarlos y mandarlos a llamar, cuando resucitó. Pero era necesario esta seguridad que
pusieron los mismos judíos para que supiéramos bien a ciencia cierta que había
resucitado, para que sus mismos enemigos no tuvieran motivo alguno para no creer. Ellos
mismos habían buscado sus propios testigos, los soldados, si no les creyeron luego fue
sólo culpa suya; fueron los hombres que ellos mismos eligieron quienes les dijeron
aquella mañana que Jesús había resucitado, no los discípulos.
¡Desdichados y miserables judíos! -dice San Atanasio-. El que rompió las cadenas de
la muerte, ¿no iba a poder romper los sellos de la sepultura? Daos prisa en guardar el
sepulcro, sellad la piedra, poned soldados, de esta manera engrandecéis más la maravilla
de la resurrección; pusisteis centinelas que fueron testigos y pregoneros de la
Resurrección del Señor.
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